Las democracias occidentales llevan en sí mismas una impronta univoca fundada en la teoría de la razón que, de manera homogénea, adquirió su formato durante el proceso de la ilustración. Son varios los elementos que unen a Montesquieu, Descartes, Rousseau y Kant, entre otros. Todos ellos convienen en un punto “subjetivo” pero existente en la intimidad del hombre, esto es: “la luz y la bondad” que, aunque muy escondidas en el interior humano subyacen bajo la mascarada de la costumbre, la tradición, los prejuicios y hasta de la propia represión. Sin embargo, el hombre convenientemente ilustrado es capaz de descubrir el corazón de oro que lleva en sí y que le confiere fundamento intersubjetivo para escoger y defender un nuevo orden social donde se da supremacía a lo comunitario, al tejido social y a lo humano.
A mi juicio, así como las matemáticas pueden exponer claramente el orden de axiomas, teoremas y teorías, de igual modo puede alcanzarse una encarnación de la razón en el cuerpo social que debería articularse por medio de la Constitución y las leyes que, en definitiva, conforman el verdadero “contrato social” de un Estado democrático.
En el fondo, los ilustrados siguen las antiguas concepciones dualistas del gnosticismo, de lo cataros y de algunos sectores del cristianismo, las cuales sostienen y afirman que hay en el hombre una energía escondida que lo emparenta con lo divino. Esos dualismos consideran el mundo social como una masa de barro que no permite que se manifieste esa energía. En cambio, el racionalismo ilustrado suele caracterizar tal energía como una chispa que puede convertirse en una llama social.
Siguiendo la teoría de los ilustrados, me gusta definir el poder como una máscara que envuelve lo originario, algo así como una cascara bajo la cual se esconde la semilla de lo humano.
Seguramente los medievales me considerarían blasfemo pues no se avergonzaban de proclamar la gloria y el poder como elementos directos y primariamente atribuidos a Dios y, por analogía a ciertos hombres investidos de sus atributos.
Sin embargo ¿en qué se parece la capa real de la Edad Media a la camiseta deportiva de los jóvenes de la Campora cuyo mimetización les lleva a vestir del mismo modo que las presas que quieren atraer a sus fauces políticas?
Bien podemos fundamentar una respuesta a tal interrogante en dos situaciones de conductas concretas de políticos contemporáneos. En una oportunidad Putin apareció fotografiado en el suelo, lo había derribado su joven profesor de yudo. Convengamos que el gesto no es majestuoso, pero vendió. Para ser justos y equilibrados otro dato no menor fue que con posterioridad a la campaña de Irak, Bush (hijo) intentaba recuperar popularidad en una fotografía profesando cándido afecto a su perro. Con esto pretendo significar que lo medieval y lo contemporáneo son dos mundos diferentes: el primero pretende manifestar un esplendor oculto, el segundo reivindica la cercanía a la masa, al hombre común. Al tiempo que uno se cubre de una capa o cascara reveladora de un fondo misterioso, a la manera del fondo dorado en la pintura medieval, el otro se despoja de la máscara que encubre lo patente en sí mismo y apunta a lo humano como fundamento de por sí.
En otras palabras, mi impresión es que el antropocentrismo renacentista implica una apelación al hombre en su inmediatez: su razón, su voluntad, sus necesidades. Contrario sensu, la democracia debería ser entendida como un movimiento de puertas abiertas, como una sensibilidad reveladora y desenmascaradora. Como tal, no debe ampararse en teologías, ideologías y mucho menos en la rigidez del dogma, sino en conceptos e ideas entendidos como una expresión de la naturaleza humana hecha transparente.
La teoría democrática, pese a la apelación medieval de mucha dirigencia política argentina hacia lo luminoso y el endiosamiento del Líder, no siempre aclara diáfanamente si se basa en lo que el hombre ya es, o bien proyecta el que ha de ser. El abismo que media entre ambas opciones es ignorado frecuentemente por la dirigencia política argentina inclinada al populismo. Y es por ello que muchos creen que basta con la declaración del “Estado democrático” sin distinguir entre “declaración y realidad”. Baste con recordar que hasta la caída del Muro de Berlín la Alemania del Este forzaba un fantasioso relato de lenguaje altisonante auto-denominándose “República Democrática Alemana”.
Y si el lector lo quiere menos académico y en término más coloquial, cabe mencionar que también una cóctel de Coca-Cola con Ron ha llegado a llamarse “Cuba Libre”.