Cuba y Estados Unidos: la lucha sigue

La tercera ronda de negociaciones entre Estados Unidos y Cuba no ha ido bien. No me extraña. Por las mismas fechas el canciller norcoreano advertía, regocijado, que Cuba y su país estaban en la misma trinchera antinorteamericana. Asimismo, Vladimir Putin daba vueltas por el vecindario con sus barquitos de guerra y le hacía carantoñas a Nicolás Maduro, ese virrey nombrado en Venezuela por Raúl Castro.

Barack Obama quería ponerle fin a 56 años de hostilidad entre su nación y la Isla como parte de su “legado”, pero está descubriendo que no es fácil. ¿Por qué? Los dos países marchan en direcciones opuestas, cada uno movido por sus percepciones y por su particular sentido de la propia misión en la historia.

La política exterior de Estados Unidos fue diseñada para proyectar y defender los valores y el modus operandi del país. La de Cuba exactamente igual, pero en sentido opuesto. Están condenados a chocar.

La inercia política y diplomática de Estados Unidos lleva a Washington a tratar de cambiar los regímenes adversarios manifiestamente hostiles. De ahí surgen las listas de naciones terroristas, las denuncias de violaciones de los derechos humanos, el respaldo a los disidentes y las transmisiones por onda corta de informaciones escamoteadas por las dictaduras enemigas.

La perspectiva cubana

Por la otra punta, las creencias y convicciones de Cuba, aunadas a las urgencias imperiales de Fidel, precipitan a sus gobernantes a tratar de destruir al adversario. Esa es la visión del Foro de Sao Paulo. A eso se dedica el circuito de los cinco países del Socialismo del Siglo XXI, la constitución de ALBA, el abrazo al Irán que apadrina Hezbolá y fabrica clandestinamente armas nucleares, y el apoyo a todos los sectores antioccidentales, incluidas las narcoguerrillas.

Fidel, que padece de ideas fijas, se lo expresó con toda claridad a su confidente y amante Celia Sánchez en una carta fechada en la Sierra Maestra en junio de 1958, mientras luchaba contra Batista: “Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ése va a ser mi destino verdadero”.

Cuba percibe al gobierno de Estados Unidos como el administrador de un sistema genocida que se alimenta del trabajo del Tercer Mundo, y que no vacila en matar a poblaciones enteras en su propio beneficio. Por eso propone que hay que exterminarlo a cualquier costo.

Sus dirigentes continúan creyendo en la desacreditada “Teoría de la Dependencia” e insisten en suscribir los errores conceptuales de Las venas abiertas de América Latina, pese a que el autor del libro se ha distanciado de sus propias hipótesis, como mucho antes ya lo había hecho el propio Fernando Henrique Cardoso, padre de la criatura, junto al chileno Enzo Faletto.   

En consecuencia, los Castro se ven a sí mismos como los heroicos cruzados de la lucha a muerte contra ese imperio asesino, y en el ardor de la batalla se abrazan con Mugabe, con Gadafi, con la siniestra familia desovada por Kim Il-Sung, con cualquiera que odie a los gringos, aunque sea un monstruo, porque a ellos mismos no les importa, a veces, ser monstruosos, como cuando fusilan a sus propios generales o matan inocentes a sabiendas. Son gajes de la guerra por la justicia universal, como diría Lenin.

Ése es el único requisito: ser antiyanquis. Los Castro no son unos teóricos pasivos dedicados a juzgar las iniquidades de Estados Unidos en las aulas universitarias. Son enemigos activos y militantes que se juegan la vida en cualquier trinchera.

Todo lo que se haga en contra de USA es legítimo. Les encanta la metáfora de David contra Goliat, mientras sostienen que su dictadura militar “es el sistema más democrático y justo del mundo”. Para evitar dolorosas disonancias, me temo que han acabado por creérselo.

La perspectiva americana

La clase dirigente norteamericana, en cambio, ve a Estados Unidos como la primera potencia del planeta, escogida por el Creador para ejercer una benéfica influencia entre todos los hombres esparciendo sus virtudes ciudadanas, dotada de un sistema económico exitoso que ha creado enormes clases medias y el mayor desarrollo tecnológico y científico de la historia, para gloria y ventaja de toda la especie.

