El nuevo panorama cubano

Este 26 de julio es diferente. La dictadura de Raúl Castro estrena una nueva relación con Estados Unidos. La Habana ha derrotado totalmente a Washington. Barack Obama ha levantado los brazos y lo ha entregado todo sin pedir nada a cambio.

Como repiten los personeros del castrismo una y otra vez, el pequeño David ha liquidado, finalmente, al gigante Goliat, sin hacer una sola concesión.

Las cárceles siguen llenas de disidentes, continúan aporreando a las Damas de Blanco, no hay el menor espacio para expresarse públicamente contra ese estado de cosas y mucho menos para formar partidos diferentes al comunista. Lo dijo Fidel Castro y lo cumplió: “Primero la isla se hundirá en el mar antes que abandonar el marxismo-leninismo”.

No obstante, ¿ha cambiado algo? Por supuesto. Raúl y toda la dirigencia comunista, incluso Fidel, que es el más terco de todos, saben que el sistema no funciona en el terreno de la creación de riquezas. Es totalmente improductivo.

Con los años, han comprendido que los incentivos materiales son indispensables y que la propiedad privada es clave para lograr el desarrollo, pero no se atreven a sustituir ese desastre por una economía abierta regida por el mercado, porque temen perder el poder. Continuar leyendo

Las embajadas y el dinosaurio al pie de la cama

El primer paso fue sacar a Cuba de la lista de naciones que auspician el terrorismo. Era sólo el comienzo. El 20 de julio próximo está previsto que las oficinas de representación recíproca que hay en Washington y en La Habana eleven la jerarquía de sus relaciones diplomáticas.

No obstante, no será tan sencillo como parece. Mauricio Claver-Carone, editor de un blog muy consultado por los legisladores norteamericanos llamado CapitolHillCubans.com, alega que la ley “Libertad Act” (Helms-Burton) que regula las relaciones entre ambos países, establece dos condiciones muy claras para reanudar los vínculos con Cuba: primero, el presidente norteamericano debe determinar que en la Isla existe un gobierno electo democráticamente, y, segundo, que hayan sido satisfechas las reclamaciones pendientes por las confiscaciones de propiedades de norteamericanos llevadas a cabo por el gobierno cubano en los años sesenta del siglo pasado. Ninguna de las dos premisas se confirman en el caso de la dictadura cubana.

Sin embargo, lo más probable es que la Casa Banca se salte a la torera ambos aspectos de la ley vigente, lo que seguramente terminará en los tribunales. El presidente Obama está decidido a que parte de su legado histórico en materia de política internacional sea la restauración de las relaciones con Cuba, interrumpidas en enero de 1960 durante la administración de Ike Eisenhower, y no vacilará en hacer las concesiones que sean necesarias para conseguir su propósito. Si Nixon logró a posteriori la aprobación de la sociedad norteamericana a su acercamiento con China, ¿por qué no pasar la página de la diminuta dictadura cubana sin exigirle nada a cambio? Al fin y al cabo, ni Nixon ni su consejero Kissinger le exigieron a Mao que cediera un ápice en su sangriento estalinismo.

Es muy posible que Obama esté bajo la influencia del politólogo Charles Kupchan, funcionario importante del Consejo Nacional de Seguridad y profesor de Georgetown University. Hace pocos años, Kupchan publicó un libro sobre la política exterior que es casi una parodia de la famosa obra de Dale Carnegie. El de Kupchan se titula How Enemies Become Friends: The Sources of Stable Peace (Cómo los enemigos se convierten en amigos: la fuente de una paz estable).

La tesis, disputada por numerosos estrategas, es alarmantemente sencilla: entréguesele al enemigo todo lo que solicita sin requerirle nada a cambio. Estados Unidos, con sus 320 millones de habitantes, un enorme territorio asomado al Atlántico y al Pacífico, un PIB de 17 billones (trillones en inglés) y un presupuesto militar de 600.000 millones de dólares anuales, no tiene por qué temerle a una empobrecida isla del Caribe, legendariamente torpe en el manejo de su economía y extremadamente cruel en la forma en que maltrata a los demócratas de la oposición.

