Por: Diego Rojas
La novela negra estadounidense transformó el modo de percibir el policial, que ya no sólo trataba de resolver el enigma de un crimen —el “whodunit” del policial clásico inglés de Sir Arthur Conan Doyle y su héroe Sherlock Holmes o de su fundador (estadounidense) Edgar Alan Poe y su sagaz detective Auguste Dupin—, sino que postulaba una visión oscura de la sociedad contemporánea, del crimen atravesando todas las estructuras, de la ruindad de los bajos fondos que actuaba como espejo idéntico de las alturas del poder, del delito como postal de la podredumbre del Estado en su etapa capitalista. En esas páginas cobraban vida los detectives forajidos, los “outlaw” de su especie, que buscaban con su sagacidad no tanto resolver un crimen, sino encontrar la breve justicia que podrían brindar sus manos como una forma inútil de la redención. Casi siempre con resultados negativos. De allí esos antihéroes como Philip Marlowe de Raymond Chandler o como aquel agente sin nombre de Dashiell Hammett, protagonista de esa cumbre llamada Cosecha roja y tantas otras novelas y relatos más. Se ha dicho que la vida imita a la literatura. Y es verdad.
Lo podemos comprobar ahora mismo, mientras tres criminales huyen (¿o se han fugado para siempre ya, o es que ya no siguen vivos?) de las manos de las fuerzas represivas con la complicidad indubitable del poder político y de sus estamentos estatales. Los crueles asesinos del triple crimen de la efedrina —que no habían dudado en conservar durante una semana en heladeras los cadáveres de tres delincuentes que se quisieron hacer los pícaros ni cortar las orejas de uno mientras aún estaba vivo— habían abandonado su reclusión en un penal de “máxima” seguridad para alcanzar la libertad motorizada que les había sido negada por la Justicia al encontrarlos culpables como asesinos del triple crimen.
Los hermanos Martín y Cristian Lanatta y Víctor Schillaci atravesaban uno a uno los retenes sin cámaras que los filmaran ni armas que los enfrentaran en su preparado camino hacia las rutas de General Alvear. Un par de meses atrás, Martín Lanatta había concedido una entrevista exclusiva (y dentro del penal, acto que no se estila debido a prohibiciones varias) al periodista Jorge Lanata y en ese divulgado diálogo señalaba como capo mafia vinculado al narcotráfico al candidato a gobernador por el kirchnerismo Aníbal Fernández, conocido desde entonces —y para siempre— como La Morsa. Quien le había abierto las puertas del penal al periodista pertenecía, claro está, al oficialismo bonaerense en manos del entonces gobernador Daniel Scioli. Fuego amigo. Daños colaterales que sobrepasaron, ahora vemos, su planificada y simplemente electoral dimensión.
Los pequeños datos de la historia de una persecución que parece no tener fin son conocidos: anuncios de acorralamiento, desmentidas, visitas a la suegra y a la verdulería, armas por doquier, amigos pizeros y barrabravas (alguna vez oficialistas), y en todos lados el hedor del Partido Justicialista, del kirchnerismo, de un Estado cómplice, nauseabundo (no se olvide que también el macrismo, cuando gobernó, usó el aparato represivo para el crimen, baste recordar a Ciro James).
La Policía bonaerense vuelve a ser tan sólo “La bonaerense”, con el halo que da la intromisión de sus huestes y sus líderes en las profundidades del delito. Harían bien quienes rehuyen de leer a los clásicos del marxismo en detenerse en el más intenso aporte de Vladimir Ulyanov, más conocido como Lenin, cuando en su libro El Estado y la revolución define a su objeto de estudio como, en última instancia, su aparato represivo. La definición del Estado, en última instancia, podría reducirse a su función primordial, que es la represión y para ello usa sus destacamentos armados y sus cárceles. Es bueno recordarlo hoy y aquí, cuando las fuerzas represivas y su aparato penitenciario son los progenitores de los más extremos crímenes.
Al comenzar estas palabras se hizo alusión a la literatura. Carlos Gamerro, un gran escritor y ensayista contemporáneo, postuló que el héroe del policial negro argentino no podría ser, como el estadounidense, un detective, porque los detectives argentinos tienen vasos comunicantes con las policías locales y son detectives porque fueron exonerados por no poder simular su vinculación con el delito. Forman parte del mismo andamiaje criminal. Gamerro, entonces, proponía al héroe del policial negro argentino como un periodista, alguien que investigara el crimen por el único fin de llegar a la verdad. Ponía como ejemplo al periodista Rodolfo Walsh, que fuera asesinado por un Estado delictivo. ¿No es una utopía ficcional postular al periodista como investigador de esta era, en esta etapa del capitalismo? Quién podrá saber. Lo cierto es que los ciudadanos deben reflexionar sobre los alcances del crimen en el laberinto político argentino.