Obama vs Maduro: historia secreta de un conflicto inevitable

Barack Obama dijo que el régimen de Venezuela era un peligro para la seguridad norteamericana. ¿Por qué? Violaba los derechos humanos de la oposición democrática. En consecuencia, decretó algunas sanciones contra militares y funcionarios chavistas.

Extraño movimiento. Lo ha hecho pocas semanas después de haber iniciado la cancelación de las sanciones a la dictadura cubana, que desde hace más de medio siglo maltrata a los disidentes con la misma o mayor saña de lo que lo hace el gobierno de Nicolás Maduro con su magullada oposición.

Existe, además, una cuestión de filiación. Cuba es la madre del cordero. Venezuela se comporta de esa manera porque los asesores cubanos que mandan en el país así lo aconsejan. Esa es el expertise que Cuba le vende a Venezuela: inteligencia, control social y gobernabilidad de mano dura. Son los grandes constructores de jaulas del planeta. Aprendieron la técnica de los soviéticos y los han superado. Continuar leyendo

El extraño síndrome de la “benevolente simpatía superficial”

La batalla cubana se ha trasladado a la prensa. Se trata de una contracarta. Responde, sin decirlo, a un documento aparecido en el NYT en sentido contrario.

Un grupo de 40 prominentes personajes norteamericanos y cubanoamericanos, muy prestigiosos y con una larga tradición de servicio público o de relevancia en el mundo empresarial, de alguna forma vinculados al destino de Cuba, publicará una lúcida página en el Washington Post. La he leído y es muy persuasiva.

Los firmantes se oponen a la nueva política cubana de Barack Obama. Les parece un peligroso error hacerle concesiones a la dictadura sin que Raúl Castro dé pasos hacia la apertura y la democracia.

Son partidarios de lo que dicta la ley de la nación, “The Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act” de 1996, y de lo que supuestamente defendía el propio Obama hasta la víspera del  17 de diciembre pasado, cuando anunció los cambios.

Obama llevaba 18 meses conversando en secreto. ¿Qué ha conducido al presidente, con la entusiasta colaboración de su canciller John Kerry, a engañar a propios y extraños con tal de modificar la política cubana y hacer las paces con la dictadura?

En Estados Unidos hay por lo menos cinco categorías de personas que se oponen al embargo o la prohibición a los ciudadanos norteamericanos de visitar la isla vecina.

1. Las personas convencidas de que, tras más de medio siglo, la política de hostilidad ha fracasado y es preferible pasar la página, como en Vietnam o China, y suscribir la estrategia del acercamiento. O sea, declarar la paz y olvidar el pasado.

2.  Los exportadores y negociantes que ven en Cuba un mercado pequeño y pobre, pero potencialmente interesante.

3. Los libertarios que piensan, basados en sus principios, que ningún gobierno debe interferir en la libertad de los norteamericanos para viajar a donde deseen y hacer negocios con quienes quieran.

4. Los simpatizantes procomunistas –pocos, pero muy activos—presentes en publicaciones como The Nation o en numerosas universidades, generalmente antigobierno norteamericano.

5. Las víctimas del muy extendido fenómeno de la “Benevolente Simpatía Superficial” (BSS).

Estos últimos, sin ser comunistas, ven a la revolución cubana con una vaga y epidérmica simpatía, surgida del poderoso imprinting que dejó ese episodio en la memoria de medio planeta desde 1959.

Les resultan “fascinantes” aquellos jóvenes barbudos que derrotaron al ejército del dictador Batista, dirigidos por un personaje singularísimo, que hablaba ocho horas consecutivas en Naciones Unidas, se enfrentaba paladinamente a Washington, y estaba decidido a construir un mundo más justo entre los escombros de una sociedad poblada de prostitutas y dominada por los gángsters.

