No sólo estamos en presencia de la más grave crisis de los gobiernos del socialismo del siglo XXI, sino ante la demostración más palmaria del espíritu antidemocrático de los gobernantes y los partidos ligados estrechamente al Foro de San Pablo.
Lo que sucede en cualquier país medianamente acostumbrado a las lides y las tendencias democráticas, vale decir, la alternancia en el poder, el respeto a la vigencia de la separación de poderes, la no manipulación de los períodos presidenciales y la libertad de prensa, en los países del ALBA y en otros del continente que se identifican o solidarizan con ese modelo, es objeto de políticas arbitrarias que afectan tales valores.
Sobre Cuba, según el último congreso de los dinosaurios comunistas, quedamos notificados: se mantendrá la ominosa dictadura de los Castro, sin señales de ninguna apertura, excepto la que, por la ruina de su improductivo sistema y para paliar el desastre económico, se vio obligada, con su acercamiento al odiado enemigo, el imperialismo yanqui, al que le echan la culpa de todos sus males y sus fracasos.
En casi todos los demás países, la democracia no es que haya sido debilitada, sino, francamente, demolida sin piedad y sin que el mundo libre se preocupe por los estropicios de personajes como Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Rafael Correa y Evo Morales, que han forzado las Constituciones para extender indefinidamente sus mandatos y niegan cualquier posibilidad de alternancia, porque decidieron que por fuera de su proyecto nada es admisible.
Se comportan como dictadores con los medios, los cierran, los acosan, bloquean el acceso al papel periódico o chantajean con cuotas publicitarias y hacen esfuerzos para ideologizar a las Fuerzas Armadas y al sistema educativo.
En el colmo del cinismo, característico de toda dictadura, culpan del desastre de sus experimentos populistas al imperialismo, a las multinacionales, a los capitalistas, a la derecha, a la extrema derecha, a los medios, pues son incapaces de reconocer que son pésimos en la administración del Estado, la economía y las políticas públicas.
En Venezuela, Maduro y Diosdado Cabello, luego de su estruendosa derrota electoral, convirtieron el Tribunal Supremo de Justica en apéndice totalmente obsecuente con el régimen al nombrar de manera irregular a magistrados de su movimiento, que hacen total mayoría para bloquear todas las iniciativas de una Asamblea Nacional expresión de la voluntad directa de los electores.
En Brasil, el ex presidente Lula da Silva se ve envuelto en un escándalo de corrupción que involucra a su hijo y se extiende a la presidente Dilma Rousseff. Su Partido de los Trabajadores, trece años en el poder, no es ajeno a la rapiña. En Venezuela y en Brasil, las izquierdas acríticas y solidarias con sus líderes quieren hacer ver que se trata de un golpe de Estado propiciado por fuerzas oscuras y reaccionarias. Se niegan a reconocer sus pecados capitales, porque creen que la izquierda es pura, inmaculada y ajena a la corrupción.
Un año atrás, esas izquierdas aplaudieron el Congreso de Guatemala por haber sometido a juicio y depuesto al Presidente corrupto. Ahí sí se justificaba, pues ese Presidente era de la derecha y esta tendencia es, según su visión binaria de la moral, propensa a la corrupción. Ni a Daniel Ortega ni a Rafael Correa ni a Evo Morales ni a sus leales seguidores se les ocurrió tachar de antidemocrático que un congreso legítimo pudiera llamar a cuentas a un Presidente corrupto.
Por supuesto, cuando el procesado es de sus filas, en vez de responder por los delitos imputados, descalifican a sus adversarios e incluso, como en el caso de Dilma y Lula, descargan sobre políticos y fuerzas aliadas ser los auténticos corruptos. Cuando estaban a su servicio, eran decentes, respetables.
La amplia y unánime solidaridad de Gobiernos de izquierda, de intelectuales que se proclaman democráticos de izquierda y hasta de instituciones académicas como Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), que denuncian el “golpe de Estado” contra Dilma, constituye un golpe letal a la democracia en nuestro continente. No hay ninguna conspiración de por medio, puesto que hasta hace poco no estaba en el horizonte la posibilidad de una crisis del Gobierno brasileño. Lula, su partido y los movimientos aliados mantenían la imagen de una izquierda respetable y seria, pero fueron los fiscales investigadores los que destaparon la olla podrida en que estaban metidos.
Lula y Dilma, Maduro, con sus amenazas a las nueva Asamblea Nacional, y Ortega, Correa, Evo y la Kirchner, con el Foro de San Pablo a la sombra, envían al mundo democrático el pésimo mensaje de que son irremplazables, su proyecto, incuestionable y sus conductas y sus comportamientos no están sometidos a ningún control y a ninguna ley.