Una nación que, por su peso y sentido de la responsabilidad, debe darles sostén a las libertades mediante su enorme y eficiente aparato militar. Maquinaria y principios –sostienen—que en el pasado les ha permitido salvar al mundo de los nazis y fascistas, y luego derrotar a los comunistas en la batalla larga y persistente de la Guerra Fría.

Dentro de ese esquema narrativo, el gobierno estadounidense, además, como “cabeza del mundo libre”, desde hace muchas décadas se ha impuesto la obligación de propagar y defender internacionalmente la democracia, la economía de mercado y la propiedad.

¿Por qué lo hace? Supone que de ello depende el mejor futuro de la humanidad, incluida la propia supervivencia del país, incapaz de prevalecer en un planeta dominado por un sistema diferente y hostil al creado por los Padres Fundadores de la patria en 1776. Y lo cierto es que, hasta ahora, le ha ido muy bien, no sólo a Estados Unidos, sino a las veinte naciones que han seguido de cerca ese modelo de gobierno.

A fin de cuentas, el siglo XX fue el de Washington y, para que siga siendo la nación hegemónica, cuenta, además de con el casi absoluto liderazgo tecnológico, con el Pentágono, la CIA, la DEA, la VOA, la NED, la AID, la OTAN, el estrecho vínculo con la Unión Europea, los recursos económicos que proporciona una sociedad inmensamente productiva, el Departamento de Estado, las 100 mejores universidades del planeta, y toda una estrategia legal, militar y propagandística que refleja esa vocación de primera potencia planetaria.

Cuba y Estados Unidos

¿Y Cuba? Obama la ve –y se equivoca parcialmente– como una pequeña, pobre e improductiva isla caribeña, gobernada por unos ancianos pintorescos, tozudos sobrevivientes del hundimiento del comunismo, arrastrados a un enfrentamiento con Washington como resultado de la Guerra Fría, que muy poco daño puede hacerle a Estados Unidos porque se trata, fatalmente, de una entidad necesariamente inofensiva.

Por eso Obama –a contrapelo de los 10 presidentes anteriores–, que no entiende a los Castro, y que ignora que entre los poderes de la Casa Blanca no está el de elegir a sus enemigos, porque el odio no lo controla el odiado sino el odiador, decretó unilateralmente el fin de las hostilidades y comenzó –creía—un proceso de reconciliación. No advirtió que el choque entre los dos países no es el producto de una comedia de errores históricos, sino el encontronazo inevitable entre dos visiones y misiones adversarias.

Para reconciliarse realmente, uno de los dos debe salir de la cancha y renunciar a la batalla por imponer su modelo político. Ninguno está dispuesto a hacerlo. La lucha, por lo tanto, sigue.

El extraño síndrome de la “benevolente simpatía superficial”

La batalla cubana se ha trasladado a la prensa. Se trata de una contracarta. Responde, sin decirlo, a un documento aparecido en el NYT en sentido contrario.

Un grupo de 40 prominentes personajes norteamericanos y cubanoamericanos, muy prestigiosos y con una larga tradición de servicio público o de relevancia en el mundo empresarial, de alguna forma vinculados al destino de Cuba, publicará una lúcida página en el Washington Post. La he leído y es muy persuasiva.

Los firmantes se oponen a la nueva política cubana de Barack Obama. Les parece un peligroso error hacerle concesiones a la dictadura sin que Raúl Castro dé pasos hacia la apertura y la democracia.

Son partidarios de lo que dicta la ley de la nación, “The Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act” de 1996, y de lo que supuestamente defendía el propio Obama hasta la víspera del  17 de diciembre pasado, cuando anunció los cambios.

Obama llevaba 18 meses conversando en secreto. ¿Qué ha conducido al presidente, con la entusiasta colaboración de su canciller John Kerry, a engañar a propios y extraños con tal de modificar la política cubana y hacer las paces con la dictadura?

En Estados Unidos hay por lo menos cinco categorías de personas que se oponen al embargo o la prohibición a los ciudadanos norteamericanos de visitar la isla vecina.