Ven con simpatía la figura del Che Guevara, eligiendo la imagen del rebelde que da su vida por una causa, olvidando que esa causa era crear dictaduras colectivistas sin el menor espacio para las libertades, e ignorando la monstruosa dimensión de una persona que era capaz de declarar que un buen revolucionario debía ser una implacable máquina de matar, o que le confesaba a su mujer que estaba en la selva cubana “sediento de sangre”.

En esta última categoría, la de la “benevolente simpatía superficial”, a mi juicio, sustentada en una lectura romántica, falaz y tonta de la realidad cubana, pero muy arraigada, se inscriben personas como Obama y Kerry. No son comunistas, y no desearían para su país un sistema como el que padecen los cubanos, pero observan a los Castro y a la revolución con una benevolente y superficial simpatía.

He visto a muchas personas afectadas por el síndrome de la BSS. Tal vez Manuel Fraga Iribarne, el político conservador español, lo padecía. Era visceralmente anticomunista, pero sentía una difusa atracción por Fidel. Le parecía un gallego valiente que le había plantado cara a los yanquis.

A principios de los años noventa, el presidente Carlos Salinas de Gortari convocó a una isla mexicana del Caribe a Felipe González, a César Gaviria y a Carlos Andrés Pérez –todos entonces gobernantes en sus respectivos países—a una discreta reunión con Fidel Castro.

La URSS acababa de desaparecer y con ese cataclismo se había esfumado el subsidio a la Isla. El propósito del pequeño y distendido cónclave –probablemente alentado por González– era tratar de ayudar al dictador cubano a sortear las dificultades y facilitarle el tránsito hacia otro modo de organizar la sociedad cubana.

Fidel era un enemigo ideológico del neoliberal Salinas, privatizador y cercano a Estados Unidos. Era un aliado de la ETA española a la que González se había enfrentado a tiros. Era un cómplice de las narcoguerrillas colombianas a las que Gaviria intentaba derrotar. Y nunca se había alejado de los conspiradores antidemocráticos venezolanos, como se demostró cuando Chávez apareció en el horizonte. Pero los cuatro estadistas reunidos con Castro querían salvarlo. Los dominaba la Benevolente Simpatía Superficial. Habían perdido la facultad de entender quiénes eran sus enemigos objetivos. Gravísima limitación.

Muchos años más tarde, en su exilio miamense, provocado por la persecución de Hugo Chávez, Carlos Andrés Pérez me confesó que había sido tan ingenuo que llegó a pensar que Fidel Castro era su amigo. En sus palabras había un profundo desengaño. Me dijo, en abono de su inocencia, que cuando su segunda toma de posesión, en 1989, un millar de venezolanos ilustres habían firmado una carta saludando la presencia de Castro en Caracas. Casi todos estaban hoy en la oposición o en el exilio. Sufrían, sin saberlo, de BSS.

¿Padecen Obama y Kerry del mismo mal? Sospecho que sí, aunque no hay nada más opaco y contradictorio que las motivaciones. En todo caso, parece que la BSS acompaña hasta la muerte a muchos enfermos. Sólo se curan los que chocan con la realidad.

La vaga y epidérmica simpatía hacia Cuba

La batalla cubana se ha trasladado a la prensa. Se trata de una contracarta. Responde, sin decirlo, a un documento aparecido en el NYT en sentido contrario.

Un grupo de 40 prominentes personajes norteamericanos y cubanoamericanos, muy prestigiosos y con una larga tradición de servicio público o de relevancia en el mundo empresarial, de alguna forma vinculados al destino de Cuba, publicará una lúcida página en el Washington Post. La he leído y es muy persuasiva.

Los firmantes se oponen a la nueva política cubana de Barack Obama. Les parece un peligroso error hacerle concesiones a la dictadura sin que Raúl Castro dé pasos hacia la apertura y la democracia. Son partidarios de lo que dicta la ley de la nación, “The Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act” de 1996, y de lo que supuestamente defendía el propio Obama hasta la víspera del  17 de diciembre pasado, cuando anunció los cambios. Continuar leyendo

Contra los yanquis vivíamos mejor

La frase fue famosa en España: “Contra Franco vivíamos mejor”. La escuché y leí mil veces durante la transición española hacia la democracia. Me imagino que Raúl Castro debe haberla adaptado a la circunstancia cubana en medio de una mezcla de enojo y melancolía.

