Sorprendente encuestra sobre paz y política

Si a los colombianos les preguntaran si quieren que la guerra continúe, con toda seguridad la inmensa mayoría respondería con un no contundente. Demasiado sufrimiento se ha vivido como para desear más violencia propiciada por los grupos armados ilegales.

Cabe la especulación ya que con motivo del tercer año de su mandato, el presidente Santos dio muestras de desespero ante las críticas, se dejó sacar de quicio y planteó que un eventual rechazo en un referendo a un acuerdo de paz con las FARC significaría que “el pueblo colombiano desea que la guerra prosiga”.

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El presidente Santos pierde los controles

Es francamente desconcertante la pasividad del gobierno ante la fuerte ofensiva que en todos los planos adelantan las FARC. En La Habana lo que el país ha visto es una delegación oficial que peca por su silencio y su falta de valor para defender las instituciones y la democracia colombiana. Siempre han estado a la defensiva, tratando de frenar, inútilmente, el desbordamiento verbal y propositivo de los delegados de la guerrilla que exhiben total iniciativa en todos los temas tratados.

Humberto de la Calle y compañía dan la impresión de ser incapaces de tomar las riendas del proceso y explicar ante el mundo y la nación el por qué las guerrillas deben ceñirse al libreto acordado, respetar las reglas del juego, dar muestras de respeto a sus víctimas y de su compromiso para abandonar el camino de las armas. En torno a esos asuntos es mucho lo que se puede argumentar y, además, insistir ante la opinión internacional en el anacronismo de una guerrilla contra una democracia y del peligro de validar el terrorismo como método de lucha.

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La aburrida actuación de las FARC en La Habana

En La Habana las FARC han ejecutado con lujo de detalles el libreto de una aburrida obra teatral cuya trama consiste en jugar con las expectativas de paz de los colombianos. Dicha obra siempre comienza con un reconocimiento retórico sobre la importancia del diálogo para buscar “la salida negociada al conflicto armado”. El nombre de la paz, manipulado con adjetivos, sirve de bandera para sostener que ella “es mejor que seguir matándonos”, como si los colombianos se estuvieran matando a diestra y siniestra en una guerra civil.

Los agentes del establecimiento, llenos de buena fe y algo de torpeza, han aceptado de buena gana y con gran candor la invitación a hacer parte del elenco en cuatro ocasiones en las que con leves cambios de escenografía y diálogos, concluyen en rotundo fracaso.

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Colombia: ¿quién tiene las llaves de la paz?

Si es verdad que el presidente Santos llamó al presidente impostor de Venezuela, Nicolás Maduro, para informarle que iba a recibir al jefe de la oposición, Henrique Capriles, estamos ante una clara abdicación de soberanía. Mucho se ha especulado acerca de si la movida de Santos obedecía a un cálculo, algo así como una apuesta para ver qué tipo de reacción tomaba Maduro o más bien una cosa ideada con el fin de demostrar independencia y zafarse de la tutela del vecino en las negociaciones de La Habana con las FARC, y ganar puntos en la contienda presidencial ya en marcha en el país. Sea lo que fuere, es inaceptable que en las relaciones internacionales se proceda como jugando al póker. La política exterior debe llevarse con más seriedad y obedeciendo a criterios muy pensados y de largo aliento.

Si hubo la llamada, eso da para pensar que el acuerdo Chávez-Santos de Santa Marta tuvo un significado mucho mayor que el que sirvió a Santos para declarar a Chávez su nuevo mejor amigo. Haciendo memoria fue exagerado lo que cedió nuestro primer mandatario en aquella histórica cita. Primero, echó en saco roto los justos reclamos por la presencia de bases y líderes farianos en territorio venezolano con aquiescencia del gobierno y sus fuerzas militares. Segundo, Colombia deshizo el trato que tenía con los Estados Unidos para el reforzamiento y modernización de bases militares colombianas, proyecto que había levantado ampollas del gobierno chavista. ¿Todo a cambio de qué? De convertirlo en facilitador de un proceso de paz incierto y sin compromisos serios de parte de la guerrilla para abandonar la lucha armada. De manera que no solo cedimos en materias sensibles de seguridad y de equilibrio estratégico, sino que se abrió el espacio para que Chávez se convirtiera, nuevamente, en factor clave en la resolución de la violencia colombiana, se entrometiera en nuestros asuntos y chantajeara con el retiro de su apoyo ante el más mínimo incidente.

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Destape reelectoral

Enrique Santos, apenas iniciándose las conversaciones en La Habana, advirtió sobre la necesidad de reelegir a su hermano para concluir las conversaciones de paz con un acuerdo. Aunque en la alborada de estas polémicas negociaciones se invitó desde Palacio de Nariño a no hacer política con ellas, es el mismo presidente el que la ha hecho a las anchas. En los últimos días utilizó de forma burda la canonización de la Madre Laura y su entrevista con el Papa Francisco para sumar apoyos al proceso. De manera que la propuesta de reelección de sus políticas y el montaje del equipo de campaña hay que entenderlo como el destape de sus aspiraciones. Es clara la interdependencia funcional entre reelección y proceso de paz. El presidente nos ha confirmado que buscó la paz para reelegirse y que se quiere reelegir para alcanzar la paz.

¿Qué se puede decir del equipo que va a preparar su campaña? Casi todos utilizaron a Uribe como escalera para llegar a donde no hubieran podido hacerlo por sus propios medios y méritos. Ni siquiera el mismísimo presidente Santos, ostentando una carrera de logros ministeriales y periodísticos, amén de su pertenencia al clan político más poderoso del país, habría ganado la presidencia sin el apoyo franco, abierto y temerario de Álvaro Uribe, quien dejó claro en febrero de 2010 que ése era el hombre llamado a continuar su obra.

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