La falacia del empate militar

Darío Acevedo Carmona

Una de las afirmaciones más socorridas sobre la lucha del Estado colombiano y las guerrillas es aquella que sostiene que la confrontación se estancó en una situación de empate militar. Según esta visión, el Estado no pudo derrotar a las fuerzas insurgentes y estas tampoco pudieron hacerlo con aquel. De allí se concluye que lo procedente es negociar, y no de cualquier forma sino de igual a igual.

Quienes defienden tal punto de vista se ahorran el análisis del desarrollo de la pugna en diferentes coyunturas, por ejemplo, si las condiciones fueron iguales durante o en el pos-Frente Nacional, en auge de la Revolución cubana, con el entrelazamiento del narcotráfico, con el derrumbe del comunismo, etcétera.

La premisa que sirve de fundamento a la hipótesis del empate militar es insuficiente por sí sola, pues deja de lado otros factores como la correlación militar de fuerzas, el nivel de aceptación o de rechazo alcanzado por los grupos que intentaron tomar el control del Estado, el control de territorio, el grado de legitimidad, el reconocimiento o el rechazo de la comunidad internacional, entre otros.

El mejor ejemplo de una situación de empate militar en una guerra civil es el de las dos Coreas, que, en 1953, al cabo de tres años de fieros combates, firmaron un armisticio; las dos fuerzas fueron separadas por el paralelo 38 y cada cual fue reconocida por la Organización de las Naciones Unidas como un Estado diferente.

No es lo que hemos vivido en Colombia, ni siquiera en los momentos de mayor auge militar de las guerrillas, aunque, al parecer, es lo que pretenden los jefes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) al aprovechar las dádivas del Gobierno, la vanidad del presidente Juan Manuel Santos por pasar a la historia como el pacificador del país y la ingenuidad derivada de la conciencia de culpa que destila la política oficial de negociación.

El ex fiscal Eduardo Montealegre dio las puntadas más preclaras de tal desatino. Violando el campo de sus funciones, se apresuró, el 23 de septiembre de 2015, luego del estrechón de manos Santos-Timoshenko-Raúl Castro, a usar los medios y hacer una intervención nacional cual si fuese el Presidente para darles a las FARC la condición de alta parte contratante y declarar que los acuerdos de La Habana adquirían la condición de tratado internacional, con fuerza de ley constitucional, sin necesidad de consulta a la población ni control del Congreso de la República ni de la Corte Constitucional. Preso de una euforia sin límites, afirmó que los jefes guerrilleros quedaban exentos de todo proceso de enjuiciamiento por delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra.

Hasta ahora el presidente Santos no ha desmentido ese punto de vista, tampoco desautorizó a Montealegre cuando se reafirmó en su atrevimiento, días antes de dejar el cargo.

La igualación jurídico-estatal con la que sueñan la comandancia guerrillera y sus escribanos del frente civil carece de asidero legal y de la venia de la opinión pública. Las fuerzas guerrilleras no controlan ni ejercen poder permanente en territorios habitados, sus operaciones militares tienen el rasgo inequívoco de terrorismo y la opinión pública siempre les ha sido mayoritariamente adversa.

Si echamos un vistazo al momento en que el presidente Santos decidió dar un giro de 180 grados a la política de la seguridad democrática impulsada por su antecesor y por él mismo cuando ocupó el Ministerio de Defensa, encontramos un cuadro de debilitamiento estratégico de esos grupos.

Hacia fines de 2010, como consecuencia de las operaciones militares de la fuerza pública, la situación de las guerrillas era deplorable: muerte de su comandante, altos jefes dados de baja, deserción en gran escala, operaciones demoledoras contras frentes y unidades especiales, pérdida de la confianza en las propias fuerzas en razón de las infiltraciones y los bombardeos, y ruptura de las comunicaciones. El retroceso se reflejó en su retorno a las operaciones de guerra de guerrillas que se suponía cosa del pasado. La baja del Mono Jojoy y del nuevo comandante de las FARC, Alfonso Cano, las dejó en una situación desesperada, sus jefes huyendo o instalados en Venezuela y en Ecuador.

En el campo internacional tampoco tenían las cosas a su favor. Profundamente desprestigiadas por sus acciones contra la población civil, fueron declaradas terroristas por Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá y otras instancias.

De manera que, para entablar negociaciones, no era necesario otorgarles, como en efecto se les reconoció, la calidad de contraparte del Estado.

El asunto da para reflexiones más hondas y detenidas sobre la claudicación oficial. Dejemos, a manera de inquietud, si se justifica, en nombre de una paz cada vez más parecida a un armisticio, poner en juego la agenda nacional y en grave peligro la separación de poderes, la Constitución, la Justicia, la fortaleza del Ejército, amén de la grave división de la sociedad, la amenaza de nuevas violencias, la no reparación de las víctimas, etcétera.

No se buscaba el arrasamiento total o el aniquilamiento de las guerrillas. El consenso de los diversos Gobiernos giraba en torno a la máxima de Alfonso López Michelsen: “derrotarlas militarmente para obligarlas a negociar bajo las condiciones del Estado”, nada que ver con tierra arrasada y tampoco con resucitar a las guerrillas y empoderarlas como si hubiesen ganado o empatado “la guerra”.