1. Las personas convencidas de que, tras más de medio siglo, la política de hostilidad ha fracasado y es preferible pasar la página, como en Vietnam o China, y suscribir la estrategia del acercamiento. O sea, declarar la paz y olvidar el pasado.

2.  Los exportadores y negociantes que ven en Cuba un mercado pequeño y pobre, pero potencialmente interesante.

3. Los libertarios que piensan, basados en sus principios, que ningún gobierno debe interferir en la libertad de los norteamericanos para viajar a donde deseen y hacer negocios con quienes quieran.

4. Los simpatizantes procomunistas –pocos, pero muy activos—presentes en publicaciones como The Nation o en numerosas universidades, generalmente antigobierno norteamericano.

5. Las víctimas del muy extendido fenómeno de la “Benevolente Simpatía Superficial” (BSS).

Estos últimos, sin ser comunistas, ven a la revolución cubana con una vaga y epidérmica simpatía, surgida del poderoso imprinting que dejó ese episodio en la memoria de medio planeta desde 1959.

Les resultan “fascinantes” aquellos jóvenes barbudos que derrotaron al ejército del dictador Batista, dirigidos por un personaje singularísimo, que hablaba ocho horas consecutivas en Naciones Unidas, se enfrentaba paladinamente a Washington, y estaba decidido a construir un mundo más justo entre los escombros de una sociedad poblada de prostitutas y dominada por los gángsters.

Ven con simpatía la figura del Che Guevara, eligiendo la imagen del rebelde que da su vida por una causa, olvidando que esa causa era crear dictaduras colectivistas sin el menor espacio para las libertades, e ignorando la monstruosa dimensión de una persona que era capaz de declarar que un buen revolucionario debía ser una implacable máquina de matar, o que le confesaba a su mujer que estaba en la selva cubana “sediento de sangre”.

En esta última categoría, la de la “benevolente simpatía superficial”, a mi juicio, sustentada en una lectura romántica, falaz y tonta de la realidad cubana, pero muy arraigada, se inscriben personas como Obama y Kerry. No son comunistas, y no desearían para su país un sistema como el que padecen los cubanos, pero observan a los Castro y a la revolución con una benevolente y superficial simpatía.

He visto a muchas personas afectadas por el síndrome de la BSS. Tal vez Manuel Fraga Iribarne, el político conservador español, lo padecía. Era visceralmente anticomunista, pero sentía una difusa atracción por Fidel. Le parecía un gallego valiente que le había plantado cara a los yanquis.

A principios de los años noventa, el presidente Carlos Salinas de Gortari convocó a una isla mexicana del Caribe a Felipe González, a César Gaviria y a Carlos Andrés Pérez –todos entonces gobernantes en sus respectivos países—a una discreta reunión con Fidel Castro.

La URSS acababa de desaparecer y con ese cataclismo se había esfumado el subsidio a la Isla. El propósito del pequeño y distendido cónclave –probablemente alentado por González– era tratar de ayudar al dictador cubano a sortear las dificultades y facilitarle el tránsito hacia otro modo de organizar la sociedad cubana.

Fidel era un enemigo ideológico del neoliberal Salinas, privatizador y cercano a Estados Unidos. Era un aliado de la ETA española a la que González se había enfrentado a tiros. Era un cómplice de las narcoguerrillas colombianas a las que Gaviria intentaba derrotar. Y nunca se había alejado de los conspiradores antidemocráticos venezolanos, como se demostró cuando Chávez apareció en el horizonte. Pero los cuatro estadistas reunidos con Castro querían salvarlo. Los dominaba la Benevolente Simpatía Superficial. Habían perdido la facultad de entender quiénes eran sus enemigos objetivos. Gravísima limitación.

Muchos años más tarde, en su exilio miamense, provocado por la persecución de Hugo Chávez, Carlos Andrés Pérez me confesó que había sido tan ingenuo que llegó a pensar que Fidel Castro era su amigo. En sus palabras había un profundo desengaño. Me dijo, en abono de su inocencia, que cuando su segunda toma de posesión, en 1989, un millar de venezolanos ilustres habían firmado una carta saludando la presencia de Castro en Caracas. Casi todos estaban hoy en la oposición o en el exilio. Sufrían, sin saberlo, de BSS.

