Un legado preocupante

El tiempo pasa y con él se van enfriando hasta las emociones más fuertes. ¿Cómo veremos dentro de diez años esta etapa del kirchnerismo que ya está llegando a su fin? ¿Qué diremos de nosotros mismos cuando contemplemos esta época desde otra perspectiva?

En un par de años solamente, el fanatismo de quienes han sabido lucrar con la “epopeya” kirchnerista desaparecerá y no habrá seguramente demasiado que confiesen haber sido adeptos de este gobierno. Las remeras del Nestornauta serán una suerte de reliquia y la pregunta de “¿vos no eras de La Campora?”, la negaran tres veces y cantará el gallo. No sería extraño que con el mismo fervor con el que vitorearon a Cristina, termine siendo denostada en un futuro no muy lejano.

Ni hablar de quienes han estado dirigiendo esta relato, al igual que hicieron otros en el pasado, darán la espalda a su anterior benefactor al grito de “muerto el rey, viva el rey”. Ni las fotos con los jerarcas del viejo régimen los harán confesar su pecado de antaño. ¿O acaso queda algún menemista? Tampoco quedarán kirchneristas.

¿Y qué diremos los demás? Los que nos mantuvimos al margen de la locura, pero vimos con nuestros propios ojos como se desperdiciaba una oportunidad única de ser un gran país. Seguiremos hablando de aquel “Argentina potencia”, rememorando los tiempos en los que éramos el mejor alumno de América Latina… ¿seremos junto con Venezuela el peor en diez años? Nuestros ojos mirarán a nuestros hermanos latinoamericanos, que alguna vez supieron vernos como un ejemplo y envidiarán su pasado y su porvenir.

La mayoría veremos con horror la locura en la que estuvimos envueltos. No podremos creer que durante doce años nos gobernaron un grupo de prepotentes que socavaron hasta los cimientos de la república. Y diremos con consternación: “Pero la gente los votó”. Esta etapa será la prueba más contundente de que una democracia sin república es como manejar por la cornisa: un descuido y nos fuimos para abajo.

Pero yo creo que sobre todo nos lamentaremos por el cambio cultural que este Gobierno ha impreso en la Argentina. Nos hemos convertido en un país donde el trabajo no es un valor, donde la gente se ha acostumbrado, todavía más que antes, a esperar del Estado lo que tiene que venir de su propio esfuerzo. Pero también fue la década de los derechos, de aquellos que reclamaban para sí, sin darse cuenta que lo que unos reciben alguien lo tiene que dar. Con el latiguillo de que se le sacaba a los grupos concentrados para darle a la gente, todo era válido. Se fomentó más que nunca la falsa idea de que los recursos públicos son infinitos. Todo es para todos. Todo fue para todos. Pero al final no fue para nadie, porque no había recursos ni para empezar a distribuir.

También se ha generado una división en nuestro país. Se ha empujado todas las situaciones a resolverse con un conflicto: patria o buitres, Clarín o Cristina… son innumerables las contraposiciones que nos han acostumbrado a los argentinos a pensar que en todo hay una batalla: uno gana y otro pierde. La realidad no es un juego de suma cero, no se trata de que uno gane y otro pierda, sino de pensar cómo hacemos para ganar todos. Se habló mucho de redistribución, pero poco de generación. Porque si no se piensa cómo hacer para generar la riqueza, lo que se redistribuye es la pobreza, práctica que han llevado adelante tanto Venezuela como Cuba. El foco siempre estuvo en sacarle a otros en lugar de buscar la forma de que haya más para todos.

A fuerza de mentiras, el kirchnerismo logró convencer a muchos de cosas que son absurdas fantasías. La inflación no viene de la excesiva emisión, sino de malvados grupos concentrados que quieren ver sufrir a la gente. Y tal vez, muchas de estas mentiras perduren varias décadas en el imaginario popular. Es que es más fácil pensar que los problemas los produce una entidad maligna, a esforzarse por entender las verdaderas causas.

