En La Habana las FARC han ejecutado con lujo de detalles el libreto de una aburrida obra teatral cuya trama consiste en jugar con las expectativas de paz de los colombianos. Dicha obra siempre comienza con un reconocimiento retórico sobre la importancia del diálogo para buscar “la salida negociada al conflicto armado”. El nombre de la paz, manipulado con adjetivos, sirve de bandera para sostener que ella “es mejor que seguir matándonos”, como si los colombianos se estuvieran matando a diestra y siniestra en una guerra civil.
Los agentes del establecimiento, llenos de buena fe y algo de torpeza, han aceptado de buena gana y con gran candor la invitación a hacer parte del elenco en cuatro ocasiones en las que con leves cambios de escenografía y diálogos, concluyen en rotundo fracaso.
El segundo acto del drama, el más largo, pues dura meses y hasta años, consiste en una decodificación semántica que le agrega nuevos sentidos a las palabras paz, diálogo, democracia y justicia, entre otras. El discurso inicial cede el campo a todo aquello que no se contemplaba. Las guerrillas han demostrado, en las cinco escenificaciones, una gran habilidad para posar de representantes del pueblo, que sus propuestas deben ser atendidas y realizadas, que la entrega de armas nunca tendrá lugar, que están en igualdad de condiciones con el Estado, que no son victimarios sino víctimas, que no van a pagar un solo día de cárcel, que no van a reparar a nadie ni mucho menos pedirán perdón. Y, la tapa, que el Estado debe ser reformado profundamente -algo así como el propósito de “refundar la patria” de políticos y paramilitares en Ralito- por medio de una asamblea constituyente. En la tribuna no faltan los que aplauden la tragicomedia, los que dicen que no nos debemos sorprender con lo que plantean y que es mejor que hablen con ideas en vez de con las armas.
El final es el esperado por defecto, las partes se levantan de la mesa, cada cual le achaca las culpas al otro. La guerrilla, como siempre, dirá que no fue escuchada, que el régimen oligárquico los quería humillar. El saldo, a pesar de lo dicho por Santos, es de desazón pública ante la nueva pérdida de la esperanza en la paz. El presidente no podrá reelegirse ni ser premiado con el Nobel de la Paz.
No obstante, las improductivas conversaciones de paz en La Habana dan señales de agonía. Desde Oslo, Iván Márquez dio señales de que irían más allá del documento inicial. Muchos advertimos que ahí cabía toda la Agenda Nacional. Con el paso de los días han subido el volumen de sus aspiraciones y exigencias. ¿Por qué lo hacen? Amén de todas las explicaciones que se escuchan en los medios hay una muy poderosa: las FARC no olvidan que hacen parte del proyecto de la revolución chavista-bolivariana que pretende implantar el socialismo del siglo XXI. Por eso no entregan armas ni renuncian a la lucha armada.
En La Habana están realizando el congreso que no pudieron celebrar en los diez años anteriores por el acoso de las tropas oficiales. Completan ocho meses hablándole al país y al mundo. Han copado los primeros lugares de la coyuntura política, son noticia a toda hora y mantienen la iniciativa sobre el equipo gubernamental. Han sabido sacar partido del afán oficial para abrirle paso a la reelección de Juan Manuel Santos.
Con mucha astucia y nuevas vestimentas, la facción más política de las FARC se niega a reconocer el fracaso de la vía armada. Siguen pensando que son el pueblo en armas, magnifican su poder para formular exigencias que no se compadecen con su debilitamiento estratégico, insisten en su culto a las armas. En este momento son los que dan al traste con la esperanza de paz negociada, de modo que el historiador Marco Palacios se debe tragar lo que le dijo al diario El País de España apenas se iniciaban las conversaciones en el sentido de que “no había una fuerza en Colombia capaz de hacer fracasar la paz”. Las FARC le tapan la boca.
A más de un columnista dejan mal parado con sus desorbitadas propuestas. Al presidente Santos le tumbaron hace rato el llamado a los colombianos de que había “que creerles”. No sé si haya que esperar un ataque militar horrible para que dirigentes partidistas nacionales dejen de decirnos pendejadas en las que pocos creemos como que “estamos más cerca de la paz que nunca antes”, como dijo el ex presidente Cesar Gaviria.
En el colmo de la ingenuidad no faltan los que les escriben a los jefes farianos de La Habana para que moderen su lenguaje para evitar que los “enemigos de la paz” y la “extrema derecha” se salgan con la suya, como quien dice, las FARC no son los enemigos de la paz ni son extremistas. Pero, se preguntarán los lectores de estas reflexiones: ¿qué están buscando las FARC en la mesa de La Habana? Pienso que tratan de crear una situación en la que puedan participar del juego electoral a través de movimientos del tipo marcha patriótica sin dejación de armas y poner de esa forma contra las cuerdas al Gobierno. Le están cobrando duro a Santos el reconocimiento que les hizo como contraparte y su premura reelectoral. Mantienen vigente su sueño de convertir a Colombia en piedra angular del proyecto chavo-socialista. Pero, y quizás aquí puede estar la clave de toda su estrategia: o les aceptan sus demandas sobre el Estado y el régimen político y aspiraciones de impunidad u obligan al gobierno, con provocaciones, a tomar la decisión de pararse de la mesa y quedar como responsable del fracaso. En esta apuesta es que se puede decir con alto grado de certeza que sí hay quinto malo.