La efectiva intransigencia de Netanyahu

En diciembre de 1969,Isaac Rabin, en ese entonces embajador de Israel en Estados Unidos, le confió a Menachem Begin que “no es suficiente que un embajador israelí aquí [en Washington] diga simplemente estoy actuando en pos de los mejores intereses de mi país de acuerdo a las reglas. Para promover nuestros intereses, un embajador israelí tiene que sacar provecho de las rivalidades entre los demócratas y los republicanos. Un embajador israelí que no quiere o no es capaz de hacerse su camino a través del complejo panorama político norteamericano para promover los intereses estratégicos de Israel, haría bien en empacar e irse a casa”. Cuarenta años más tarde, si hay algo que la última querella protagonizada por el presidente Barack Obama y el primer ministro Benjamín Netanyahu demuestra, es que claramente la premisa pragmática de Rabin no ha perdido validez.

Es indudable que Netanyahu es capaz de entrometerse por la trastienda política estadounidense y, al menos de momento, salirse con la suya.Efraim Halevy, prominente figura ya retirada de la inteligencia israelí, ha descrito al premier como “una persona inusualmente inteligente, que ha dominado el arte de gobierno con relativa facilidad y que es excepcionalmente dotado en utilizar a los medios, especialmente los electrónicos, a su favor”. Esta es una descripción con la que los detractores del reelecto líder israelí estarían de acuerdo. Desde esta posición, aunque Netanyahu está lejos de convertirse en un estadista, su genio político es evidente. Primero sabe apalancarse de las emociones de su electorado, luego tiene maña para los arreglos a corto plazo para sostener su Gobierno, y por último tiene una fluidez nata para aprovechar la enorme influencia conservadora en Estados Unidos, y mermar con ella la política exterior adversa de la Casa Blanca.

Si bien la mala relación entre Netanyahu y Obama empeoró en este último tiempo por la citada cuestión iraní, la rispa y la desconfianza mutua viene en aumento desde hace tiempo. La mala sintonía entre estos dos líderes se debe en gran parte a las nociones diferentes que tienen sobre la proyección de sus países en el mundo. Netanyahu cree que un Estado palestino pronto se convertiría en un semillero de yihadistas, y cree que Obama no comprende las eventualidades contemporáneas. El presidente norteamericano por su parte cree que el acuerdo entre israelíes y palestinos es indispensable para cementar confianza, pulir la imagen de Estados Unidos, y eventualmente contribuir a la estabilidad de Medio Oriente. El problema entre ellos aparece cuando Obama se encasilló en echarle toda la culpa por el fracaso a los asentamientos judíos en Cisjordania.

La pugna entre un presidente estadounidense y un primer ministro israelí no es una crónica novedosa, y ciertamente no es la primera vez que las incompatibilidades de carácter y personalidad entre los respectivos dignatarios se vuelven manifiestas. En 1977 Menachem Begin quiso aleccionar al presidente Jimmy Carter sobre la situación israelí utilizando mapas, para mostrarle el “big picture” de la situación en la región. Netanyahu hizo lo mismo con Obama en 2011, y como Begin, se discute que su posición dura – algunos dirían “dogmática” – peligra la relación de Israel con Estados Unidos.

Por otro lado debe ser dicho que la desazón no se sustrae solamente a un clivaje entre izquierda y derecha, o a una factura entre una cosmovisión demócrata y otra republicana (en el sentido estadounidense de los términos). Isaac Shamir, tal vez el más maximalista entre los líderes del Likud, mantuvo una tensa relación con George H.W. Bush (republicano) debido a la rotunda oposición del primero a ceder en la cuestión de los asentamientos. En 1991 Jerusalén necesitaba de la ayuda económica de Washington para absorber a centenares de miles de inmigrantes provenientes de la difunta Unión Soviética. Frente a la negativa de Shamir a comprometerse a frenar la construcción de asentamientos en los territorios palestinos, Bush congeló garantías de préstamos por 10 billones de dólares durante más de un año, hasta que el liderazgo israelí cambió y pudo concretar un acuerdo con Isaac Rabin en agosto de 1992.

Akiva Eldar, renombrado columnista de Haaretz, el matutino de izquierda más importante de Israel, dijo que “Netanyahu es Shamir sin bigote”, y que ambos se caracterizan por dominar “el arte de la intransigencia”. Sin embargo, mientras la intransigencia a Shamir le costó el cargo, pues perdió frente a Rabin en los comicios de 1992, la intransigencia a Netanyahu le ha dado resultado. Por lo menos eso es lo que ha quedado confirmado con el devenir electoral de hace un par de semanas. Shamir se vio perjudicado por la falta de interés de los votantes en su visión redentora de los asentamientos. En aquella oportunidad, las preocupaciones del israelí promedio se vinculaban con asuntos de la cotidianidad urbana, que la oposición laborista supo identificar y resumir con el eslogan: “dinero para los barrios pobres, no para los asentamientos”.

El ciudadano israelí de hoy también vota en función de su bolsillo pensando en la situación socioeconómica. No obstante, el éxito en la intransigencia de Netanyahu frente a Obama descansa, en que a diferencia de Shamir, el actual primer ministro ha sabido llevar a tierra las abstracciones de los revisionistas. Aunque todos los dirigentes del Likud han siempre remarcado su oposición a comprometer la seguridad del Estado, Netanyahu ha sabido, en sintonía con la coyuntura, darle un sentido práctico a las aspiraciones mesiánicas de los sectores más duros. Como resultado, preparó una retórica con la cual gran parte de los israelíes puede consentir. De un modo u otro, si la inestabilidad regional y el auge de los movimientos islamistas y yihadistas no le dio a Netanyahu la razón, todos están de acuerdo que estas condiciones le ayudaron a posicionar su agenda.