En diez años, mientras esté tomando un café con un amigo, evocaré con asombro esta “década ganada”. Recordaré lo cerca que estuvimos de perder nuestra república. Y espero también, que dentro de diez años también pueda decir con alivio “por suerte, los que vinieron después se encargaron de que la república siga existiendo”. Pero no tengo la misma esperanza con el cambio cultural que sufrió nuestro país. Tal vez dentro de diez años, ese mismo café de por medio, me esté quejando de que nuestros valores han cambiado y que todavía, a pesar de los esfuerzos hechos, no los hemos recuperado.

La negativa política

Dicen quienes están hoy en las filas del Gobierno que durante esta década ha vuelto, gracias a ellos, a surgir la militancia, cuando en realidad no hemos visto más que la fuerza de un aparato clientelista de magnitudes desconocidas en la Argentina. Esta forma de llevar adelante la cosa pública le ha hecho mucho daño a la política en sí misma y deja una herencia terrible que necesitamos revertir.

Hemos caído, sin darnos cuenta tal vez, en una política enfocada en las personas y no en las ideas: por eso han surgido con tanta fuerza los personalismos y se han disuelto los movimiento. Los referentes hoy son personas solitarias, ya no hay ideas, ya no hay un partido. A estos últimos les ha tocado la suerte de convertirse en meros vehículos electorales. Por supuesto que los “movimientos” basados en el clientelismo no cuentan: son sólo mercenarios que trabajan para quien pague por sus servicios.

La política es buena, es necesaria, porque es justamente en ese terreno en donde se define cómo vamos a vivir los argentinos. Nuestro país tiene problemas y el debate de esas soluciones se da justamente en la política. Pero entre otras cosas, se define también en este terreno, quién tendrá el poder.

El debate de ideas, en este contexto, se torna imprescindible. Hemos perdido por completo este hábito y con él la capacidad de encontrar solución a muchos de los problemas que hoy agobian a nuestro país. El debate de ideas encierra en sí mismo una premisa: la solución más creativa no necesariamente está en una sola persona o grupo de personas. Esto último es casi una herejía en el paradigma político actual, donde todo emana de la absoluta certeza del fanatismo. Hoy hay un combate entre enemigos. Los unos de un lado, los otros del otro y un ataque permanente. Nuestros diarios se han convertido en una tribuna local desde donde se abuchea a los de enfrente. Y esto, lo digo y estoy seguro que casi todos lo comparten, no contribuye en nada a construir el país en el que queremos vivir.

Pero es natural, porque estamos viviendo una época en el que hay enemigos y no adversarios. Porque los enemigos combaten entre ellos, mientras que los adversarios luchan por una idea. Y es justamente de esta lucha entre adversarios que la sociedad se nutre para decidir cuál es la mejor solución a los problemas que hay, para optar por el país en el que quiere vivir.

Estas reflexiones son necesarias: que todos los que pensamos distinto nos juntemos en una mesa a escucharnos y discutir es la forma más segura de llegar a entender un problema y por lo tanto a plantear las soluciones más inteligentes. La demostración empírica de que este sano intercambio no existe es el hecho de que la Argentina tenga problemas casi endémicos, fáciles de solucionar, pero que siguen golpeándonos como si fueran nuevos. La marginalidad y el desempleo son dos de esas cuestiones: no se ha esbozado siquiera un principio de solución porque no hay nadie que se ocupe de pensar en esos temas y ambos se siguen atacando desde una perspectiva eminentemente económica, como una cuestión colateral de la marcha general de la economía. Claro, es lo más fácil y lo que requiere menos esfuerzo.

Pero hay una razón para esto: la política ha perdido su vocación de hacerse desde las ideas. Hoy quienes llegan a ocupar cargos electivos o incluso políticos dentro de la administración, carecen de ideas y ni siquiera se fijan en ellas. La política parece haberse convertido en un camino más para hacer negocios: la corrupción siempre existió, pero hoy hay personas que se acercan a la política  con el único objetivo de amasar una fortuna. Hoy la corrupción no es el pecado de  un idealista o la tentación del que piensa el futuro de nuestro país, es la razón por la que muchos se han volcado al servicio de la cosa pública.