¿Padecen Obama y Kerry del mismo mal? Sospecho que sí, aunque no hay nada más opaco y contradictorio que las motivaciones. En todo caso, parece que la BSS acompaña hasta la muerte a muchos enfermos. Sólo se curan los que chocan con la realidad.

La normalización

Barack Obama ha comenzado la normalización de las relaciones con la dictadura cubana. Es lo que le pedía el cuerpo. En su discurso y en sus planteamientos ha ido mucho más allá de lo que se podía prever. Al fin y al cabo, como dijo en su alocución, él ni siquiera había nacido cuando el presidente John F. Kennedy decretó el embargo en 1961. Era un pleito que lo dejaba indiferente. Supongo que hasta lo aburría.

Para mí no hay duda de que se trata de un triunfo político total por parte de la dictadura cubana. En La Habana están eufóricos. Washington ha hecho una docena de concesiones unilaterales. Cuba, en cambio, se ha limitado a farfullar unas cuantas consignas.

Es verdad que Raúl Castro ha puesto en libertad a medio centenar de presos políticos y ha liberado a Alan Gross a cambio de tres espías. Pero sólo este año ha detenido a más de dos mil opositores y ha aporreado a cientos de ellos, y muy especialmente a las sufridas “Damas de Blanco”.

En realidad, Obama no había cambiado antes la política cubana por razones electorales. Ese es el factor esencial en la esfera pública. Manda su majestad la urna. Esperó al término de las  elecciones parciales de su segundo mandato –las últimas en las que participaría su partido durante su presidencia– y a que el senado entrara en receso. Entonces actuó.

Una de las pocas ventajas de ser un lame duck es que no se paga un precio electoral. Por lo menos no lo paga el presidente en funciones, aunque a lo mejor tiene que abonarlo el candidato de su partido en los comicios posteriores.

Al Gore –por ejemplo—nunca le perdonó a Bill Clinton el tipo de solución que le dio al caso del niño balsero Elián González. Perdió Florida por 536 votos –los cubanos votaron mayoritaria y furiosamente en su contra– y en ese estado se liquidaron sus sueños de llegar a la presidencia.

Previamente al discurso de Obama y a su cambio de política, The New York Times había ablandado a la opinión pública con un bombardeo de siete editoriales consecutivos en los que solicitaba lo que inmediatamente se iba a conceder.

No era la influencia de la prensa sobre la Casa Blanca. Era al revés: era la influencia de la Casa Blanca sobre la prensa para lograr objetivos políticos. En esos editoriales estaba la hoja de ruta del cambio de la política norteamericana con relación a Cuba. Ahora se entiende la campaña del NYT. No era buen periodismo. Eran buenas relaciones públicas.

Los argumentos de Obama para revertir la estrategia política seguida por una decena de presidentes republicanos y demócratas previos fueron principalmente dos: primero, no ha dado resultados, y, segundo, Estados Unidos mantiene relaciones con países como China y Vietnam. Dos dictaduras nominalmente comunistas.

En cuanto a los resultados del embargo contra el régimen cubano, no es eso lo que sostiene el gobierno de los Castro. La Habana afirma que el embargo, originado por la confiscación sin compensación de las propiedades norteamericanas en la Isla, les ha costado miles de millones de dólares.

Por otra parte, lo cierto es que, desde que Kennedy puso en marcha el embargo, esa operación de castigo, si bien no sirvió para que Cuba compensara a los legítimos propietarios, ni para derrocar al régimen, fue útil para que ningún otro país latinoamericano se atreviera a confiscar sin pago empresas norteamericanas, mientras (alegan algunos estrategas) contribuyó a que la Isla se viera obligada a reducir sus fuerzas armadas a la mitad tras la debacle soviética en 1991.

Es irrebatible que Estados Unidos tiene relaciones plenas con China y Vietnam, de donde Obama, como mucha gente, deduce que debía tener buenos vínculos con Cuba, pero la premisa es muy discutible y está basada en una visión pragmática de las relaciones internacionales en la que no intervienen los juicios morales.