La yihad no termina con una paz entre israelíes y palestinos

Existe una opinión muy difundida alrededor del globo que consiste en señalar que si el conflicto israelí-palestino terminara mañana, el leitmotiv de la yihad, la guerra santa contra “los pérfidos judíos”, siempre presente en el islam radical, perdería su tono para eventualmente convertirse en un susurro. Esta creencia supone que si los israelíes y palestinos firman la paz, tanto árabes como musulmanes en general no tardarán en verse forzados, dadas las circunstancias, a resignarse a convivir con un Estado judío como vecino. No obstante, si bien esta hipótesis se justifica con algunos argumentos, vistas las cosas en perspectiva, la misma resulta poco realista – y hasta algo ilusoria también.

Recientemente el rey Abdalá II de Jordania suscribió en público a esta idea. El monarca hachemita se dirigió al parlamento europeo, y advirtió que el conflicto entre israelíes y palestinos sirve como un grito de guerra para los yihadistas. Si bien admitió que la lucha contra el extremismo es una tarea que pesa sobre las naciones musulmanas, al final aseveró que el problema de raíz yacía en el fracaso de la comunidad internacional para defender los derechos palestinos. “Este fracaso – dijo – envía un mensaje peligroso”.

Abdalá no es la primera ni será la última personalidad en dar cabida a esta noción. No hace falta ser un experto para percatarse que “judíos descendientes de cerdos y monos” y otros clichés del antisemitismo clásico son piezas inamovibles de la retórica de quienes apelan a la guerra santa islámica como vehículo hacia la rectitud y corrección de todos los males. En defensa de la hipótesis, tiene sentido contar con que una vez erguido un Estado palestino, viviendo en paz con Israel, los yihadistas e islamistas de corte belicista pierdan legitimidad a la hora de levantar el espíritu de las masas. Este feliz escenario se vería potenciado por el hecho de que bajo los auspicios de Arabia Saudita, la Liga Árabe le ofreció a Israel en 2002 el pleno reconocimiento diplomático de sus miembros (menos Siria), siempre y cuando este acordara una solución definitiva al problema palestino. El impacto sería trascendental. Alcanzada una paz avalada por los países árabes, los yihadistas, al menos en teoría, verían su legitimidad disminuida, y pasarían a representar la posición errática de grupos transnacionales, y no así aquella de los Estados musulmanes propiamente establecidos.

Sin embargo, esta línea de análisis presenta un problema elemental. Pone todo el peso por el fracaso de las negociaciones sobre Israel, perdiendo de vista que la primicia del conflicto no es enteramente territorial, pues también es religiosa; especialmente desde el punto de vista del yihadista convencional. Gracias a la irrupción en escena del Estado Islámico (ISIS), esta realidad nunca estuvo tan manifiesta como ahora. Si hay algo que los yihadistas en Mesopotamia demuestran es que Israel, independientemente de cuanta saliva sea gastada para despotricar en su contra, no es la única fuente que incita al terrorismo islámico. Lejos de eso, la guerra del ISIS y sus grupos afiliados se libra contra la cultura misma, contra el legado de la Antigüedad, contra los ritos y costumbres locales, contra quienes no tienen la suficiente virtud religiosa, y contra quienes abrazan las formas modernas y reniegan del dogma.

Comparando el islamismo en sus ramas más extremas con los totalitarismos del siglo pasado, varios autores emplearon, no sin controversia, neologismos como “islamofacismo” o “islamoleninismo” para ponderar las similitudes entre todas estas fórmulas. La comparación se basa en la identificación de una mentalidad semejante, que se opone a lo “mecánico y artificial” de la sociedad industrial, clasista y liberal, para elevar el ideal de un sociedad “orgánica”, romántica, unida por el pasado, y apegada a una causa nacional – o en este caso religiosa. Identificando dicho patrón común, Ian Buruma y Avishai Margalit hablan de “occidentalismo”, lo que en esencia es el sentimiento antioccidental. Así como lo marcan los autores, el occidentalismo religioso tiene un agravante en relación a otros proyectos totalitarios, y es que “tiende a proyectarse, mucho más que cualquiera de sus variantes seculares, en términos maniqueos, como una guerra santa que se libra contra la idea de un mal absoluto”.

Lo importante a destacar aquí es que para el antioccidental los problemas suelen comenzar con los judíos, pero nunca terminan con ellos. Al caso, el nazismo veía a los judíos tanto como representantes del capitalismo como del comunismo, pero además de plantear su destrucción física, la locura hitleriana emprendía una campaña que englobaba la destrucción inexorable de tales sistemas. En tanto estos existieran, siempre habría judíos envueltos en tinieblas confabulando contra el Reich. Dejando de lado las distancias, con el extremismo islámico sucede algo muy similar.

Todo quien haya visitado Israel se percatará que el país constituye un apéndice de Occidente en Medio Oriente. Con una economía de mercado pujante, un sistema democrático y liberal, el contraste con sus vecinos árabes es tajante. Siendo estas sus características, para un yihadista Israel no solo es una calamidad de la peor índole por ser una entidad soberana judía, sino que además el país representa todos los valores que este se ha cometido a destruir. Para el islamista, Israel, además de ser un Estado que ha usurpado tierra islámica, es de lo más abyecto porque corrompe a los musulmanes con los supuestos valores frívolos y artificiales de la sociedad moderna, apegados con Occidente.

