Por: Christian Joanidis
El atropello es, en esencia, una cualidad intrínseca de cualquier autoritarismo. Porque quien atropella al otro también lo ignora. Está tan centrado en sus ideas y pensamientos que se termina olvidando que existen los demás. Pero sobre todo le quita valor al otro, no considera que tenga algo importante o interesante para decir, al punto que en muchos casos el otro se torna un enemigo por el solo hecho de interponerse, aunque con razón, a sus objetivos.
Quien atropella tiene además cierto grado de fanatismo y la absurda convicción de que es mejor que los demás y que por lo tanto tiene derecho a ese atropello. Con el tiempo, ese derecho a pasarle por encima al otro le termina abriendo las puertas a ese otro derecho, tan brutal y peligroso, que es el de creer que los adversarios no deben existir. La lógica del monopolio.
Es lógico que uno crea que está en lo cierto y que quiera convencer a los demás que tiene la razón. Incluso es esperable que las personas muy seguras de sí mismas se expresen como si hablaran con la verdad. Esos son sólo rasgos de carácter, pero el problema es cuando se cruza la línea de las convicciones para pasar a la necesidad de la desaparición de los oponentes.
El atropello se nos hace evidente cuando lo ejecutan los poderosos y sobre todo cuando se oprime a un gran número de personas. Tendemos a asombrarnos de las atrocidades que han cometido algunos personajes de la historia, pero no nos aterramos ante ínfimas actitudes de autoritarismo: pareciera que la importancia de las cosas está en su dimensión y no en su esencia. Lo cierto es que el daño que una determinada actitud causa es una cuestión circunstancial: una recepcionista corrupta, un ingeniero civil corrupto y un diputado corrupto son, en esencia, lo mismo, pero las circunstancias hacen que la dimensión del mal que causan sea distinta. Sin embargo, si la recepcionista deviene en diputado entonces podrá causar un daño mayor.
Incluso después de varios gobiernos de facto, desde el seno de la democracia, el kirchnerismo ha logrado imponer un autoritarismo que ha causado mucho daño a las instituciones y a la cultura democrática de nuestro país. ¿Cómo es esto posible?
Yo creo que los argentinos llevamos un gen, lo tiene nuestra cultura y por lo tanto se ve en todos los planos de nuestra vida, incluido el plano político. Es el gen del autoritarismo, que fue el que posibilitó en el pasado los gobiernos de facto y las guerrillas de izquierda, ambos con los mismos métodos, pero alguna idea distinta. Es el mismo gen que nos llevó a votar un proyecto de país que prácticamente desde sus comienzos ha demostrado su vocación por las prácticas antidemocráticas. Porque si el gobierno no ocultó en ningún momento esta vocación, porque no lo ha hecho, es porque sabe que la gente no desaprueba sus métodos. Pareciera que nadie se asusta en nuestro país porque se atropelle a las instituciones democráticas.
Pero ese gen, que es el que nos condena a vivir en una democracia que no termina de madurar, se puede ver en la calle, en las actitudes nuestras de cada día. Quien decide violar una norma de tránsito lo hace ciertamente con la convicción de que tiene derecho a hacerlo, sino sería un caso patológico. Lo hace porque cree que lo que él piensa vale más que las normas y que las normas no son para él. El que viola una norma de tránsito lleva el gen del autoritarismo. Es el mismo gen que en otras circunstancias le haría creer que lo que piensa vale más que la independencia de los tres poderes. Quien escucha música a un volumen alto cree que su música vale más que tranquilidad de los demás y asume que todos quieren escuchar la música que él escucha: en el peor de los casos ni siquiera le importa si molesta o no a los demás. En otro contexto cortaría una avenida para realizar su reclamo. Sin ir más lejos, el delincuente también tiene la convicción de que sus necesidades valen más que los derechos de los demás.
Es ese gen del autoritarismo, el que nos lleva a atropellar a los demás, el que crea este entorno tan frágil desde el punto de vista institucional. En otros países donde se respetan las instituciones, donde han aprendido que importa más el derecho que la fuerza, la gente respeta las normas de tránsito y no molesta a los demás con sus ruidos. Pero nosotros, en lugar de indignarnos por esas actitudes, muchas veces las celebramos como un acto de viveza o de “alegría”, cuando en realidad no es más que un grupo de gente que decide atropellar a los demás porque cree que sus derechos son más importantes. Es el gen del autoritarismo en acción. Es el mismo gen que no nos ha permitido indignarnos cuando el Kirchnerismo cruzaba una y otra vez la línea, cuando atacaba a las instituciones y socavaba la democracia. En países con una mayor tradición y valores democráticos, en un país que tiene el gen de la república y no el gen del autoritarismo, este gobierno no hubiera sido viable.
Con esto no quiero caer en decir que “lo de afuera es mejor”, porque no lo es. Pero en lo que se refiere a comportamiento democrático y respeto a las instituciones y a los derechos de los demás, ciertamente nos queda mucho por aprender. Tal vez esta década de ataques a la República nos sirva para aprender que el autoritarismo, por más que sea votado por la mayoría, sólo trae la decadencia de la vida social y económica de un país.