Si ése es el caso, ¿por qué no tener relaciones normales con Siria si las tienen con Arabia Saudita, que es otra tiranía islámica? ¿Por qué no tratar con indiferencia al Califato (ISIS) que ha surgido en un rincón de Siria y hoy hace metástasis por todo el Oriente medio? ¿Que Siria y el califato matan y atropellan? En China y en Vietnam también matan y atropellan. En rigor, desde la perspectiva estrictamente pragmática, ¿qué le importa a Estados Unidos que los talibanes sean una banda de asesinos si los muertos ocurren en una zona alejada del mundo?

Hay una regla de oro de la ética que Obama ha olvidado: donde quiera que se pueda sostener la coherencia entre la conducta y los principios, hay que hacerlo. Uno puede entender que es sensato tener relaciones normales con China, un gigante demográfico y nuclear, porque las consecuencias de defender los principios puede llevarnos a la catástrofe. Lo mismo sucede con Arabia saudita y su maldito petróleo, pero en Cuba es diferente.

En Cuba, Estados Unidos podía evitar la disonancia moral porque la Isla, violadora pertinaz de los derechos humanos, enemiga a muerte de Estados Unidos al extremo de pedirle a la URSS el exterminio nuclear preventivo del país vecino, que ya ha vertido el 20% de su población dentro del territorio norteamericano, no tiene la menor significación demográfica o económica y era posible casar coherentemente los valores y los comportamientos.

Durante todo el siglo XX, con razón, muchos latinoamericanos criticaron a Estados Unidos por tener buenas relaciones con dictadores como Stroessner, Pinochet, Batista, Trujillo o Somoza. Entonces se decía que era una total hipocresía de Washington invocar los valores de la libertad y la democracia mientras tenía relaciones estrechas con los opresores de sus pueblos.

Como consecuencia de ese reclamo, el 11 de septiembre del 2001, mientras ardían las Torres Gemelas, se firmó en Lima la Carta Democrática de la OEA, un documento impulsado por Estados Unidos en el que se perfilaban todos los rasgos que debían tener las naciones del continente para ser consideradas, realmente, democráticas.

De cierta manera, esos eran los rasgos de la normalidad democrática. Obama, que cita el documento, acaba de traicionar su esencia. Ha normalizado las relaciones con Cuba, pero al precio de volver a la nefasta política de la indiferencia moral en América Latina. Esa disonancia es una desgracia.

Las siete razones de Washington para oponerse a la reconciliación incondicional con Cuba

Un grupo de prominentes ciudadanos norteamericanos -entre los que se encuentran varios notables empresarios de origen cubano-, le ha escrito una carta pública al presidente Barack Obama solicitándole que suavice las medidas encaminadas a agravar la difícil situación económica de la dictadura comunista de los hermanos Castro.

La carta no es el resultado de una oscura maniobra de La Habana, aunque el régimen y sus servicios de inteligencia la vean con deleite porque coincide con sus intereses, sino la consecuencia de una indiscutible verdad: nadie sabe cómo acelerar desde fuera el fin de una dictadura como la cubana o la de Corea del Norte. Sus autores están convencidos de que la antigua estrategia norteamericana está equivocada.

Es un viejo debate. Quienes redactaron la carta –presumiblemente los empresarios cubanoamericanos— piensan que la estrategia de abrazar al enemigo e intentar fortalecer a la sociedad civil redundará en el debilitamiento de la tiranía.

¿Logrará su propósito esa carta? No lo creo. No debiera por las siguientes siete razones:

1.     La incoherencia tiene sus límites, más allá de los cuales hay que hablar de esquizofrenia. Washington acaba de declarar oficialmente que el gobierno cubano es terrorista y Raúl Castro le ha dado la razón enviándole a Corea del Norte armas de guerra camufladas bajo toneladas de sacos de azúcar. ¿Por qué abrazar a un régimen terrorista cuando se aprueban sanciones contra Rusia o Venezuela por comportamientos antidemocráticos?

2.     En el momento en que se divulgaba la carta de marras, el coronel Alejandro Castro Espín, hijo del dictador Raúl Castro, firmaba un acuerdo de cooperación en Moscú con los servicios de inteligencia de Putin. Luego pasó por La Habana el Jefe del Estado Mayor del ejército chino, presumiblemente a formalizar una gestión parecida. En el pasado, Fidel Castro, en Teherán, había advertido que todos juntos podían poner de rodillas al enemigo imperialista.