Dar por entendido que el fenómeno del yihadismo dejará de existir luego de que israelíes y palestinos convengan una solución pacífica a sus disputas suena razonable, siempre y cuando se crea que la matriz del conflicto es territorial. Existen por supuesto controversias de esta índole, y que de acuerdo a lo pautado históricamente con mediación estadounidense, esperan ser resueltas mediante intercambios de tierras, a modo de acomodar a las partes involucradas. Pero eso no es todo, porque el conflicto esconde una importante faceta religiosa, ciertamente más intangible y difícil de apreciar que la cuestión territorial, mas no por eso menos importante. En este sentido, la tan ansiada paz para unos se convierte en la tan odiada traición para otros.

El yihadismo no finalizará con una paz entre israelíes y palestinos. Quienes por el lado palestino hayan cedido al compromiso se convertirán inmediatamente en blancos antes que los propios israelíes. Análogamente, Estados Unidos y Europa no estarán más seguros frente al terrorismo islámico, porque al final de cuentas la campaña de los yihadistas va conducida contra Occidente en su conjunto, sin importar lo que este haga o deje de hacer. Siempre hay que tener presente que en sus fantasías utópicas, el ISIS busca impartir un califato a escala global, y no se contentará con retener soberanía en Medio Oriente.

Los yihadistas no serán apaciguados una vez solucionado el conflicto israelí-palestino. A estas alturas ha quedo en claro que las primeras víctimas del extremismo religioso son los propios musulmanes, y luego, sin falta, los occidentales.

Así como lo dijo el rey jordano, la lucha contra el extremismo debe pesar sobre las naciones musulmanas. Sin embargo, poner a Israel como condicionante o catalizador de la insurgencia islámica, además de no ser preciso, resulta malicioso en aras de comprender la verdad. Es desconocer el odio a todo Occidente, a sus valores y libertades, inherente en la mentalidad fundamentalista islámica.

La jutzpah de Netanyahu

Jutzpah es la palabra que en hebreo criollo refiere a una bravata, una actitud atrevida, a un acto de desafío, de valentía, de creatividad e ingenio, o bien, de soberbia o prepotencia. Tener jutzpah en Israel es un atributo muy valorado pese a las ambivalencias propias del término. Significa en muchos casos presentar un argumento, y ser irrespetuoso, insensible o agresivo frente al receptor del mensaje. Pero la jutzpah también significa desafiar las convenciones, los roles sociales, el protocolo y todo tipo de limitaciones formales. Alguien con jutzpah puede ser impulsivo, una persona que actúa sin premeditar, pero que desde lo positivo, tiene una determinación infranqueable por alcanzar sus objetivos y mostrar su punto de vista, sin importar que tan grande sean los desafíos por delante.

Para bien o para mal, esta competencia describe a la perfección el comportamiento del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, en virtud de su discurso frente al Congreso norteamericano el martes pasado. Su intervención, bienvenida por unos, repudiada por otros, es una clara muestra de intransigencia, que justificada o no, merece especial atención dadas las circunstancias internacionales actuales. En tanto la Casa Blanca busca alcanzar una solución negociada con Teherán al programa nuclear iraní, Jerusalén teme que se este cometiendo un error histórico a costa de la seguridad y – según las voces más críticas, entre ellas la del primer ministro – la misma existencia de Israel.

Hay varios motivos que dan cuenta de la controversia detrás del discurso del premier israelí. En primer lugar, Netanyahu fue invitado a hablar al Congreso por el republicano John Boehner, presidente de la Cámara de Representantes, sin el consentimiento previo del despacho oval, y lo que es más, pese a su manifiesta oposición. Es un hecho indiscutido que el presidente Barack Obama no tiene una buena opinión de su homólogo israelí, y que las relaciones interpersonales entre ambos son a lo sumo cordiales, pero problemáticas. Quizás no haya habido un contraste de egos tan acentuado entre un líder estadounidense y uno israelí desde que Jimmy Carter tratara con Menachem Begin en 1978 y 1979.

En el marco de las negociaciones auspiciadas por Estados Unidos que decantarían en un acuerdo de paz entre Egipto e Israel, Begin, fundador y líder del partido Likud (hoy heredado por Netanyahu) dijo que “la jutzpah norteamericana hace que mi sangre ebullicione”. Begin se refería a la resolución de Carter por imponer una solución al conflicto palestino, so pena que la relación entre el Estado hebreo y la primera potencia mundial se viera deteriorada. Hoy sin ir más lejos, es un presidente estadounidense quien perfectamente podría decir lo mismo de su contraparte israelí.

Ovacionado por el aplauso bipartisano de los congresistas, Netanyahu le echó en cara a la administración Obama que pactar con Irán sería ingenuo y especialmente peligroso para la paz y la estabilidad regional. Insistió, apelando a la memoria del Holocausto perpetrado por los Nazis, que no se puede tener como socio a un régimen islamista, volcado hacia una misión escatológica, sobre todo vista su intención por obtener una bomba nuclear. Netanyahu remarcó que “ningún trato es mejor que un trato malo”, y alertó sobre las terribles consecuencias que resultarían de la agenda exterior de Obama en la cuestión. No es secreto, desde que los cables diplomáticos revelados por WikiLeaks corroboraran la opinión en boga entre los analistas, que las monarquías conservadoras del Golfo quieren que Estados Unidos “le corte la cabeza a la serpiente” persa. En efecto, incluso si la bomba iraní no se convierte en una amenaza existencial para Israel, sería de todos modos una certera fuente de conflicto, generadora de una carrera armamentística entre el régimen chiita de los ayatolas y los monarcas y dirigentes árabes sunitas.