La apertura de las embajadas, obviamente, es sólo un paso. El próximo será devolver la base de Guantánamo al gobierno cubano. Por lo pronto, la Casa Blanca ya ha ordenado el cierre de la cárcel y le ha pedido a un gran bufete de abogados una opinión sobre la autoridad que tiene el presidente para entregarle al régimen cubano la base militar adquirida en el 1903. Simultáneamente, ha solicitado la opinión de la Marina sobre la utilidad y la relación costo-efecto que tienen esas instalaciones más de 100 años después de haber sido alquiladas a Cuba. Presumiblemente, la Marina sostendrá que a estas alturas de la historia es perfectamente inútil. Si se cerró Roosevelts Roads en la vecina Puerto Rico, la mayor base naval del mundo, no hay duda de que Guantánamo apenas sirve como centro de detención.

Pero el presidente Obama no se detendrá en ese punto. Dijo en Panamá, durante la Cumbre de las Américas, que su país renunciaba al “cambio de régimen” en la Isla. Eso quiere decir que eventualmente desmontará Radio y TV Martí, privatizandolos, y le negará cualquier tipo de ayuda financiera federal a los programas de fortalecimiento de la democracia que todavía se mantienen vigentes. Al fin y al cabo todas esas actividades están encaminadas a provocar un cambio en las forma como los Castro gobiernan la Isla. Su decisión, contraria a más de 60 años de contención del comunismo, es convivir pacíficamente con la dictadura cubana.

¿Cómo culmina todo esto? Este cambio de política por parte de Obama tendrá un primer final –habrá otros—con una visita del presidente norteamericano a Cuba en el 2016, poco antes de abandonar la Casa Blanca, tal vez tras las elecciones de noviembre de ese año, cuando no pueda perjudicar al candidato demócrata. Se dará un baño de multitudes. Y, cuando se despierte de su sueño, como el dinosaurio del cuento de Monterroso, la dictadura cubana seguirá ahí junto a su cama, imperturbable y feroz, muy satisfecha de haberle ganado la partida a su secular enemigo.

Siete advertencias finales sobre la nueva política cubana de Obama

Éste es uno de esos raros casos en los que conviene comenzar por el final. Estos papeles están dedicados a contar rápidamente cómo han sido las relaciones entre Estados Unidos y Cuba desde 1959 a la fecha, con el objeto de poder analizar la nueva política cubana anunciada por el presidente Barack Obama y el general Raúl Castro en diciembre de 2014.

Ese recorrido me precipita a formular siete advertencias. No son recomendaciones ni conclusiones. Son observaciones que se desprenden naturalmente de la propia historia que relataré en breve.

Consignémoslas:

La primera advertencia es que el gobierno de los hermanos Castro mantiene en el 2015 exactamente la misma visión de Estados Unidos que tenía cuando los guerrilleros llegaron al poder en enero de 1959.

Para ellos, el enorme y poderoso vecino y sus supuestas prácticas depredadoras en el terreno económico están en la raíz de los problemas fundamentales de la humanidad. Como leen poco y observan mal, continúan creyendo que las calamidades del Tercer Mundo se deben a la mala voluntad de las naciones desarrolladas, y muy especialmente de Estados Unidos, con sus perversos términos de intercambio y su explotación inclemente de los recursos de las naciones pobres.

La segunda, consecuencia de la primera, es que ese régimen, absolutamente coherente con sus creencias, continuará tratando de afectar negativamente a Estados Unidos en todas las instancias que se presente.

Ayer se colocó bajo el paraguas soviético. En la etapa postsoviética echó las bases del Foro de Sao Paulo y, más tarde, del circuito conocido como Socialismo del Siglo XXI, extendido a los países de la llamada ALBA. Hoy se alía firmemente con Irán, y ya se apunta al bando chino-ruso en esta nueva y peligrosa Guerra Fría que está gestando. Para los Castro, el antiamericanismo es una cruzada moral a la que no van a renunciar nunca.

La tercera es que no existe en la dictadura cubana la menor intención de comenzar un proceso de liberalización que permita el pluralismo político o las libertades, tal y como se conocen entre las naciones más desarrolladas del planeta.

Los demócratas de la oposición se toleran mientras sus movimientos y comunicaciones estén regulados y vigilados por la policía política. El régimen domina perfectamente las técnicas de control social. Al margen de la policía convencional, para mantener a raya a la oposición cuenta con al menos 60,000 oficiales de contrainteligencia adscritos al Minint, y otras decenas de miles de colaboradores. Para ellos la represión no es un comportamiento oscuro y vergonzante, sino una labor constante y patriótica.

La cuarta es que el sistema económico que está erigiendo Raúl Castro no ha sido concebido para que florezca la sociedad civil, ésa que un día, mágicamente, derrocará la dictadura, sino es un modelo de Capitalismo Militar de Estado (CME) cuya columna vertebral es el ejército y el Ministerio del Interior, instituciones que controlan la mayor parte del aparato productivo del país.