Entre todas las cosas que habrá que reconstruir cuando este gobierno se extinga, es justamente la concepción de la política la más importante, porque si no empezamos por ahí, la historia se seguirá repitiendo. El kirchnerismo se ha alzado con el monopolio de todo, porque se ha creído un movimiento profético, cuando se comportó en realidad como una asociación con fines muy concretos. Nos han querido convencer que gracias a ellos volvió a surgir la política en la argentina, cuando en realidad han profundizado un paradigma donde llega más alto quien mejor sabe operar: por eso se ha basado tanto en construir poderosos mecanismos de inteligencia.

La política es una tierra arrasada, otra más que ha dejado atrás este gobierno, otro aspecto más que necesitamos reconstruir los argentinos. Para eso tenemos que empezar a entender que la política es la discusión de las ideas, el debate y sobre todo, el saber que el otro puede tener la solución que yo no encuentro, la inteligencia que me falta. Pero es también una cuestión cultural, el argentino por su naturaleza desprecia lo que piensa el otro, se cree un genio: claro que en soledad nuestra voz es la del hombre brillante, pero entre muchas otras se torna sólo una idea más y eso nos aterra. Tenemos que perderle el miedo al pensamiento del otro, porque no es muestra de debilidad el apreciar la capacidad de los demás, sino más bien el gesto de la más grande fortaleza.

Todos los argentinos tenemos el deber de volver a construir la política, de volver a armar este espacio de ideas donde se define el país en el que vamos a vivir. Si no lo hacemos, seguiremos improvisando al ritmo de las tragedias y terminaremos viviendo en el país que nunca quisimos tener.

Los héroes de la república

Llamamos héroes a aquellos que con sus acciones han contribuido a nuestra sociedad. Claro que cada sociedad tiene su concepción del heroísmo, incluso podemos horrorizarnos de muchos héroes de otros tiempos o modelos sociales: un delator era un héroe en la U.R.S.S., hoy no nos atreveríamos a llamar así al que con su delación envió a su semejante a un campo de trabajo forzado a Siberia. El héroe es muchas veces el que ayuda a reforzar y dar continuidad a determinada realidad o régimen, de aquí la obsesión de ponerle a tantas calles y lugares el nombre de algún presidente recientemente fallecido. Más allá de eso, el heroísmo sólo puede ser entendido dentro de un contexto específico: en la Alemania Nazi era heroico oponerse al antisemitismo, hoy es casi una obviedad.

En los albores de nuestra nación, héroes fueron todos aquellos que empuñaron la espada para liberar el territorio nacional de la ocupación española. Durante los gobiernos de facto, fueron héroes quienes buscaron el regreso de la democracia, quienes lucharon por los derechos humanos. Paradójicamente, algunos de ellos han tomado hoy un lugar dudoso en nuestra sociedad.

A los héroes se los recuerda, se los homenajea, se los aprecia, porque hicieron en algún momento un gran esfuerzo para que todos los que estamos aquí hoy podamos vivir en la forma en que vivimos. Pero entre ellos son los mártires los que merecen nuestro mayor respeto, porque han dado su vida para construir un sueño.

La Iglesia Católica ha sabido muy bien en toda su historia comprender el heroísmo y rendirle tributo: los santos no son otra cosa que los héroes de la Iglesia. Santos son aquellos que han llevado el mensaje de Jesús de Nazareth a todos los rincones de la tierra; son aquellos que han muerto por su fe, porque con esa muerte han contribuido a sostenerla; son aquellos que con su vida pueden inspirar a los otros cristianos a llevar una vida ejemplar, una vida según los mandamientos de la iglesia.