En declaraciones posteriores para la prensa, Obama, visiblemente fastidiado, reprochó que Netanyahu no ofreciera “ninguna alternativa viable”, y que “la acción militar no sería exitosa como un acuerdo nuclear”. Fustigó a los suyos, correctamente, señalando que la conducción de la política exterior es competencia del Ejecutivo, y no la del Legislativo. Sin duda, la bravata de Netanyahu, asentada en el corazón de la democracia estadounidense, llega como una afronta personal a Obama, desprestigiando su gestión frente al cuerpo más influyente de su país, y mancillando su imagen frente a una vasta audiencia internacional.

Por otro lado, no todo lo que Netanyahu recibió fueron laureles. Por el contrario, sumando a la controversia, a los comentaristas y críticos les resulta comprensiblemente difícil minimizar el hecho de que el discurso se haya producido a dos semanas de darse elecciones generales en Israel. Con su excelente y poderosa oratoria, sin mencionar su impecable inglés, Netanyahu ha capitalizado en el pasado sus habilidades como comunicador para sumar votos y adherentes. Durante la última campaña electoral, a finales de 2012 y comienzos de 2013, afiches políticos del partido Likud leían “cuando Bibi (Netanyahu) habla, el mundo escucha” – una aseveración, que desde ese punto de vista, es indiscutiblemente cierta.

¿Actuó Netanyahu correctamente? Todo depende del punto de vista del observador. Si usted interpreta la jutzpah como omnipotencia, un exceso, falta de respeto o de sentido, entonces la de Netanyahu ha sido una jugarreta inapropiada, quizás egoísta, mas seguramente perjudicial si se evalúa el impacto negativo que podría tener vis-à-vis la administración Obama. En lo absoluto, no es poca cosa ponerse al hombre más poderoso del mundo en contra. Bien, desde otra esquina, si usted aprecia las cualidades positivas del portador de jutzpah, su dedicación y coraje en pos de su objetivo, pese a la certeza de ofender a alguien – sin importar quien caiga – entonces la de Netanyahu ha sido una jugada valerosa, digna de reconocimiento y admiración.

Esta polarización se vive especialmente en Israel. La mayoría de los israelíes concuerdan que un Irán nuclear representa una amenaza existencial para su país, pero las opiniones divergen en cuanto a la actuación de Netanyahu. Están quienes critican al premier por entrelazar la política israelí con la política norteamericana, siendo que su entendimiento y expreso apoyo a figuras republicanas es claro. Con justa razón, también están quienes critican a Netanyahu aduciendo que su discurso fue una provocación innecesaria, siendo posible para Israel expresar su incomodidad con la política de la Casa Blanca por medio de los canales diplomáticos convencionales. Visto así, tiene sentido concebir que, a dos semanas de las elecciones, Netanyahu busca fijar a Irán y a la cuestión de seguridad en la agenda, temas o eslóganes en donde se posiciona por encima de sus rivales políticos.

Desde lo personal, no me convencen las voces que atacan a Netanyahu por querer montar una campaña política a un océano de distancia. Más bien, creo que su atrevida intervención se debe a su sincera y profunda preocupación por el desenlace de la política de apaciguamiento de Washington hacia Teherán. Debe considerarse que las encuestas muestran que Netanyahu podría perder las elecciones frente a su rival laborista, Isaac Herzog, quien coincide con la aproximación de Obama hacia Irán. Netanyahu es bastante consiente de que podría perder las elecciones, y teme por lo que podría deparar el futuro.

Si su discurso no tuvo la intención de cosechar votos en casa, muchos se preguntan, ¿por qué no esperó “Bibi” a después de las elecciones para ir al Congreso? La respuesta, en mi opinión, es que precisamente teme ya no ser primer ministro para entonces. No tengo dudas de que la jutzpah de Netanyahu habla mucho de su ego y de su personalidad, pero en última instancia lo que aquí está en juego es algo conmensurablemente mayor como lo es la supervivencia de su nación. Sin importar las repercusiones diplomáticas, probablemente Netanyahu se pensó forzado a interponerse entre Obama y el Congreso, porque supone que su homologo no comprende la cruel y dura dinámica de los totalitarismos.

Lo que a mi entender es claro, es que Netanyahu ha dado un discurso “churchiliano”, porque percibe que una tormenta calamitosa se está formando sobre Medio Oriente. Basándose en este pronóstico, quedará por verse si el mundo y Estados Unidos toman cartas en el asunto.

Combatiendo la yihad en La Meca

Entre el lunes y el miércoles de la semana pasada se celebró en La Meca una cumbre entre predominantes figuras de la escena clerical musulmana para discutir la reforma del islam y combatir al terrorismo. Organizada por la Liga Islámica Mundial (MWL), un grupo no gubernamental patrocinado por el Gobierno saudita, el objeto de la cumbre era deslegitimar la insurgencia del ISIS, y revindicar – por supuesto – la posición de la monarquía.

Con el visto bueno del nuevo rey Salman bin Abdulaziz, la cumbre contó con la participación estelar del jeque Ahmed al-Tayeb, el gran imán de la prestigiosa universidad sunita de al-Azhar, de Egipto. En teoría, el motivo de la cumbre era evitar la radicalización de los musulmanes y explorar la naturaleza del terrorismo. Ahora bien, el problema es que la organización convocante, cual agente del Estado saudita, representa a la rama ortodoxa del establecimiento religioso sunita. La Liga Islámica Mundial tiene una orientación wahabita, y es a través de ella que en las últimas décadas se han distribuido las obras de pensadores islámicos radicales por todo el mundo. Alimentada por los petrodólares inagotables del Golfo, esta organización subsidia organizaciones islámicas por el mundo, pero lo hace sobre la base de una agenda conservadora y definitivamente peligrosa, que ha propagado posturas extremistas en relación con la cotidianeidad y el odio a Occidente.