Dentro de ese esquema, como se deduce de las palabras del economista oficial Juan Triana Cordoví, el Estado (en realidad, el sector militar) se reserva el manejo y explotación de las 2.500 empresas medianas y grandes del país, dejando a los cuentapropistas un sinfín de actividades menores para no tener que sostenerlos.

Frente a lo que piensan en Washington y en los sectores cubanos no gubernamentales que apoyan esas reformas económicas, Raúl Castro y sus asesores suponen, acertadamente, que los cuentapropistas serán una fuente de estabilidad del sistema de Capitalismo Militar de Estado, no por afinidad ideológica sino para no perder los pequeños privilegios y ventajas que obtienen.

La quinta es que el régimen de los Castro no tiene el menor interés en propiciar el enriquecimiento de los empresarios extranjeros. Desprecian el ánimo de lucro de los capitalistas, les parece repugnante, aunque muchos de ellos mismos, de alguna manera, lo practiquen discretamente.

Las inversiones del exterior serán bienvenidas sólo y únicamente cuando contribuyan a fortalecer el Capitalismo Militar de Estado que están forjando. Para el gobierno cubano esas inversiones son un mal necesario, como el que se amputa un brazo para salvar la vida.

Si alguien piensa que ese régimen permitirá el surgimiento y crecimiento de un tejido empresarial independiente es porque no se ha tomado el trabajo de estudiar los textos y discursos de los propios personeros del régimen, y ni siquiera de examinar la conducta que exhiben.

Tiene toda la razón el inversor en bienes raíces y notable millonario Stephen Ross cuando, tras regresar de un viaje a Cuba, declaró que no había visto en la Isla la menor oportunidad seria de hacer negocios. En realidad, no la hay, salvo en aquellas actividades en que exista un rédito claro para el gobierno o que sean absolutamente indispensables para la supervivencia del régimen.

Es obvio que la prioridad de los Castro es mantener el poder y no desarrollar un vigoroso tejido empresarial que saque a los cubanos de la miseria. Para explicar esas carencias han desarrollado la coartada de la austeridad revolucionaria y la crítica al consumismo (el gusto por la pacotilla) como una forma heroica y abnegada de afrontar la pobreza.

La sexta advertencia es que, ante este cuadro deprimente de atropellos e insistencia en los disparates de siempre, la renuncia de Washington al containment y su sustitución por el engagement, a lo que se agrega la cancelación del objetivo de tratar de propiciar el cambio de régimen, como dijo Obama en Panamá, es una peligrosa e irresponsable ligereza que perjudicará a Estados Unidos, alentará a sus enemigos, descorazonará a sus aliados y afectará muy negativamente a los cubanos que desean libertades, democracia real y terminar con la miseria.

¿Qué sentido tiene que Estados Unidos –y con él la Iglesia Católica–contribuya al fortalecimiento de un Capitalismo Militar de Estado, enemigo de las libertades, incluidas las económicas, violador de los Derechos Humanos, que perpetúa en el poder una dictadura colectivista que ha destrozado Cuba y hoy contribuye a destruir Venezuela porque no puede enseñar otra cosa que lo que ha hecho durante 56 años?

La séptima advertencia es que nunca la oposición democrática ha sido más frágil ni ha estado más desprotegida, pese al impresionante número de disidentes y al heroísmo que despliegan. Nunca ha estado más sola.

¿Por qué nadie va a tomarla en cuenta si Estados Unidos ha renunciado al cambio de régimen y está dispuesto a aceptar a la dictadura cubana sin exigirle nada a cambio?

Estados Unidos ha renunciado a indicar claramente a La Habana que el verdadero cambio comienza en el momento en que la cúpula de la dictadura acepta que el primer paso es dialogar con la oposición y admitir que las sociedades son plurales y albergan diferentes puntos de vista. ¿Qué argumento tienen ahora los callados y siempre asustados reformistas del régimen para reclamar sotto voce cambios políticos y económicos, si nadie se los exige al gobierno de los Castro?

En suma, ha sido un grave error de Obama separarse de la política seguida por los diez presidentes, demócratas y republicanos, que lo precedieron en la Casa Blanca. Uno no puede decretar que su enemigo súbitamente se ha convertido en su amigo y ha comenzado a pensar como a uno le conviene. Eso es infantil.

