La construcción de un enemigo fue siempre condición necesaria para la existencia del kirchnerismo. Así, los Gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner afianzaron su hegemonía política acompañándose de un dominio cultural. Quienes estaban en el poder eran dueños de la verdad y los demás teníamos que guardar silencio, bajo amenaza de ser denostados o difamados públicamente. Esta política llegó hasta un punto máximo, que marcó un límite en la tolerancia de la sociedad. A fines del año pasado, las urnas le dijeron basta al kirchnerismo y pusieron un freno a la violencia en la cultura política.
Sin embargo, las manifestaciones de intolerancia y autoritarismo siguen siendo marca registrada del “movimiento nacional y popular”. El último turno electoral les quitó la legitimidad popular con la que pretendían justificar su despotismo. A pesar de ello, la consigna paradójica de “El amor vence al odio” se ve contrariada en forma permanente por legisladores y referentes políticos del kirchnerismo, por periodistas y comunicadores que mantienen su alineamiento k y con militantes o adherentes al anterior Gobierno, que hacen uso de la violencia y la descalificación personal como recurso desesperado frente a una realidad que se niegan a aceptar.
Algunas muestras de esto fueron los insultos de la diputada Mayra Mendoza en la apertura de sesiones legislativas del Congreso de la Nación, los exabruptos de Hebe de Bonafini o las intervenciones cotidianas de Diego Brancatelli en Intratables. Los militantes universitarios del kirchnerismo también hacen lo propio y se jactan de “resistir con aguante”, mientras ofenden, injurian y agravian a todo aquel que piense distinto. Muchos miembros de la Franja Morada han sido destinatarios de este accionar, que se intensificó en las últimas semanas, quizás a causa de la desesperación que les produce estar lejos del poder. Continuar leyendo