Son las consecuencias inesperadas de las victorias. El presidente Obama, en efecto, capituló, como deseaba La Habana. Se acogió, sin exigir contrapartidas, a la política del abrazo (engagement) y renunció a las medidas de “contención” (containment) hacia Cuba, típicas de la Guerra Fría.

Se comprometió, además, a restaurar totalmente las relaciones, pese a que el senado posiblemente no apruebe la designación de ningún embajador. Lo aseguró, amenazante, el senador Lindsey Graham. También tramitará el fin del embargo ante un Congreso republicano que probablemente ni siquiera acepte discutir la medida, como ya anunció el speakerJohn Boehner. Será una cadena de frustraciones.

El equívoco está fundado en lo que en inglés llaman wishful thinking o juicio basado en ilusiones. El sorpresivo anuncio de Obama y Raúl Castro era el inicio de un largo, complejo y deseado proceso de deshielo, y casi todos los factores afectados dieron por hecho que la reconciliación ya se había producido y, en consecuencia, la transición hacia la democracia había comenzado. La percepción ha sido de final de partida, no de comienzo.

Pura confusión. Los curas en La Habana, literalmente, echaron a volar las campanas de los templos anunciando la buena nueva, como hacían en tiempos de la colonia cuando se retiraban los piratas.

Miles de cubanos desempolvaron las banderitas y algunos se abrazaban en las calles llenos de felicidad. Para ellos, mágicamente, la miseria llegaba a su fin. La prosperidad estaba a la vuelta de la esquina.

Las cabezas más representativas de la oposición democrática, esperanzadas, se reunieron en la casa de Yoani Sánchez y, muy civilizadamente, fueron capaces de ponerse de acuerdo y demandar espacios para esa magullada sociedad civil que el país va pariendo trabajosamente al margen del corset totalitario impuesto por el Partido Comunista.

Las Damas de Blanco, flores en mano, como suelen hacer, recorrieron algunas calles cercanas a la parroquia donde se congregan pidiendo libertad. Esta vez no las aporrearon. Hubiera sido una flagrante contradicción con el espíritu de apertura subrepticiamente instalado en el país.

Los representantes ante la OEA de los países latinoamericanos, reunidos en Washington, le dieron la bienvenida a la nueva etapa, pese a las objeciones de Bolivia, Venezuela y Nicaragua, secretamente impulsados por Cuba, que deseaban incluir una mención del embargo, moción rechazada por el resto de los países. Canadá, a cambio, se abstuvo de mencionar el tema de los Derechos Humanos, que hubiera sido como mentar la soga en la casa del ahorcado.

Raúl Castro, muy preocupado, despachó a su hija Mariela al extranjero, embajadora oficiosa del régimen, a explicar que el comunismo era el destino permanente de los cubanos, algo así como una enfermedad incurable y crónica. Nadie debía confundir el cambio de Washington con la postura inconmovible de La Habana. En la Cuba de Mariela Castro se podía cambiar de sexo, pero no de sistema. Ese –el sistema– ya había sido elegido por los cubanos hasta el fin de los tiempos.

El mismo Raúl Castro, como si fuera un mantra, lo repitió en la Asamblea Nacional del Poder Popular, un coro afinado de sicofantes que hace las veces de Parlamento. Reiteró que no había más dios que el colectivismo ni más profeta que Fidel Castro, y así sería para siempre. Al final, fieramente, gritó “patria o muerte”. Todos lo aplaudieron disciplinadamente, incluidos los cinco espías liberados.

¿Por qué tantas muestras de adhesión incondicional a una vieja y desacreditada dictadura, próxima a iniciar su 57 aniversario? Precisamente, porque Raúl no ignora el peso de las autoprofecías que, a fuerza de repetición, acaban por cumplirse. Misterios del caprichoso mundillo de las percepciones.