No se trata de criticar a Obama por haber ensayado una política nueva. El problema es que es una política mala.

No se puede ignorar la realidad sin abonar por ello un alto precio. Lo triste es que lo pagaremos los cubanos.

Cambiar o no cambiar regímenes, ése es el dilema

El presidente Barack Obama, tras asegurarle su amigo John Kerry que Cuba, últimamente, se comporta con dulzura, casi como el Vaticano, eliminó a la Isla de la lista de países que colaboran con el terrorismo.

Era previsible. Obama había advertido en Panamá que su gobierno renunciaba al cambio de régimen. La lista de países vinculados al terrorismo formaba parte de esa estrategia. Era un sambenito político destinado a infamar adversarios en el sinuoso camino del desplazamiento.

No obstante, se trataba de una descripción justa. La isla lleva décadas colgada del brazo de la peor gente del planeta: desde Carlos el Chacal hasta la adiposa dinastía real norcoreana, pasando por Gadafi y las narcoguerrillas colombianas, pero el deseo de Obama es olvidar los agravios y comenzar una vida nueva y cordial. Continuar leyendo

El gurú de Obama y un mundo sin cabeza

Me equivoqué. Escribí que, por primera vez en su historia, la diplomacia norteamericana carecía de un marco de referencia. Me lo indicaban, falsamente, las concesiones gratuitas a la dictadura cubana, el pésimo preacuerdo con Irán, la condescendencia con la dictadura birmana, la tolerancia con los desmanes de Chávez y Maduro, y la manera contradictoria con que habían manejado, por ejemplo, las crisis de Ucrania, Honduras o Egipto.

Craso error. Me lo señaló el historiador Diego Trinidad. Existe un marco de referencia, por ahora vagamente utilizado. Se titula How Enemies Become Friends: The Sources of Stable Peace (Cómo los enemigos se convierten en amigos: la fuente de una paz estable), escrito por Charles A. Kupchan, profesor de Georgetown University y miembro del Consejo Nacional de Seguridad que sirve directamente a la Casa Blanca. Continuar leyendo

Cuba y Estados Unidos: la lucha sigue

La tercera ronda de negociaciones entre Estados Unidos y Cuba no ha ido bien. No me extraña. Por las mismas fechas el canciller norcoreano advertía, regocijado, que Cuba y su país estaban en la misma trinchera antinorteamericana. Asimismo, Vladimir Putin daba vueltas por el vecindario con sus barquitos de guerra y le hacía carantoñas a Nicolás Maduro, ese virrey nombrado en Venezuela por Raúl Castro.

Barack Obama quería ponerle fin a 56 años de hostilidad entre su nación y la Isla como parte de su “legado”, pero está descubriendo que no es fácil. ¿Por qué? Los dos países marchan en direcciones opuestas, cada uno movido por sus percepciones y por su particular sentido de la propia misión en la historia.

La política exterior de Estados Unidos fue diseñada para proyectar y defender los valores y el modus operandi del país. La de Cuba exactamente igual, pero en sentido opuesto. Están condenados a chocar.

La inercia política y diplomática de Estados Unidos lleva a Washington a tratar de cambiar los regímenes adversarios manifiestamente hostiles. De ahí surgen las listas de naciones terroristas, las denuncias de violaciones de los derechos humanos, el respaldo a los disidentes y las transmisiones por onda corta de informaciones escamoteadas por las dictaduras enemigas.

La perspectiva cubana

Por la otra punta, las creencias y convicciones de Cuba, aunadas a las urgencias imperiales de Fidel, precipitan a sus gobernantes a tratar de destruir al adversario. Esa es la visión del Foro de Sao Paulo. A eso se dedica el circuito de los cinco países del Socialismo del Siglo XXI, la constitución de ALBA, el abrazo al Irán que apadrina Hezbolá y fabrica clandestinamente armas nucleares, y el apoyo a todos los sectores antioccidentales, incluidas las narcoguerrillas.

Fidel, que padece de ideas fijas, se lo expresó con toda claridad a su confidente y amante Celia Sánchez en una carta fechada en la Sierra Maestra en junio de 1958, mientras luchaba contra Batista: “Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ése va a ser mi destino verdadero”.

Cuba percibe al gobierno de Estados Unidos como el administrador de un sistema genocida que se alimenta del trabajo del Tercer Mundo, y que no vacila en matar a poblaciones enteras en su propio beneficio. Por eso propone que hay que exterminarlo a cualquier costo.