Algunos medios reportaron las declaraciones políticamente correctas del jeque al-Tayeb, acaso induciendo al lector o al televidente a pensar que se había producido un hito, cuando tal autoridad dijo, por ejemplo, que “la lucha contra el terrorismo y el extremismo religioso no se contrapone con el islam”, o que “el terrorismo no tiene religión o patria, y que acusar al islam de estar detrás del terrorismo es injusto y falso”. Abdullah bin Abdelmohsin al-Turki, el secretario general de la MWL fue un paso más lejos al admitir que “el terrorismo al que nos enfrentamos en la Umma (comunidad) musulmana está religiosamente motivado”, aunque “haya sido fundado en el extremismo y en una descarriada concepción de la sharia (la ley islámica).

No obstante, pese a estas declaraciones, todo se hizo por faltar a la verdad y poco por incentivar un verdadero cambio en la educación musulmana. Debe tenerse presente que dejando de lado las formalidades, el jeque de al-Azhar culpó a Israel y al “nuevo colonialismo” por el colapso de Medio Oriente:

“Nos enfrentamos a grandes conspiraciones contra los árabes y los musulmanes. Las conspiraciones quieren destruir a la sociedad, en una forma que se condice con los sueños del colonialismo del nuevo mundo, que está aliado con el sionismo global; mano a mano y hombro con hombro”.

“No debemos olvidar que el único método usado por el Nuevo colonialismo ahora, es el mismo que fue usado por el colonialismo durante el siglo pasado, y cuyo mortífero eslogan es divide y conquistarás”.

Estas son las declaraciones que importan. En suma muestran que la cosmovisión predominante en la cúpula religiosa sunita no ha cambiado. La misma consiste en explicar los agravios del presente en la injerencia de Occidente en Medio Oriente, y en el establecimiento de Israel en la casa de los árabes. En algún punto es cierto que la colonización europea, la creación de un hogar nacional judío, y el proceso de modernización en general alimentaron el fuego de sucesivos movimientos islamistas. Pero fenómenos como el Estado Islámico (ISIS) se ven mucho mejor explicados en la continuada tradición ortodoxa sunita.

Si el wahabismo no pondera papel alguno para el razonamiento independiente (ijtihad) en la práctica religiosa cotidiana, Occidente, Israel, o cualquier otro chivo expiatorio tiene poco y nada que ver con esta anacrónica creencia. La realidad coyuntural es que los Estados del Golfo no están ni cerca de convertirse en países “progresistas”, y aunque el extremismo del ISIS resulta para muchos una flagrante desviación, sus doctrinas son las mismas que dieron fundación a Arabia Saudita. Este es un país que pudo solamente consolidarse gracias al fanatismo religioso y belicoso de los Ikhwan (hermanos), un grupo que hoy resultaría muy similar al ISIS. Para consagrarse y formar un Estado, eventualmente la monarquía saudita tuvo que enfrentarse y purgar a esta guardia, siempre hambrienta por mayores conquistas.

Ahmend al-Tayeb es considerado “moderado” porque bajo su conducción, al-Azhar le dio la espalda a Mohamed Morsi, de la Hermandad Musulmana, y avaló a Abdel Fattah al-Sisi. Sin embargo no por eso al-Tayeb deja de ser conservador. Su adherencia a teorías conspirativas no es la excepción, y la falta de una verídica autocritica en su discurso muestra que esta figura no es quien emprenderá la monumental tarea de adaptar la práctica religiosa a la contemporaneidad. Como formador de opinión, al-Tayeb no hace otra cosa que propagar estereotipos, y postergar el llamado a que los árabes tomen responsabilidad por sus propias acciones. En este aspecto, el discurso del jeque se parece al que adoptan los propios yihadistas, como si todos ellos se desprendieran de un mismo tronco, y apelaran a las mismas audiencias.

Llevado este caso al plano general de la cumbre, el tiempo dirá si el encuentro se traduce en un impacto positivo en la mediación del establecimiento religioso. Por lo pronto esto dista de ser así. La cumbre no resultará en una ulema (comunidad de juristas) más flexible o liberal. El evento debe ser visto como un hecho simbólico destinado a disputar la legitimidad del ISIS, señalando en todo caso que el verdadero Estado Islámico es Arabia Saudita, o que son los juristas, y no los yihadistas, quienes tienen la voz cantante sobre los asuntos del credo.

Imagínese usted si Corea del Norte llamara a una conferencia en Pyongyang para reformular el comunismo, bajo el patrocinio de Kim Jong-un, convocando a los principales pensadores comunistas del globo. ¿Se reformaría el régimen, o sería un acto de relaciones públicas? Sin ir más lejos, con Arabia Saudita ocurre lo mismo. Se trata de un Estado que durante mucho tiempo ha activamente exportado una ideología que se entrecruza con una doctrina religiosa ortodoxa e inflexible. Los sauditas, y más específicamente los clérigos ortodoxos y wahabitas, no pueden minimizar su responsabilidad culpando a terceros por el extremismo islámico que hoy causa tantos estragos.

