La muerte de David Moreira en Rosario a manos de una turba desenfrenada, y la violenta golpiza sufrida por un joven en Palermo, conmocionaron a un país entero que hoy discute la legitimidad o no de la “justicia por mano propia” frente a hechos aparentemente delictivos.
David tenía 18 años y, culpable o inocente, murió tres días después porque no hubo forma de que se recupere de los traumatismos y la pérdida de masa encefálica que le produjeron los golpes. Al día siguiente, asociaciones civiles y representantes políticos repudiaban los hechos, mientras que en las redes sociales algunos daban rienda suelta a su algarabía, y otros aprovechaban para deslindar su responsabilidad diciendo “si la Policía no aparece, tenemos que hacernos cargo”.
No hay delito sin Justicia Penal
Primero tenemos que dejar en claro algo: no hay delito sin justicia penal. No es una declaración de principios, es un hecho del sentido común que encierra la más contradictoria de las paradojas del caso. Para decirlo claro: no hay delito que sea previo al derecho, no hay “delito” que pueda ser juzgado por fuera del Estado de Derecho. Si el derecho define al delito, es el derecho el que lo comprueba, y el que en consecuencia, dispone la sanción que le corresponde. Negar la actuación de la Justicia, es negar la existencia del propio delito, y por tanto, sería ridículo estar discutiendo si David robó efectivamente la cartera o no. La tan mentada “justicia por mano propia” es cualquier cosa, menos Justicia.
Si esto fuera una metáfora futbolera: la pelota atravesando el perímetro del arco y reventando la red, no necesariamente es gol: hace falta que el árbitro así lo disponga, evaluando si la posición no estaba fuera de juego, o si una falta previa no obliga a retrotraer la jugada, entre otras cosas.
No sólo en leyes piensa el hombre.
La relación que las sociedades tienen para con sus ordenamientos jurídicos dependen de la idea que la mayoría de los ciudadanos se hagan respecto del funcionamiento del mismo. Existen varios factores que influyen en el humor social y generan las más apasionadas iras y misericordias. En esta nota quisiera detenerme en dos: el discurso mass-mediático, y el discurso judeo-cristiano; dos formas antagónicas de pararse frente a esta situación.
La constante deslegitimación al accionar de la justicia y el pánico generado por medios de comunicación cargados de amarillismo e intencionalidad política crearon y llenaron de contenido un concepto que no existe fuera de la lógica virtual que lo describe: la inseguridad. No estoy diciendo que situaciones de violencia o robo no se produzcan a diario en cualquier parte del mundo, sino que la “[in]seguridad” es –por definición- interpretación pura; en las sociedades puede haber hechos delictivos: pocos, muchos, muchísimos. La inseguridad es otra cosa, es la interpretación de que esos hechos nos arrinconan y ponen en un peligro paranoico cualquier desarrollo posible de nuestra vida y de la de los nuestros.
Esa presencia omnipotente del riesgo, que todo lo puede arruinar en cualquier momento, habilita discursos que exigen la actuación desmedida del poder punitivo. Los medios de comunicación son el lugar por excelencia para víctimas en estado de shock, desde vecinos “a pie” hasta personalidades destacadas de las pantallas chica y grande, pidiendo a gritos la muerte como “solución final” para la madre de nuestros problemas.
Esta es la lógica del enemigo interno: por un lado “nosotros” los ciudadanos, por el otro “ellos” los delincuentes, los que, al no compartir mi humanidad, me impiden ejercer toda interpretación posible. Carentes de todo pensamiento crítico, y reflexión racional, el enemigo que construimos es más propio del reino animal que humano, y así debe entonces: morir y ser tratado como un animal.
En un sentido abiertamente contrario –por fuera del ámbito penal pero muy por dentro del imaginario social-, encontramos posturas como las que hoy sostiene el Papa Francisco, que recuerda al Catecismo de la Iglesia Católica: “La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales”. Algo tan sencillo como un acto de empatía cotidiano: me pongo en el lugar del otro para intentar –al menos- entenderlo, sin negar la responsabilidad que le cabe, ni el castigo que se merece.
Esta es la lógica de la fraternidad, propia de la tradición de la doctrina social de la iglesia, donde el “otro” me impone como límite el reconocimiento de su propia dignidad humana.
Dos caminos.
La cruzada contra el síntoma, y no contra la enfermedad, es el camino corto al que pretende arrojarnos el sencillismo mediático y el rebrote fachistoide que incluso –disfrazadamente- sostienen algunos candidatos políticos que se muestran como la “renovación”. Si elegimos este camino, sepamos que las razones que dan origen al quebrantamiento de la ley se profundizarán, y seremos todos culpables de ello, quizá en mayor medida quienes crean arrogarse legítimamente el lugar del juez. Al fin de cuentas, en una sociedad donde todos seamos “delincuentes”, se terminaría también con el delito. ¿Qué es lo que pretendemos? ¿Comernos al caníbal? ¿Darle más violencia a la violencia en una espiral incontrolable? Pretendiendo luchar por la paz, instalaremos la guerra, y la persecución de los hombres entre los hombres. Si en cambio, pretendemos seguir conviviendo en sociedad, quizá sea momento de apagar el televisor, interpretar las cosas por nosotros mismos y darnos un debate serio como sociedad sobre la justicia, las reformas necesarias en un código penal donde prima el parche y no la sistematicidad, y apostar a seguir haciendo más equitativas las relaciones sociales. Solo así habrá una Justicia posible.