Al buscar una explicación sobre el proceder del presidente Juan Manuel Santos en el proceso de paz, sus actitudes y sus respuestas frente a las críticas de sus opositores y el malestar de la opinión pública, me preguntaba si era torpeza, perversión, insensibilidad, ingenuidad, incapacidad, terquedad, vanidad o todas las anteriores. Cualquiera de ellas preocupa en cabeza de un jefe de Estado.
Para representar la metodología utilizada por el mandatario, no encuentro metáfora más apropiada que la tragedia del rey Midas, a quien el dios Dionisio le dio el poder de convertir en oro todo lo que tocaba con las manos, incluso, para su maldición, los alimentos. Sólo que habría que aplicársela al presidente Santos en sentido inverso, en vez de oro, todo lo que toca lo destroza y lo convierte en escoria (para evitar sustantivos desagradables). En cada acto o medida que toma produce un desastre peor que el anterior. El efecto es fatal, pues no bien las gentes se sorprenden con una metida de patas sobreviene otra y otra y otra, de tal forma que quedan en el olvido las anteriores.
El presidente Santos se lamenta de las “duras” críticas de sus “enemigos”, a veces se le va la lengua y a veces se torna zalamero, se hace el inocente o la víctima, el incomprendido, como si lo que estuviéramos discutiendo en el país fuese un asunto de tres pesos. El Presidente da la impresión de ser sordo al clamor de los ciudadanos preocupados por tantas noticias malas. Es necesario, entonces, ir al núcleo de la táctica que utiliza para proseguir, sin alterarse, en su empeño de firmar a cualquier costo y a como dé lugar un acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Sus estropicios se asimilan a eslabones de una cadena sin fin en la que cada uno va quedando bajo el otro. Vean ustedes, estimados lectores, cómo empezó todo y por obra y gracia de esa serie indefinida nos vamos olvidando de la trayectoria de este desastre. Primero, cambió la doctrina de la seguridad democrática por la de una negociación sin exigencias a las guerrillas. Siguió con la declaratoria de nuevo “mejor amiguis” al sátrapa Hugo Chávez, cuyo gobierno fue solidario y protector de las guerrillas. De ahí en adelante y con una opinión favorable de más del 70%, se mantuvo feliz, sin prever las consecuencias de su viraje de 180 grados. Convirtió a las FARC en contraparte del Estado, fijó una agenda de negociación diciendo que no tocaría los temas centrales del país ni la Constitución ni las Fuerzas Armadas ni la Justicia. Sostuvo que habría penas de cárcel para responsables de crímenes atroces, entrega de armas y que consultaría a la ciudadanía.
Afirmó que la negociación tomaría unos meses, aceptó su realización en Cuba, cuyo gobierno dictatorial apoya a los grupos armados irregulares. Designó a Venezuela como garante del proceso, anunció a Colombia y al mundo entero la inminencia de la paz, renegó de una guerra inútil de cincuenta años al coincidir con el pensamiento de los jefes guerrilleros. Anunció que el final del conflicto, al que le puso fecha, sería el comienzo del grandioso salto de la economía colombiana.
Y así, en medio del estupor de quienes esperaban de él lealtad con el legado recibido y de la desconfianza y la decepción crecientes de la opinión pública que escucha a diario las prepotentes declaraciones de los comandantes rojos rojitos (ya quieren el Parque Natural de la Macarena como uno de los territorios despejados).
No es una exageración pensar que la situación es en extremo delicada, ¿de qué otra forma llamar a un estado de cosas en que el país, llevado a rastras por un presidente errático, terco y sordo a la voz de alerta de la ciudadanía, aceptó pisotear la Constitución al firmar la sección capitulante de la jurisdicción especial de paz que estaría por encima de las cortes y de nuestras leyes, conformada con intervención de los victimarios, con poder de revisar todo lo actuado por los jueces colombianos y de vincular a militares y a todos aquellos que “tuvieron que ver con el conflicto directa o indirectamente”? Es decir, la sociedad civil al estrado con jueces nombrados por los jefes guerrilleros.
Y lo que acaba de hacer aprobar en el Congreso: la castración de la función legislativa de este órgano del poder público y el otorgamiento a Santos de poderes especiales, figura que en sí misma es riesgosa y que, en manos de un Midas inverso, nada bueno puede depararnos.
De mes en mes, ya vamos en cuatro años de una agenda restringida. Tenemos al país redefiniendo todo en La Habana y según el querer de las FARC de “refundar el Estado”, cero cárcel y elegibilidad política para responsables de delitos atroces. ¡Cuán lejos se oye el eco de estas palabras de Santos: “Tranquilos, que si esto fracasa, nada malo pasará”!
La tragedia de Midas terminó cuando Dionisio le dijo que, para librarse del mal que lo estaba matando de hambre, debía bañarse en el río Pactolo. El problema de Santos es que, al parecer, no quiere bañarse en ningún río y prefiere atragantarse de escoria.