Especialmente en un país en el que casi nadie cree en los presupuestos teóricos del sistema. Todos saben que el marxismo leninismo fracasó rotundamente y la nación se está cayendo a pedazos. Nadie desconoce que las reformas de Raúl, los cacareados “lineamientos”, ni han dado ni darán resultados.

A estas alturas, la mayor parte de los cubanos, como los soviéticos en la etapa final de Mijail Gorbachov, están convencidos de que el sistema no es reformable y hay que reemplazarlo.

En ese desesperado punto de la historia. Obama, por las razones equivocadas, toca la trompeta y todos piensan que es una señal de los cielos y que ha llegado la hora. Menos Raúl, Mariela y el resto de la sagrada familia, que, desesperados, salen a desmentirlo, pero nadie los cree. La percepción es más poderosa.

La normalización

Barack Obama ha comenzado la normalización de las relaciones con la dictadura cubana. Es lo que le pedía el cuerpo. En su discurso y en sus planteamientos ha ido mucho más allá de lo que se podía prever. Al fin y al cabo, como dijo en su alocución, él ni siquiera había nacido cuando el presidente John F. Kennedy decretó el embargo en 1961. Era un pleito que lo dejaba indiferente. Supongo que hasta lo aburría.

Para mí no hay duda de que se trata de un triunfo político total por parte de la dictadura cubana. En La Habana están eufóricos. Washington ha hecho una docena de concesiones unilaterales. Cuba, en cambio, se ha limitado a farfullar unas cuantas consignas.

Es verdad que Raúl Castro ha puesto en libertad a medio centenar de presos políticos y ha liberado a Alan Gross a cambio de tres espías. Pero sólo este año ha detenido a más de dos mil opositores y ha aporreado a cientos de ellos, y muy especialmente a las sufridas “Damas de Blanco”.

En realidad, Obama no había cambiado antes la política cubana por razones electorales. Ese es el factor esencial en la esfera pública. Manda su majestad la urna. Esperó al término de las  elecciones parciales de su segundo mandato –las últimas en las que participaría su partido durante su presidencia– y a que el senado entrara en receso. Entonces actuó.

Una de las pocas ventajas de ser un lame duck es que no se paga un precio electoral. Por lo menos no lo paga el presidente en funciones, aunque a lo mejor tiene que abonarlo el candidato de su partido en los comicios posteriores.

Al Gore –por ejemplo—nunca le perdonó a Bill Clinton el tipo de solución que le dio al caso del niño balsero Elián González. Perdió Florida por 536 votos –los cubanos votaron mayoritaria y furiosamente en su contra– y en ese estado se liquidaron sus sueños de llegar a la presidencia.

Previamente al discurso de Obama y a su cambio de política, The New York Times había ablandado a la opinión pública con un bombardeo de siete editoriales consecutivos en los que solicitaba lo que inmediatamente se iba a conceder.

No era la influencia de la prensa sobre la Casa Blanca. Era al revés: era la influencia de la Casa Blanca sobre la prensa para lograr objetivos políticos. En esos editoriales estaba la hoja de ruta del cambio de la política norteamericana con relación a Cuba. Ahora se entiende la campaña del NYT. No era buen periodismo. Eran buenas relaciones públicas.

Los argumentos de Obama para revertir la estrategia política seguida por una decena de presidentes republicanos y demócratas previos fueron principalmente dos: primero, no ha dado resultados, y, segundo, Estados Unidos mantiene relaciones con países como China y Vietnam. Dos dictaduras nominalmente comunistas.

En cuanto a los resultados del embargo contra el régimen cubano, no es eso lo que sostiene el gobierno de los Castro. La Habana afirma que el embargo, originado por la confiscación sin compensación de las propiedades norteamericanas en la Isla, les ha costado miles de millones de dólares.