Sus dirigentes continúan creyendo en la desacreditada “Teoría de la Dependencia” e insisten en suscribir los errores conceptuales de Las venas abiertas de América Latina, pese a que el autor del libro se ha distanciado de sus propias hipótesis, como mucho antes ya lo había hecho el propio Fernando Henrique Cardoso, padre de la criatura, junto al chileno Enzo Faletto.   

En consecuencia, los Castro se ven a sí mismos como los heroicos cruzados de la lucha a muerte contra ese imperio asesino, y en el ardor de la batalla se abrazan con Mugabe, con Gadafi, con la siniestra familia desovada por Kim Il-Sung, con cualquiera que odie a los gringos, aunque sea un monstruo, porque a ellos mismos no les importa, a veces, ser monstruosos, como cuando fusilan a sus propios generales o matan inocentes a sabiendas. Son gajes de la guerra por la justicia universal, como diría Lenin.

Ése es el único requisito: ser antiyanquis. Los Castro no son unos teóricos pasivos dedicados a juzgar las iniquidades de Estados Unidos en las aulas universitarias. Son enemigos activos y militantes que se juegan la vida en cualquier trinchera.

Todo lo que se haga en contra de USA es legítimo. Les encanta la metáfora de David contra Goliat, mientras sostienen que su dictadura militar “es el sistema más democrático y justo del mundo”. Para evitar dolorosas disonancias, me temo que han acabado por creérselo.

La perspectiva americana

La clase dirigente norteamericana, en cambio, ve a Estados Unidos como la primera potencia del planeta, escogida por el Creador para ejercer una benéfica influencia entre todos los hombres esparciendo sus virtudes ciudadanas, dotada de un sistema económico exitoso que ha creado enormes clases medias y el mayor desarrollo tecnológico y científico de la historia, para gloria y ventaja de toda la especie.

Una nación que, por su peso y sentido de la responsabilidad, debe darles sostén a las libertades mediante su enorme y eficiente aparato militar. Maquinaria y principios –sostienen—que en el pasado les ha permitido salvar al mundo de los nazis y fascistas, y luego derrotar a los comunistas en la batalla larga y persistente de la Guerra Fría.

Dentro de ese esquema narrativo, el gobierno estadounidense, además, como “cabeza del mundo libre”, desde hace muchas décadas se ha impuesto la obligación de propagar y defender internacionalmente la democracia, la economía de mercado y la propiedad.

¿Por qué lo hace? Supone que de ello depende el mejor futuro de la humanidad, incluida la propia supervivencia del país, incapaz de prevalecer en un planeta dominado por un sistema diferente y hostil al creado por los Padres Fundadores de la patria en 1776. Y lo cierto es que, hasta ahora, le ha ido muy bien, no sólo a Estados Unidos, sino a las veinte naciones que han seguido de cerca ese modelo de gobierno.

A fin de cuentas, el siglo XX fue el de Washington y, para que siga siendo la nación hegemónica, cuenta, además de con el casi absoluto liderazgo tecnológico, con el Pentágono, la CIA, la DEA, la VOA, la NED, la AID, la OTAN, el estrecho vínculo con la Unión Europea, los recursos económicos que proporciona una sociedad inmensamente productiva, el Departamento de Estado, las 100 mejores universidades del planeta, y toda una estrategia legal, militar y propagandística que refleja esa vocación de primera potencia planetaria.

Cuba y Estados Unidos

¿Y Cuba? Obama la ve –y se equivoca parcialmente– como una pequeña, pobre e improductiva isla caribeña, gobernada por unos ancianos pintorescos, tozudos sobrevivientes del hundimiento del comunismo, arrastrados a un enfrentamiento con Washington como resultado de la Guerra Fría, que muy poco daño puede hacerle a Estados Unidos porque se trata, fatalmente, de una entidad necesariamente inofensiva.

Por eso Obama –a contrapelo de los 10 presidentes anteriores–, que no entiende a los Castro, y que ignora que entre los poderes de la Casa Blanca no está el de elegir a sus enemigos, porque el odio no lo controla el odiado sino el odiador, decretó unilateralmente el fin de las hostilidades y comenzó –creía—un proceso de reconciliación. No advirtió que el choque entre los dos países no es el producto de una comedia de errores históricos, sino el encontronazo inevitable entre dos visiones y misiones adversarias.

Para reconciliarse realmente, uno de los dos debe salir de la cancha y renunciar a la batalla por imponer su modelo político. Ninguno está dispuesto a hacerlo. La lucha, por lo tanto, sigue.