Así como los santos dan nombre a templos, congregaciones y otra serie de cosas en la iglesia católica, los héroes de un país dan nombre a las calles y plazas, además de tener monumentos en su honor. Por eso, gran parte de las calles de nuestras ciudades llevan el nombre de los militares de la primera hora de nuestro país, así como también de aquellos que han gestado nuestra nación. Últimamente se ha querido reemplazar el nombre de Roca en todos los lugares en los que fuera posible y lo mismo sucede con Colón, signos claros de la concepción del heroísmo que se desarrolló en esta última década.

Para sobrevivir, nuestra república también necesita héroes, personas que busquen algo más que su beneficio. No pido entrega absoluta, porque son muy pocos los que tienen esa capacidad, sólo necesitamos personas que le teman a la historia. Como aquel famoso “que la historia me juzgue”, que independientemente de la afinidad que uno tenga, denota una conciencia que va más allá de los próximos cinco minutos, una mirada de largo plazo que generalmente nos faltó.

Estos héroes de la república combaten sobre todo los atropellos de un poder sobre el otro, se rebelan contra el gobernante de turno que quiere acaparar para sí todas las áreas del Estado. Y por extensión combaten la corrupción, sobre todo la corrupción grosera. Se enfrentan al narcotráfico y lo denuncian sin temor. Todos estos héroes de la república ponen en riesgo su vida, porque es posible que terminen como mártires: y lo saben. Pero pueden ver más allá, pueden entender que con su potencial sacrificio están construyendo una república para el futuro, para que todos los que vengan luego puedan ver garantizados sus derechos y puedan vivir en una Argentina en paz.

No son personas extraordinarias, son personas como nosotros. Pero un día algo les sucedió, algo les cambió la vida y decidieron actuar. Desde su lugar han decidido hacer la diferencia y se han arrojado a su epopeya. Madres que han perdido a sus hijos por la droga, jueces que no temen enjuiciar a los corruptos, fiscales que no temen investigar y denunciar, periodistas que no se callan. Lo único extraordinario de estas personas es su coraje.

Yo no sé qué paso con el fiscal Nisman, deberá determinarlo la autoridad competente. Tengo enquistada la idea de que perdió su vida por denunciar a las altas esferas del poder, por descubrir una trama escabrosa. Y si mi impresión es correcta, entonces este fiscal se ha convertido en un mártir de nuestra República. Y si queremos que estos héroes sigan surgiendo y ejerciendo estas acciones republicanas, entonces tenemos que honrarlos. Me indigna escuchar a quienes se refieren con desdén a la denuncia que presentó el fiscal. Me indigna porque independientemente de que fuera cierta o no, su vida se derramó por esa denuncia. Lo menos que merece alguien que murió por defender aquello que él consideraba la verdad es respeto, el respetuoso silencio de aquellos que cobardemente se esconden tras las comodidades del poder.

El gen del autoritarismo

El atropello es, en esencia, una cualidad intrínseca de cualquier autoritarismo. Porque quien atropella al otro también lo ignora. Está tan centrado en sus ideas y pensamientos que se termina olvidando que existen los demás. Pero sobre todo le quita valor al otro, no considera que tenga algo importante o interesante para decir, al punto que en muchos casos el otro se torna un enemigo por el solo hecho de interponerse, aunque con razón, a sus objetivos.

Quien atropella tiene además cierto grado de fanatismo y la absurda convicción de que es mejor que los demás y que por lo tanto tiene derecho a ese atropello. Con el tiempo, ese derecho a pasarle por encima al otro le termina abriendo las puertas a ese otro derecho, tan brutal y peligroso, que es el de creer que los adversarios no deben existir. La lógica del monopolio.

Es lógico que uno crea que está en lo cierto y que quiera convencer a los demás que tiene la razón. Incluso es esperable que las personas muy seguras de sí mismas se expresen como si hablaran con la verdad. Esos son sólo rasgos de carácter, pero el problema es cuando se cruza la línea de las convicciones para pasar a la necesidad de la desaparición de los oponentes.

