Nunca la disidencia cubana la ha tenido tan fácil. Hace 15 o 20 años, publicar un documento político era un pasaje seguro a la cárcel. La que te caía. Si eras un intelectual -me recuerdo del profesor Ricardo Boffill, el poeta y periodista Raúl Rivero o la poetisa María Elena Cruz Varela-, no bastaba con descalificarte con un vitriólico editorial de Granma. Perdías tu trabajo y hasta los amigos te negaban el saludo. Comenzabas a vivir de manera clandestina. El acoso de los cowboys de la Seguridad del Estado te convertía en un tipo paranoico. Era desquiciante. Te citaban a cualquier hora, recibías llamadas telefónicas groseras en plena madrugada y el poder omnímodo con el que cuentan les permitía detenerte cuantas veces le diera la gana.
Es cierto, aún flota en el aire de la República la absurda Ley Mordaza, un instrumento jurídico mediante el cual el gobierno puede sancionarte a 20 años o más de prisión, sólo por escribir una nota periodística al margen del control estatal. Pero de 2010 a la fecha, el 95% de las detenciones son de corto plazo, de horas o días.