3.     Según afirma Raúl Castro, una y otra vez, y reiteran sus más altos funcionarios, las “reformas” económicas tienen como fin perfeccionar la dictadura comunista de partido único. ¿Por qué Estados Unidos debe cooperar con una vieja y fallida tiranía que intenta superar las dificultades y consolidarse en su peor momento económico y psicológico, cuando toda la estructura de poder en la Isla sabe que el marxismo-leninismo es un fracaso?

4.     El régimen cubano es un enemigo tenaz y permanente de Estados Unidos. Sus líderes están convencidos de que todo lo malo que sucede en el planeta es culpa de Washington. No se cansan de decirlo. En el pasado, La Habana pactó con la URSS y hasta pidió el bombardeo atómico preventivo durante la Crisis de los Misiles. Hoy Cuba se pone de acuerdo con Irán, Corea del Norte, Rusia y los países del llamado Socialismo del Siglo XXI para perjudicar a sus vecinos. ¿Tiene sentido un trato benevolente con semejante gobierno?

5.     Existe, también, el ángulo ético. Durante todo el siglo XX, con razón, Estados Unidos fue acusado de indiferencia moral por el buen trato que le daba a dictaduras como la de Trujillo, los Somoza, Batista o Stroessner. Ahora está en el lado correcto de la historia. En Cuba se violan los derechos humanos brutalmente. El año pasado se duplicaron las detenciones a los disidentes. Los cubanos no tienen acceso a Internet. A las tres horas de haber aparecido 14ymedio, el diario digital de Yoani Sánchez, bloquearon la señal dentro de Cuba. Estados Unidos no debe volver a la indiferencia moral que tanto afectó la buena imagen del país.

6.     Hay que tomar en cuenta la razón electoral. La Casa Blanca debe escuchar a los legisladores cubanoamericanos y no necesariamente a los empresarios. De alguna manera, expresan el sentir mayoritario de los cubanos radicados en USA. El importante senador demócrata Bob Menéndez, los senadores republicanos Marco Rubio y Ted Cruz, los congresistas demócratas Albio Sires y Joe García, y los congresistas republicanos Ileana Ros y Mario Díaz Balart, discrepan en muchas cosas, pero están de acuerdo en mantener una política de firmeza frente a la dictadura.

7.     El objetivo de Estados Unidos debe ser que en Cuba se instaure una democracia plural y próspera que deje de expulsar a sus ciudadanos hacia el vecino del norte, con la cual desarrollar unas relaciones respetuosas y normales. El sentido común indica que eso no se logra ayudando a la tiranía de Raúl Castro en medio de una crisis.

Siete razones para oponerse a la reelección presidencial

Rafael Correa casi seguramente intente reelegirse como presidente de Ecuador. Sostiene la supersticiosa fantasía de que es imprescindible. Es uno de los síntomas del narcisismo. Mientras más tiempo pase en Carondelet más sufrirá su imagen. Es inevitable. Ésa es una mala idea.

Pero peor fue la de Daniel Ortega en Nicaragua, quien manipuló la Constitución y el parlamento hasta hacer posible la reelección perpetua. Seguramente imitaba al venezolano Hugo Chávez, quien en 1998 juraba que sólo ocuparía el poder durante un periodo, pero cambió la reglas y se casó con Miraflores hasta que la muerte lo alejó de la poltrona, 14 años más tarde.

La reelección trae más inconvenientes que ventajas, aunque la ejerzan buenos gobernantes como el brasileño Fernando Henrique Cardoso o el costarricense Oscar Arias, dos políticos democráticos que también modificaron las normas. El primero para mantenerse en el poder y el segundo para regresar a la casa de Gobierno.

La reelección ni siquiera es aconsejable en periodos alternos, como hoy sucede con Michele Bachelet y ocurrió en el pasado con Alan García, pese a su segunda magnífica presidencia. Tampoco es útil en Estados Unidos, con sus dos gobiernos consecutivos. No tiene mucho sentido mandar pensando y actuando en función de las próximas elecciones.

