La novela negra estadounidense transformó el modo de percibir el policial, que ya no sólo trataba de resolver el enigma de un crimen —el “whodunit” del policial clásico inglés de Sir Arthur Conan Doyle y su héroe Sherlock Holmes o de su fundador (estadounidense) Edgar Alan Poe y su sagaz detective Auguste Dupin—, sino que postulaba una visión oscura de la sociedad contemporánea, del crimen atravesando todas las estructuras, de la ruindad de los bajos fondos que actuaba como espejo idéntico de las alturas del poder, del delito como postal de la podredumbre del Estado en su etapa capitalista. En esas páginas cobraban vida los detectives forajidos, los “outlaw” de su especie, que buscaban con su sagacidad no tanto resolver un crimen, sino encontrar la breve justicia que podrían brindar sus manos como una forma inútil de la redención. Casi siempre con resultados negativos. De allí esos antihéroes como Philip Marlowe de Raymond Chandler o como aquel agente sin nombre de Dashiell Hammett, protagonista de esa cumbre llamada Cosecha roja y tantas otras novelas y relatos más. Se ha dicho que la vida imita a la literatura. Y es verdad.
Lo podemos comprobar ahora mismo, mientras tres criminales huyen (¿o se han fugado para siempre ya, o es que ya no siguen vivos?) de las manos de las fuerzas represivas con la complicidad indubitable del poder político y de sus estamentos estatales. Los crueles asesinos del triple crimen de la efedrina —que no habían dudado en conservar durante una semana en heladeras los cadáveres de tres delincuentes que se quisieron hacer los pícaros ni cortar las orejas de uno mientras aún estaba vivo— habían abandonado su reclusión en un penal de “máxima” seguridad para alcanzar la libertad motorizada que les había sido negada por la Justicia al encontrarlos culpables como asesinos del triple crimen. Continuar leyendo