Por otra parte, lo cierto es que, desde que Kennedy puso en marcha el embargo, esa operación de castigo, si bien no sirvió para que Cuba compensara a los legítimos propietarios, ni para derrocar al régimen, fue útil para que ningún otro país latinoamericano se atreviera a confiscar sin pago empresas norteamericanas, mientras (alegan algunos estrategas) contribuyó a que la Isla se viera obligada a reducir sus fuerzas armadas a la mitad tras la debacle soviética en 1991.

Es irrebatible que Estados Unidos tiene relaciones plenas con China y Vietnam, de donde Obama, como mucha gente, deduce que debía tener buenos vínculos con Cuba, pero la premisa es muy discutible y está basada en una visión pragmática de las relaciones internacionales en la que no intervienen los juicios morales.

Si ése es el caso, ¿por qué no tener relaciones normales con Siria si las tienen con Arabia Saudita, que es otra tiranía islámica? ¿Por qué no tratar con indiferencia al Califato (ISIS) que ha surgido en un rincón de Siria y hoy hace metástasis por todo el Oriente medio? ¿Que Siria y el califato matan y atropellan? En China y en Vietnam también matan y atropellan. En rigor, desde la perspectiva estrictamente pragmática, ¿qué le importa a Estados Unidos que los talibanes sean una banda de asesinos si los muertos ocurren en una zona alejada del mundo?

Hay una regla de oro de la ética que Obama ha olvidado: donde quiera que se pueda sostener la coherencia entre la conducta y los principios, hay que hacerlo. Uno puede entender que es sensato tener relaciones normales con China, un gigante demográfico y nuclear, porque las consecuencias de defender los principios puede llevarnos a la catástrofe. Lo mismo sucede con Arabia saudita y su maldito petróleo, pero en Cuba es diferente.

En Cuba, Estados Unidos podía evitar la disonancia moral porque la Isla, violadora pertinaz de los derechos humanos, enemiga a muerte de Estados Unidos al extremo de pedirle a la URSS el exterminio nuclear preventivo del país vecino, que ya ha vertido el 20% de su población dentro del territorio norteamericano, no tiene la menor significación demográfica o económica y era posible casar coherentemente los valores y los comportamientos.

Durante todo el siglo XX, con razón, muchos latinoamericanos criticaron a Estados Unidos por tener buenas relaciones con dictadores como Stroessner, Pinochet, Batista, Trujillo o Somoza. Entonces se decía que era una total hipocresía de Washington invocar los valores de la libertad y la democracia mientras tenía relaciones estrechas con los opresores de sus pueblos.

Como consecuencia de ese reclamo, el 11 de septiembre del 2001, mientras ardían las Torres Gemelas, se firmó en Lima la Carta Democrática de la OEA, un documento impulsado por Estados Unidos en el que se perfilaban todos los rasgos que debían tener las naciones del continente para ser consideradas, realmente, democráticas.

De cierta manera, esos eran los rasgos de la normalidad democrática. Obama, que cita el documento, acaba de traicionar su esencia. Ha normalizado las relaciones con Cuba, pero al precio de volver a la nefasta política de la indiferencia moral en América Latina. Esa disonancia es una desgracia.

La desesperada ofensiva de Raúl Castro

Raúl Castro ha desatado una desesperada ofensiva sobre Washington. Cree que en ello se juega el destino de la revolución. Le preocupa intensamente que la catástrofe venezolana acabe por eliminar o reducir drásticamente el subsidio que recibe Cuba. 

La situación es apremiante. Raúl tiene 83 años y se siente abrumado. Se ha comprometido a dejar el poder en el 2018. Para entonces habrá gobernado inútilmente durante 12 años. Ya sabe que su reforma económica no funciona. Aumenta exponencialmente el número de balseros y desertores. Nadie tiene ilusiones con sus “lineamientos”. La consigna es huir.

Cada día que pasa las auditorías que le presenta su hijo Alejandro le confirman que el magro aparato productivo estatal está en manos de tipos corruptos, incompetentes e indolentes. (En realidad el sistema los moldea de esa manera, pero todavía Raúl no lo admite). Continuar leyendo