La guerra que se avecina

Hace pocas semanas el grupo islámico palestino Hamás instó a Hezbollah, su contraparte chiita y libanesa a aunar fuerzas para combatir al enemigo común de siempre: Israel. De concretarse, semejanza alianza no resultaría en un desenlace inesperado. Ambos grupos comparten un odio ideológico visceral frente a lo que consideran un Estado ilegitimo y colonialista. No obstante, por encima de sus inclinaciones similares, ambos grupos responden a intereses que no siempre coinciden. Siendo actores no estatales, dependen de los víveres provistos por benefactores con agendas disimiles.

Fundados durante la década de 1980, hasta el levantamiento contra Bashar al-Assad en 2011 ambos grupos servían como intermediarios de Siria e Irán. Hamás no expresaba, pese a ser un movimiento sunita, ninguna convulsión en recibir fondos y armamentos mediante la gracia de Teherán. El liderazgo del grupo palestino tampoco podía quejarse frente a la hospitalidad del Gobierno de al-Assad, que le brindaba amparo y protección. Pero una vez que las fallas sísmicas del mundo árabe comenzaron a desplazarse, dando lugar a la guerra civil siria, Hamás se distancio de sus patrones tradicionales. Tomando partido en lo que constituye un conflicto sectario entre sunitas y chiitas, Hamás cambió a un patrocinador por otro. Su líder, Khaled Mashaal, movió sus oficinas desde Damasco a Doha, convirtiendo a su organización en pleno cliente de Qatar.

A diferencia de lo ocurrido con Hezbollah, atada geográfica e ideológicamente a la supervivencia del régimen sirio, el conflicto sectario en el Levante no afectó las prioridades de Hamás, que no desistió de atacar a Israel. Por el contrario, en 2014 el grupo aprovechó la situación regional para guerrear a los israelíes, y sumar puntos a su reputación como movimiento yihadista, verídicamente comprometido con “la destrucción de los sionistas”. Hezbollah en cambio sí vio su agenda alterada, porque tuvo que priorizar la supervivencia de Assad. Pero la situación podría estar cambiando.

Según algunas consideraciones, cuatro años más tarde de haberse iniciado, la guerra intestina entre los árabes lentamente se estabiliza en beneficio de Assad. Las fuerzas gubernamentales controlan la mayor parte de la zona costera del país, incluyendo las principales ciudades de Damasco, Homs y Alepo. Hoy Assad puede dormir tranquilo, a sabiendas de que su seguridad por lo pronto está garantizada.

La irrupción en escena del Estado Islámico (ISIS) en 2013, y acaso más concretamente, la campaña internacional iniciada en su contra el año pasado, ha sin lugar a dudas fortalecido la posición de Assad vis-à-vis Occidente. Apelando a que “más vale diablo conocido que diablo por conocer”, el regente damasceno apuesta a que si no tranzan con él, los estadounidenses por lo menos lo dejen ser. En este contexto los israelíes están más intranquilos. Por un lado, Assad – el diablo conocido – mantuvo una frontera tranquila con el Estado judío, realidad que para muchos lo convierte en la mejor opción frente al prospecto de la alternativa: un Gobierno islámico – el diablo por conocer. Por otro lado, algunos sostienen que la supervivencia del régimen sirio es un cálculo estratégico obsoleto, que debería ser revisado a la luz de su apoyo continuo a Hezbollah. En rigor, desde que fuera derrotada militarmente en la guerra de octubre de 1973, Siria ha buscado guerrear contra Israel por otros medios indirectos, esencialmente patrocinando a grupos terroristas de todo el espectro político y religioso.

En términos de la seguridad de Israel, la relativa mejoría en la situación del régimen sirio presenta una grave amenaza. Suponiendo que las prioridades de Hezbollah se reorientaran a su propósito fundacional, una operación contra el norte israelí sería plausible. El grupo ha adquirido mayor experiencia bélica, y de acuerdo con estimaciones de inteligencia, habría incrementado considerablemente su arsenal balístico. Si en la última conflagración durante el verano (boreal) de 2006 Hezbollah poseía 13 000 cohetes de corto y mediano alcance, ahora podría tener más de 100 000, incluyendo un inventario de misiles capaces de impactar Tel Aviv, que habrían sido provistos por Teherán.

Por supuesto, si el grupo libanés decidiera escalar en un conflicto abierto con Israel, esto pondría en riesgo dejar el flanco de Assad en descubierto, en tanto mayores recursos serían destinados a la frontera sur. Lo que es más, y aquí el dilema en la estrategia de Jerusalén, a esta altura una guerra con Hezbollah implicaría casi seguramente una guerra con Damasco. Con el ataque de helicóptero realizado hace un mes en Quneitra, en el límite entre Israel y Siria, las fuerzas hebreas parecen haber señalado que no tolerarán la apertura de un nuevo frente, o mismo aún, que no tienen intención de verse arrastradas en el conflicto sirio. Israel históricamente ha dependido de la fuerza como política de disuasión. Pero aunque esta disciplina ha funcionado de maravilla con los actores estatales del vecindario, el registro reciente muestra de sobremanera que esta no funciona tan eficazmente con los grupos terroristas transnacionales.

Los conocedores de la materia dejan por sentado que Israel actuará con severidad si los cohetes vuelven a llover sobre sus ciudades y poblados. Si bien una nueva guerra en el sur de Líbano y Siria podría resultar crucialmente perjudicial para Assad (y este podría estar opuesto de antemano a la misma), paradójicamente, un conflicto con los enemigos “imperialistas” de siempre, podría desviar la atención de los yihadistas de toda ramificación hacia la guerra contra los judíos. Si así fuese el caso, la comunidad internacional por descontado clamaría por la autocontención de Israel frente a sus objetivos vitales de seguridad.