El atropello se nos hace evidente cuando lo ejecutan los poderosos y sobre todo cuando se oprime a un gran número de personas. Tendemos a asombrarnos de las atrocidades que han cometido algunos personajes de la historia, pero no nos aterramos ante ínfimas actitudes de autoritarismo: pareciera que la importancia de las cosas está en su dimensión y no en su esencia. Lo cierto es que el daño que una determinada actitud causa es una cuestión circunstancial: una recepcionista corrupta, un ingeniero civil corrupto y un diputado corrupto son, en esencia, lo mismo, pero las circunstancias hacen que la dimensión del mal que causan sea distinta. Sin embargo, si la recepcionista deviene en diputado entonces podrá causar un daño mayor.

Incluso después de varios gobiernos de facto, desde el seno de la democracia, el kirchnerismo ha logrado imponer un autoritarismo que ha causado mucho daño a las instituciones y a la cultura democrática de nuestro país. ¿Cómo es esto posible?

Yo creo que los argentinos llevamos un gen, lo tiene nuestra cultura y por lo tanto se ve en todos los planos de nuestra vida, incluido el plano político. Es el gen del autoritarismo, que fue el que posibilitó en el pasado los gobiernos de facto y las guerrillas de izquierda, ambos con los mismos métodos, pero alguna idea distinta. Es el mismo gen que nos llevó a votar un proyecto de país que prácticamente desde sus comienzos ha demostrado su vocación por las prácticas antidemocráticas. Porque si el gobierno no ocultó en ningún momento esta vocación, porque no lo ha hecho, es porque sabe que la gente no desaprueba sus métodos. Pareciera que nadie se asusta en nuestro país porque se atropelle a las instituciones democráticas.

Pero ese gen, que es el que nos condena a vivir en una democracia que no termina de madurar, se puede ver en la calle, en las actitudes nuestras de cada día. Quien decide violar una norma de tránsito lo hace ciertamente con la convicción de que tiene derecho a hacerlo, sino sería un caso patológico. Lo hace porque cree que lo que él piensa vale más que las normas y que las normas no son para él. El que viola una norma de tránsito lleva el gen del autoritarismo. Es el mismo gen que en otras circunstancias le haría creer que lo que piensa vale más que la independencia de los tres poderes. Quien escucha música a un volumen alto cree que su música vale más que tranquilidad de los demás y asume que todos quieren escuchar la música que él escucha: en el peor de los casos ni siquiera le importa si molesta o no a los demás. En otro contexto cortaría una avenida para realizar su reclamo. Sin ir más lejos, el delincuente también tiene la convicción de que sus necesidades valen más que los derechos de los demás.

Es ese gen del autoritarismo, el que nos lleva a atropellar a los demás, el que crea este entorno tan frágil desde el punto de vista institucional. En otros países donde se respetan las instituciones, donde han aprendido que importa más el derecho que la fuerza, la gente respeta las normas de tránsito y no molesta a los demás con sus ruidos. Pero nosotros, en lugar de indignarnos por esas actitudes, muchas veces las celebramos como un acto de viveza o de “alegría”, cuando en realidad no es más que un grupo de gente que decide atropellar a los demás porque cree que sus derechos son más importantes. Es el gen del autoritarismo en acción. Es el mismo gen que no nos ha permitido indignarnos cuando el Kirchnerismo cruzaba una y otra vez la línea, cuando atacaba a las instituciones y socavaba la democracia. En países con una mayor tradición y valores democráticos, en un país que tiene el gen de la república y no el gen del autoritarismo, este gobierno no hubiera sido viable.

Con esto no quiero caer en decir que “lo de afuera es mejor”, porque no lo es. Pero en lo que se refiere a comportamiento democrático y respeto a las instituciones y a los derechos de los demás, ciertamente nos queda mucho por aprender. Tal vez esta década de ataques a la República nos sirva para aprender que el autoritarismo, por más que sea votado por la mayoría, sólo trae la decadencia de la vida social y económica de un país.

