Por: Christian Joanidis
La modernidad trae nuevas problemáticas y con ellas viene también la expansión del lenguaje. Hoy el mundo, que ha reaccionado oportunamente contra las atrocidades de los estados-nación en el siglo pasado, ha combatido el racismo y en menor medida la xenofobia. Pero los temores del hombre hoy se dirigen hacia otros sujetos y es así como nace el término “aporofobia”, que no es otra cosa que el miedo a los pobres. Un neologismo que todavía no ha encontrado su lugar en el Diccionario de la Real Academia, pero que le pone nombre a un naciente problema de nuestro tiempo y en particular de nuestra Ciudad de Buenos Aires.
En un país como Argentina hablar de xenofobia o racismo puede resultar absurdo. En primer lugar porque somos un pueblo que se construyó desde la inmigración, a tal punto que es imposible hacer referencia a la idea de “nación argentina” sin hablar de los barcos que han traído a los inmigrantes, aquellos que después de la guerra poblaron este suelo con sus sueños y esperanzas. En segundo lugar en nuestro país no existen guetos que se hayan sostenido en el tiempo, más allá de la necesaria aglomeración de los recién llegados, como por ejemplo la de los griegos en el barrio de Pompeya.
Esto último se debe a que la Argentina es un país que tiene una gran capacidad de integración para con los inmigrantes y los argentiniza, haciendo que sientan que éste es su hogar, no tratándolos como ciudadanos de segunda, sino como iguales. Los argentinos podemos enorgullecernos de ser una nación abierta a la inmigración, aunque persistan algunas aisladas expresiones de xenofobia.
A pesar de lo dicho, es válido preguntarse si no existe en Argentina una gran resistencia a la inmigración de los países vecinos. ¿Acaso no hay una serie de términos peyorativos que han nacido desde la animadversión hacia quienes vienen de las tierras vecinas, sobre todo del norte, por poner un ejemplo? Sí, es verdad. Pero un análisis más profundo nos permite ver que en realidad el problema no es el racismo o la xenofobia, sino más bien el temor por aquellos que son más pobres.
Se suele apelar a frases como “vienen a sacarle el trabajo a los argentinos” o bien “viene acá a robar y vender droga”. Frases que demuestran a las claras que el problema no es con la inmigración, sino con un determinado tipo de inmigración: con la de los que menos tienen. El pobre no tiene lo que yo tengo y es esa diferencia la que lo convierte en una amenaza para mí, porque se subestiman sus capacidades para conseguir lo mismo que yo y por lo tanto se concluye, falsamente, que entonces buscará obtenerlo a la fuerza: sacándome el trabajo o a través de actividades ilícitas.
Y a este temor se le suman naturalmente toda una serie de razones que lo justifican y convierten en una cuestión “de piel”, porque en la Argentina y en particular en la Ciudad de Buenos Aires, pareciera que los pobres no nos gustan. No nos gusta su estilo de vida, que seguramente no tiene mucho que ver con el de quienes no lo somos, no entendemos sus valores y ellos tampoco entienden los nuestros: nos cuesta comprender por qué hacen lo que hacen. Pero esta falta de mutua comprensión, esta distancia que podemos decir que nace del hecho de la diferencia, no sería un problema si no fuera porque somos un país que se entiende desde los antagonismos.
Nuestra historia, y sobre todo estos últimos años, han profundizado el paradigma de los antagonismos y en esta concepción la distancia no es algo que hay que acortar, sino algo que hay que acrecentar. Porque los unos no sólo se sienten distintos de los otros, sino que además refuerzan esa idea de distinción. Pareciera que esto está en la naturaleza de nuestras sociedades modernas, que según estudios de la economía, las personas están dispuestas a pagar para segregarse, para estar con aquellos que son similares. Sin embargo, en la Argentina, esta idea ha llevado a la división y se termina aplicando a todos los aspectos de nuestra vida social.
Y así es como nace esta aporofobia, donde los unos no sólo nos comprendemos distintos a los otros, sino que nos vemos como enemigos irreconciliables condenados a una suerte de paradigma militar, en donde se busca la destrucción total de este enemigo: porque no se ve otro camino, “es ellos o nosotros”. Esta destrucción, claro está, no se da en el terreno de los hechos, pero sí en el de las ideas y las concepciones, que son en definitiva las que terminan influyendo en nuestro actuar. Y esta distancia, cuando se amplía demasiado, crea marginalidad. Y la marginalidad crea resentimiento y se dice que justamente es este resentimiento el que engendra la violencia que vemos a menudo en los hechos de inseguridad.
Las fobias no son procesos consientes e intencionales, sino que surgen desde lo irracional: el temor no siempre tiene un fundamento, aunque luego se lo justifique. Y si existe todavía alguna duda sobre la existencia de la aporofobia en la Ciudad de Buenos Aires, basta con empezar a escucharnos hablar, con empezar a ver la ciudad: porque cuando las cosas tienen nombre, entonces empiezan a existir para nosotros. Y es posible que quienes lean estas líneas ahora vean con otros ojos la realidad y entonces detecten más ejemplos de aporofobia de los que yo he mencionado en este artículo.