Desde lo discursivo, Hasan Nasrallah, el líder de Hezbollah, ha prometido recientemente retaliación contra Israel. Lo cierto, no obstante, es que nunca faltan declaraciones beligerantes entre yihadistas e islamistas contra “el Satán sionista”. En este sentido tampoco sería la primera vez en que grupos islamistas hacen diplomacia entre sí para acordar que Israel debe ser destruido. Lo grave del llamado de Hamás a cooperar con Hezbollah no es la cooperación per se, pero más bien el momento crítico en el que podría llegar a darse esta. Es posible que el guiño de Hamás a Hezbollah represente la frustración del primero frente a un suministro disminuido de arsenal, queriendo ahora este reconciliarse con Irán. En todo caso, debe tomarse en consideración que el Gobierno egipcio de Abdel Fattah el-Sisi, contrario a la gestión anterior liderada por Mohamed Morsi, se ha propuesto ser mucho más estricto con el bloqueo a Gaza desde el Sinaí.

En suma, desde el sur, eventualmente otra guerra contra Israel le permitiría a Hamás agraciarse frente a Teherán. Desde el norte, otra guerra con Israel le permitiría a Hezbollah reafirmar su presencia, y ganar credenciales como elemento activo en la lucha contra los israelíes. Cabe de esperar que Irán se encuentre preparando a sus activos en el Levante como plan de refuerzo, para demorar y enredar el proceso de acercamiento que Barack Obama comenzara hace poco. Una guerra no solamente pondría a Israel en una situación precaria desde el punto de vista estratégico, sino que probablemente desenfocaría la atención de Washington frente a los designios persas. Con una guerra entre Israel y Hezbollah, Irán podría ganar tiempo en su búsqueda por la bomba nuclear, incrementar su influencia, y desviar el foco de atención desde Asad al premier israelí. En contrapartida, como ha sido discutido, la estrategia no está exenta de importantes riesgos.

De llegar a cumplirse este pronóstico, y de volver a caer cohetes sobre suelo hebreo, lo más probable es que los islamistas decidan abstenerse de comenzar una guerra en tanto no haya sido formado un nuevo Gobierno en Israel. Con las elecciones fijadas para el 17 de marzo, es posible que ya adentrado abril, las fuerzas políticas de este país no hayan pactado todavía para formar una coalición. En este momento, una ofensiva por parte de los grupos islámicos inclinaría a los votantes israelíes a votar por la plataforma más seguridad-intensiva, lo que se traduce en el voto a los partidos de derecha – menos moldeables a ceder frente a la violencia. Por todo esto, quedará por verse que sucederá este año, y si en efecto Hamas y Hezbollah encuentran el fatídico momento para atacar.

Tumulto político en Israel: ¿cierre o continuación de la era Netanyahu?

El martes pasado el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, despidió a su ministro de Finanzas, Yair Lapid, y a su ministra de Justicia, Tzipi Livni, ocasionando la ruptura de la coalición que armara en marzo de 2013, ya con bastantes dificultades, para lograr su tercer Gobierno. Sin el sustento de las dos fuerzas más importantes del centro, Yesh Atid (de Lapid), y Hatnuah (de Livni), que en conjunto sacaron el 19 porciento de los votos en las últimas elecciones de enero de 2013, el Gobierno de Netanyahu se queda corto de números, y se queda escueto de legitimación para liderar el país. Siendo este el caso, el llamado a nuevas elecciones se ha hecho inevitable. Bien, lo que se preguntan los israelíes, como así mismo todas las partes interesadas en el proceso de paz, es qué sucederá en marzo, para cuando está previsto el próximo sufragio. ¿Será el cierre de la era de “Bibi”, como le dicen al mandatario, o será la oportunidad que éste necesita para revindicar su liderazgo con una nueva coalición? Continuar leyendo

Pintando el conflicto palestino-israelí color de rosa

El último jueves 16 tuve el privilegio de asistir a un seminario en la Universidad Torcuato Di Tella, dónde expusieron sus visiones dos distinguidos oradores: el embajador palestino ante Reino Unido, Manuel Hassassian, y el profesor israelí Edward Kaufman. Invitados por el Ministro de Relaciones Exteriores en el marco de una agenda para promover el diálogo entre árabes y judíos, ambos conferencistas hablaron desde la experiencia, y reflexionaron sobre los desafíos que le deparan al proceso de paz. Sin embargo, no sabría decir si el evento en sí representó un debate. Ambas ponencias parecieron más bien complementarse una con otra, y la única constante discutida fue la culposa responsabilidad que Israel tendría en no aceptar el plan de paz de la Liga Árabe, esbozado por primera vez en 2002. Es decir, en ningún momento, se planteó crítica alguna, por más pequeña que sea, a la gestión del liderazgo palestino en la resolución del conflicto.

La propuesta de la Liga Árabe le exige a Israel abandonar los territorios capturados tras la guerra de 1967. A cambio del pleno reconocimiento diplomático, los israelíes deberían devolverle a los sirios las alturas del Golán, y retirar sus asentamientos y puestos militares de los territorios palestinos. Todos los Estados árabes -con la notoria excepción de Siria- endorsaron la propuesta, liderada por Arabia Saudita, el país que guarda las ciudades santas de Meca y Medina. Si bien todos podríamos estar de acuerdo que la formalización de tal propuesta es un gran avance, pues reconoce que el único camino es la paz con Israel, la realidad – que a mi criterio los conferencistas han obviado– es que hasta ahora los árabes se han mostrado inflexibles frente al prospecto de negociar dicha plantilla. En otras palabras, mientras que a Israel se le exigen históricos compromisos, a la Autoridad Nacional Palestina (ANP o PA) que gobierna en Cisjordania se le exige poco y nada.