La izquierda como atraso

Allá por los 70 el mundo hablaba en dialecto comunista. No se podía ser un intelectual sin ser de izquierda y todo el mundo estaba enamorado de esos regímenes que mostraban el paraíso del proletariado, mientras en su seno ocultaban las mayores brutalidades. Pero la realidad es más fuerte que el relato y la llamada izquierda, afín a la doctrina marxista, ha visto su fin allá por el 89, cuando caía el muro de Berlín. Sólo algunos países sobreviven bajo el rótulo del comunismo, que demostró su evidente fracaso. Sin embargo, sólo unos muy pocos son realmente fieles a esa doctrina, el resto son sólo un sistema totalitario, una tiranía sin color ni contenido.

En el mundo entero esas ideas han desaparecido, porque quedó demostrado que las cosas estaban cambiando y la gran mayoría de los países desarrollados entendieron por fin que nada podía pasar por el marxismo. Y así fue como el rojo, excepto en algunos reductos, se vio extinto en pocos años.

Pero en Argentina, tal vez sea por esa sistemática negación que tenemos al futuro, hoy hay todavía personas que sueñan con ideas de izquierda. Tal vez la culpa de esto la tenga el hecho de que en muchas universidades públicas todavía existen docentes aferrados a esas entelequias del pasado: nunca tuvieron que salir del claustro a conocer la realidad y por eso seguramente el marxismo les resulta seductor.

Hoy la izquierda representa el mayor de los atrasos, es la mirada al pasado y el resentimiento del paraíso perdido. Y con todo eso sobre sus hombros sale a buscar la revancha. Hoy tenemos un ministro de Economía que aplica recetas de izquierda: porque la izquierda, por su propia naturaleza, niega la libertad a las personas. Tanto afán por mejorar la vida de las personas los convierte en jueces y mesías. En su obsesión transforman sus buenas intenciones de un mundo mejor en una epopeya totalitaria: los demás tenemos que recibir ese mundo mejor por las buenas o por las malas. De ahí surgió el terrorismo que implementó la izquierda en el pasado.

Y el actual gobierno, que parece nutrirse de la izquierda, todo lo quiere controlar, en todo quiere inmiscuirse. La Unión Soviética cayó por una sola razón: la pérdida de eficiencia. Todo costaba mucho más, porque un control tras otro sólo hacen que crezcan las burocracias. Así, uno termina haciendo y diez controlando. Por eso las personas en los sistemas comunistas vivían en la pobreza: hay muy poca gente trabajando y por lo tanto escasean los bienes y servicios.

Cuando estaba haciendo mi maestría, en el curso de macroeconomía nuestro profesor dijo una vez que “las economías pueden ser más o menos planificadas, pero siguen siendo lo mismo”. Porque no hay una economía de izquierda y otra economía de derecha, sólo que la izquierda quiere digitar todo. Y así es como empiezan a surgir los problemas. Pero la poca creatividad de los que se conciben a sí mismos como “progresistas” sólo sabe solucionar los problemas con controles. Y si algo no funciona, entonces se necesitan más controles. Así bajó el dólar, con controles. Pero el problema persiste, sólo que explotará por otro lado o bien se difiere su explosión en el tiempo.

En la Unión Soviética, cuando las cosas estaban mal, se intentaba suplantar la realidad con el relato, de ahí la persecución que realizaba el régimen para con todos aquellos que intentaban mostrar lo que sucedía. El comunismo totalitario también creía que a fuerza propaganda se podía transformar la realidad.

Es que la izquierda, más que una ideología, más que una doctrina, ha demostrado ser una colección de métodos para transformar las cosas, métodos regidos por los principios del control y la propaganda. Lo sé, todos los totalitarismos tienen esos métodos, lo que sólo quiere decir que la izquierda no es más que otro totalitarismo: las ideas se convirtieron sólo en la forma en que se justifican las aberraciones.