Hay varias razones para desaconsejar esa práctica en los sistemas presidencialistas. Se me ocurren, al menos, siete importantes:

1.     Obstruye el reemplazo generacional, la competencia entre líderes y la circulación de las élites.

2.     Refuerza el caudillismo en detrimento de las instituciones.

3.     Cuando se prolonga el mandato, el caudillo se va rodeando de cortesanos que lo halagan y confunden en busca de privilegios.

4.     Fomenta un tipo de nociva relación mercantilista entre el poder económico y el político. Se retroalimentan mutuamente. Facilita la corrupción.

5.     Los errores tienden a reiterarse por el conocido Einstellung Effect. No solemos hacer las cosas porque estén bien o mal, sino porque primero la hicimos de determinada manera y el cerebro es una máquina que aprende y repite los comportamientos.

6.     Los viejos gobiernos se quedan sin ideas, se van fosilizando, se resisten a las reformas y segregan burocracias calcificadas, cada vez más incompetentes.

7.     La no reelección refuerza la noción de que lo conveniente es seguir planes de gobierno a largo plazo, pensando en el país y no en periodos cortos. Se llega al poder a medio camino y se entrega a medio camino porque es un viaje que no puede o debe llegar a ninguna parte. Es una obra continua en la que el presidente es sólo un factor transitorio limitado por la ley.

Si no hay reelección, ¿cuál es el periodo ideal? A mi juicio, la fórmula mexicana es la más indicada. Seis años y adiós muy buenas. Se podrá argumentar que el PRI, que gobernó 70 años con más pena que gloria, no es el mejor ejemplo, pues sustituyó al caudillo por el partido, reiterando casi todos los defectos señalados, pero probablemente hubiera sido peor un gobernante que diez, como sucedió durante los 35 años que previamente mandó Porfirio Díaz. Por eso en 1910 Francisco Madero inició la Revolución enarbolando una sabia consigna: “Sufragio efectivo y no reelección”.

En todo caso, hay un vínculo muy estrecho entre los valores que existen en la sociedad y el resultado de la obra de gobierno. Los políticos no surgen en el vacío. Son parte de la misma tribu de donde salen los ingenieros, los curas, los soldados o los vendedores de corbatas. No son peores. Si los países escandinavos son los mejor gobernados del planeta, no es por las cuestiones formales sino por las virtudes que prevalecen en esas sociedades.

Tal vez el complemento ideal para esos gobiernos presidencialistas de un solo período, es la recuperación de una institución jurídica excelente, proveniente de la tradición romana: el Juicio de Residencia. De manera automática, sin que mediara acusación formal, todo gobernante saliente debía someterse a una gran auditoría pública de la que podían derivarse consecuencias penales. Si había mandado bien, se le honraba. Si había violado la ley, se le castigaba.

Tras pasar por el Juicio de Residencia muy pocos querían volver al poder. Incluso los buenos. Estupendo.

El asesinato de la reputación de un país

Hay un componente de la guerra psicológica llamado “asesinato de la reputación”. Tiene sus reglas y sus estrategas. El mayor de los expertos en estos crímenes morales fue el alemán comunista Willi Münzenberg. En gran medida, las naciones, como las personas, viven de la imagen que proyectan. Exactamente por eso existen fórmulas para destrozar la reputación de ciertas gentes y de ciertos países. Hay enemigos interesados en destruirlos. Es un arma muy antigua perfeccionada durante la Guerra Fría. Israel es víctima constante de estos ataques concertados a su reputación. Es parte de la permanente ofensiva de sus enemigos. Veamos la última batalla.

La American Studies Association (ASA) le ha declarado un boicot a las instituciones educativas israelíes. Se trata de una organización menor de académicos norteamericanos interesados en la cultura de Estados Unidos. Inmediatamente, le han salido al paso las poderosas Asociación de Universidades Americanas y la Asociación Americana de Profesores Universitarios.

Estas dos grandes agrupaciones han hecho algo éticamente correcto, pero han picado el anzuelo. Quienes están detrás de este intento de asesinato de la reputación israelí buscaban exactamente eso: colocar el foco del debate sobre un cúmulo de falsedades para conseguir desacreditar totalmente a su adversario.

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