El profesor Kaufman explicó que aquello que para él es esencialmente un conflicto político y nacional, frente a la falta de una solución, se ha lamentablemente tergiversado en un conflicto religioso. Sugirió que en las últimas décadas las tablas han cambiado, y que hoy Israel es el principal culpable de la situación actual. Si antes los israelíes sabían separar entre la utopía, la idea de la redención de la Tierra Prometida, con la idea de un Estado basado en compromisos pragmáticos, hoy en día esta separación perdió sustento. En contraste, siguiendo el mismo argumento, si los árabes antes eran maximalistas indispuestos a ceder una parcela de territorio a los judíos, hoy se han percatado que deben comprometerse en función de un “interés ilustrado” por el bienestar de sus pueblos.

El embajador Hassasian insistió en la necesidad de pensar hacia adelante con optimismo, y se valió de la hipótesis de Kaufman para afirmar que las negociaciones con los israelíes fracasaron debido a la situación de asimetría entre una nación poderosa, y un movimiento nacionalista que aún no es Estado. Más adelante, insistió en separar el comportamiento errado de los extremistas musulmanes de lo que es el islam, y aseveró que Israel será un Estado paria de no acatarse a lo dispuesto por la comunidad internacional.

Bien, está más que claro que son muchas las cosas que pueden legítimamente objetársele a Israel, no obstante me preocupa que en ningún momento se haya hecho siquiera mención a las reiteradas oportunidades que tuvo la dirigencia palestina para alcanzar un compromiso. Quizás el ejemplo más claro de esto fue lo que ocurrió tras las negociaciones de Camp David en el año 2000. En aquel entonces, Ehud Barak ofreció a Yasir Arafat el 97% de los territorios en disputa, incluyendo el desmantelamiento de 63 asentamientos judíos, la formalización de una capital palestina en los barrios árabes de Jerusalén oriental, y reparaciones en $30 billones de dólares para ser repartidas entre los refugiados palestinos. El punto es que Arafat dijo que no, pese a que lo único que tenía que hacer era ceder sobre algunas cuestiones menores, pero de vital importancia para la seguridad de Israel, como el uso del espacio aéreo palestino, y la soberanía hebrea sobre algunas partes del Muro de los Lamentos, cargado con un fuerte simbolismo religiosos para los judíos.

En su autobiografía, el expresidente Bill Clinton, mediador de las negociaciones, expresa que durante las mismas: “Estaba llamando a otros líderes árabes a diario para pedirles que presionaran a Arafat a decir que sí. Todos estaban impresionados con la aceptación de Israel y me dijeron que creían que Arafat debía aceptar el trato”. Por otro lado, de acuerdo con el testimonio de la viuda del legendario cabecilla palestino, éste utilizó deliberadamente la Segunda Intifada para crear tensiones que en última instancia presionarían más a Israel a ceder frente a mayores reclamos. Paradójicamente, la terquedad de la vieja guardia palestina solo logro reforzar a la derecha israelí, con la cual progresivamente comenzaron a suscribir influyentes formadores de opinión de este país.

En un intento por forzar alguna mención a los errores de la ANP, le cité al embajador Hassasian informes de mecanismos especiales que hablan de la corrupción entre la dirigencia palestina, y le recalqué que Mahmud Abás debió, según lo estipulado, haber terminado su mandato en 2008. Mi pregunta fue: ¿cómo afectan estos hechos al proceso de paz, y si no piensa que es momento de abrir el foro a nuevos espacios políticos, a nuevos dirigentes dentro del liderazgo palestino?
Salvando las distancias, imagínese el lector preguntarle a un funcionario kirchnerista sobre la corrupción o la inflación en la Argentina. El embajador desmintió mis “acusaciones” como insensatas aseveraciones de un estudiante universitario, y culpó a Israel de que no se hayan celebrado aún las elecciones presidenciales. Pero más a mi pesar, Kaufman, quien confesó su disgusto con el actual gobierno israelí, luego pasó a sugerir que este tipo de alegatos no hacen más que restar al dialogo para alcanzar una solución. Para ser sincero, creo que mi pregunta debería haber sido más amena en función de la situación. Hassasian es un político y como tal, dio respuestas de político. Sin embargo, creo que Kaufman, en su posición de académico que no ostenta un cargo público, podría haberse explayado sutilmente acerca de los problemas en la otra cara del conflicto.

En suma, los disertantes se dedicaron a idealizar el plan árabe de 2002, que en teoría suena maravilloso, mas no se dedicaron ni un minuto a especificar cómo podría llevarse a cabo su implementación en el mundo real en el que vivimos. Se lo atacó a Israel por decirle al plan que no, pero no se explicaron sus reservas o preocupaciones. Sería interesante, para la próxima ocasión, presenciar un intercambio menos unidireccional, y más centrado en exponer distintos puntos de vista. De todas formas, rescato del evento el hecho simbólico de que dos destacadas personalidades de ambos lados puedan compartir una gira en conjunto. Estos hombres hicieron un sincero llamado a la importancia de la educación por la paz al largo plazo, a erradicar estereotipos y construir un futuro mejor. Pero como quien dice, de las palabras a los hechos queda un largo camino por recorrer.