En nuestro país también se aproxima la caída del muro. Pronto este experimento que fue el Kirchnerismo verá su fin. Pero mientras en la Argentina haya personas que sigan teniendo fe en que la izquierda es un camino viable para nuestro país, entonces corremos el riesgo de volver a caer en este error.

Yo no creo que el Kirchnerimos tenga ideología, simplemente ha sabido leer en la sociedad un anhelo que los 90 ayudaron a construir: más Estado y más izquierda, para contrarrestar el saqueo que se hizo bajo la falsa bandera del neoliberalismo. El Kirchnerismo, que nació bajo el rótulo del peronismo, encontró en la izquierda la justificación para todo lo que vendría después de la 125, punto de inflexión en el discurso del gobierno. Pero eso fue lo que hizo que personajes que han estado siempre en espacios de izquierda se hayan puesto al servicio del poder: les vino bien el viraje ideológico.

Pero ciertamente todo esto fue posible porque en la Argentina no tenemos esa aversión por la izquierda que tienen otros países. Todavía creemos que más Estado y más control todo lo pueden: es ese totalitarismo que parece inspirarnos como país. Este proceso concluirá y nuestro actual ministro de Economía, con todas sus metodologías soviéticas también se irá. Pero más importante que su conclusión es que no se vuelva a repetir en la historia de nuestro país un nuevo experimento como este, que a fuerza de fanatismo nos hizo perder una década que podría haber sido verdaderamente ganada.

Tiempo de dejar creer en los mitos

Durante esta última veintena de años, y no sólo en la Argentina, las compañías automotrices han hecho lobby para que todos nosotros, los ciudadanos, pongamos plata de nuestro bolsillo para garantizar su subsistencia. No directamente, claro, pero la infinita bondad con la que son tratadas estas compañías por el Estado se financia con dinero que todos nosotros aportamos a través de nuestro trabajo diario.

Es un lobby del que torpemente se hacen eco sindicatos y políticos, incluso los medios y la sociedad en general. Es un lobby que engaña, que a fuerza de falacias consigue lo que casi ninguna empresa logra en el mundo: que el Estado transforme su negocio inviable en uno viable.

Todos entran en pánico cuando una automotriz amenaza con cerrar o con suspender a sus trabajadores. Los sindicatos inmediatamente corren detrás de la fuente de trabajo: absurdo y anacrónico eufemismo para referirse a su ignorancia para proponer soluciones que garanticen un trabajo digno a todos y que se pueda sostener en el tiempo. Porque lo importante no es que la fuente de trabajo no se destruya, sino que haya trabajo para todos.

Tal vez por sostener una fuente de trabajo no se está permitiendo que las mismas se multipliquen. Un ejemplo concreto: ¿qué genera más trabajo, mil pesos gastados en un restaurante o mil pesos gastados en un auto? En el primer caso se trata de una actividad de mano de obra intensiva, en el segundo, la mayor parte del dinero se termina gastando en materia prima y energía. Porque si bien el auto se construye con trabajo, cuestan más la materia prima y la energía utilizadas que los salarios. Pero la pereza intelectual de los sindicatos no les permite hacer este balance y se arrojan sobre la fuente de trabajo que se pierde, en lugar de concentrarse en la fuente de trabajo que se podría generar. Siempre los ojos puestos en el hoy y nunca en el futuro.

Desde el gobierno inmediatamente se les presta ayuda -subsidios, financiación, exenciones y facilidades- para que puedan seguir generando un producto que la gente quiere a toda costa: los argentinos parecieran estar más enamorados de sus autos que de sus mujeres. Se piensa en la pérdida para la economía y entonces se incurre en una pérdida aún mayor, para evitar aquella que era menor. Así absurdo como suena, así sucede. Si la gente no compra autos, porque no puede, entonces gastará su dinero en otra cosa, por lo que aquello que no absorbe la industria automotriz, lo absorberá otra industria.

