Con rayos y centellas, insultos y distorsiones fue recibido el llamado del ex presidente Álvaro Uribe Vélez a la resistencia civil en contra de los acuerdos entre el Gobierno Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Se lo ha tildado de incendiario, belicoso, irresponsable, guerrerista, loco. Se lo acusa de querer prolongar la guerra. Se le enrostra que siendo senador de la república avive la llama de la discordia. En consonancia con el tono, no plantean argumentos de orden político sino que lo conminan a apoyar la paz del Gobierno santista con las FARC o a plegarse. Hasta el presidente Juan Manuel Santos se descompuso amenazando con responder con movilización social; se olvida de que el deber de cualquier mandatario en democracia es garantizar el derecho a la protesta y el ejercicio de la oposición y la crítica.
El sector político liderado por el senador Uribe considera que el Gobierno nacional puso en marcha un golpe de Estado para hacer pasar sin revisiones ni modificaciones los acuerdos de La Habana. El golpe está subsumido en el proyecto que está a punto de ser aprobado en el Congreso, que contempla otorgar poderes especiales al Presidente para implementar los acuerdos con fuerza de ley, y que el Congreso, en una especie de harakiri, se despoje de su función legislativa.
Desde los sectores de izquierda, llama la atención que, después de haberse devanado los sesos para justificar teóricamente la “resistencia armada” guerrillera, se asusten con la resistencia civil que también han invocado. Demócratas gelatinosos se alarman cuando alguien diferente a ellos convoca a salir a las calles y habla de la política como lucha y confrontación en espacios abiertos y cerrados. Aúllan al ver que les arrebatan el monopolio (que se habían embolsillado) de salir a las calles, concentrarse, marchar, recoger firmas, etcétera.
Adrede y malignamente crean confusión al distorsionar el sentido de la convocatoria. Algunos indicaron que la resistencia civil sólo es válida cuando se protesta contra una ley vigente o contra un régimen oprobioso o dictatorial, que no es legítima en democracia, una tesis que se cae por su propio peso, puesto que es en el mundo democrático en el que los ciudadanos expresan libremente su descontento con los Gobiernos o con leyes aprobadas o próximas a aprobarse. Tal es el caso actual de los sindicatos y los trabajadores franceses, que han salido a protestar contra un proyecto de ley sobre el régimen laboral, con paros nacionales, huelgas sectoriales, marchas, mítines, plantones.
Han llegado a sustentar la increíble tesis de que la resistencia civil es una estrategia propia de las izquierdas. Jamás había leído desatino semejante. Pero, pensándolo bien, en amplios sectores de izquierda se tiende a pensar así. Se apoderaron de los derechos humanos, de las libertades, del derecho a disentir. La democracia es buena siempre y cuando sirva a sus fines y sólo a ellos y, cuando otros colores del espectro político se atreven a hacer uso de esos derechos, como en Venezuela o en Brasil y ahora en Colombia, se descalifica como golpismo, guerrerismo, complot, violencia.
El culillo se ha extendido a las filas de los enmermelados círculos oficiales que no quieren saber nada de postulados básicos de la filosofía liberal. El ministro de Gobierno, un endeble liberal, primero condenó la convocatoria de Uribe y luego, sin pudor alguno, convocó, él sí, a una resistencia civil por la paz.
Claro, ellos, los de la coalición oficial, a falta de argumentos, apelan al adjetivo descalificador. Maniqueamente presentan a los críticos del proceso de paz como enemigos de ella y partidarios de la guerra. Se entiende, aunque nunca se comparte, que sectores intelectuales y académicos de izquierda fustiguen a la derecha y al centro y a quienes no piensan igual que ellos, pero que políticos manzanillos de opacas y escasas ideas que brillan por su lagartería, vedetismo y voltiarepismo digan que la resistencia civil es un llamado a la violencia resulta un atropello a la razón.
Son incapaces de reconocer que tras esa taxonomía sin fundamento les quitan credibilidad a sus llamados a la reconciliación. Sí, reconciliación mientras entierran el puñal, reconciliación siempre y cuando nos callemos, siempre y cuando dejemos de criticar. Para este Gobierno y sus seguidores solamente cabe el plegamiento total a su política capituladora o el silencio sepulcral.
No hemos leído en sus escritos palabras que condenen la cacareada “resistencia armada” de las guerrillas; todo lo contrario, les formulan sofisticadas teorías y argucias jurídicas para justificarlas y exculparlas de sus crímenes de guerra y de lesa humanidad.
Las izquierdas creen que ellos y sólo ellos pueden salir a las calles, ocupar plazas, hacer mítines, huelgas y paros, obstruir vías, quemar llantas, encapucharse, tirar papas-bomba y ofender a la fuerza pública.
En el colmo de su incoherencia, han querido igualar lo inigualable, la resistencia civil con la resistencia armada: como si fuera lo mismo cometer masacres que marchar por las calles o propiciar violencia que movilizarse pacíficamente, que es, este último, el sentido exacto del llamado del ex presidente Uribe. Tal parece que para ellos no es aceptable el principio de la universalidad de los derechos.