Pero nadie se da cuenta de esto. Parece que si la gente no gasta su dinero en comprar un auto, entonces prenden fuego los billetes. Si desaparecen las automotrices, entonces otro sector se encargara de dinamizar la economía y de contribuir a su desarrollo. No es necesario que todos los ciudadanos “ayudemos” a estas gigantescas empresas para que sigan desarrollando su lucrativa actividad a costa nuestra.

Con el tiempo algunos negocios que se consideraban genuinos han pasado a ser odiados por todos. Pensemos en el tráfico de esclavos: en algún momento se dejaron de comerciar esclavos. A nadie se le ocurrió continuar con este negocio porque se iban a perder fuentes de trabajo o porque la economía iba a perder dinamismo. Lo mismo sucede con las tabacaleras: nadie en su sano juicio diría que hay que fomentar el consumo de tabaco para que no se pierdan fuentes de trabajo de la industria tabacalera. Y por último, nadie aceptaría reducir las normativas con respecto al cuidado del medioambiente que tienen que respetar las petroleras (las pocas que tienen y que cumplen), sólo para dinamizar la economía.

Ninguna nación cayó porque el tráfico de esclavos se terminó, ninguna economía quebró porque disminuye el consumo de tabaco. Pero parece que el mundo se va a hundir si se fabrican menos autos. Este mito lo han creado las propias automotrices, sobre todo los ejecutivos de las mismas, para salvar sus trabajos y sus salarios.

La industria automotriz es además un problema para la salud de nuestro planeta. Incentivarla implica directamente incrementar la contaminación y por lo tanto atentar contra nuestro nivel de vida. La sociedad ha desacreditado ya a las tabacaleras y a las petroleras. Pronto será el turno de las automotrices. ¿Llegará el día en que también les haremos juicio por los problemas respiratorios y la disminución en la esperanza de vida que nos causan sus productos? Hoy la Ciudad de Buenos Aires, según la Organización Mundial de la Salud, registra niveles de contaminación que son perjudiciales para la salud. Sabiendo esto,  ¿quién quiere ahora que haya más autos circulando? ¿Quién quiere que con nuestro dinero se financie la contaminación de nuestro aire y la consecuente reducción de nuestros años de vida?

Los tiempos de nuestra ignorancia, aquellos en los que veíamos la contaminación y creíamos que era un signo de progreso, ya se terminaron. La industria automotriz no es la única forma de dinamizar la economía y tampoco es la única que genera puestos de trabajo. No sólo eso, los productos de la industria automotriz contaminan nuestro aire y disminuyen nuestra calidad de vida. Pero todo esto lo ignoran los principales actores de nuestra escena nacional, e incluso del mundo entero (recordemos que varios países han rescatado a GM de la quiebra). Es hora de que dejemos de creer en estos mitos de las automotrices.

La aporofobia en la Ciudad de Buenos Aires

La modernidad trae nuevas problemáticas y con ellas viene también la expansión del lenguaje. Hoy el mundo, que ha reaccionado oportunamente contra las atrocidades de los estados-nación en el siglo pasado, ha combatido el racismo y en menor medida la xenofobia. Pero los temores del hombre hoy se dirigen hacia otros sujetos y es así como nace el término “aporofobia”, que no es otra cosa que el miedo a los pobres. Un neologismo que todavía no ha encontrado su lugar en el Diccionario de la Real Academia, pero que le pone nombre a un naciente problema de nuestro tiempo y en particular de nuestra Ciudad de Buenos Aires.

En un país como Argentina hablar de xenofobia o racismo puede resultar absurdo. En primer lugar porque somos un pueblo que se construyó desde la inmigración, a tal punto que es imposible hacer referencia a la idea de “nación argentina” sin hablar de los barcos que han traído a los inmigrantes, aquellos que después de la guerra poblaron este suelo con sus sueños y esperanzas. En segundo lugar en nuestro país no existen guetos que se hayan sostenido en el tiempo, más allá de la necesaria aglomeración de los recién llegados, como por ejemplo la de los griegos en el barrio de Pompeya.

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