Nunca la disidencia cubana la ha tenido tan fácil. Hace 15 o 20 años, publicar un documento político era un pasaje seguro a la cárcel. La que te caía. Si eras un intelectual -me recuerdo del profesor Ricardo Boffill, el poeta y periodista Raúl Rivero o la poetisa María Elena Cruz Varela-, no bastaba con descalificarte con un vitriólico editorial de Granma. Perdías tu trabajo y hasta los amigos te negaban el saludo. Comenzabas a vivir de manera clandestina. El acoso de los cowboys de la Seguridad del Estado te convertía en un tipo paranoico. Era desquiciante. Te citaban a cualquier hora, recibías llamadas telefónicas groseras en plena madrugada y el poder omnímodo con el que cuentan les permitía detenerte cuantas veces le diera la gana.
Es cierto, aún flota en el aire de la República la absurda Ley Mordaza, un instrumento jurídico mediante el cual el gobierno puede sancionarte a 20 años o más de prisión, sólo por escribir una nota periodística al margen del control estatal. Pero de 2010 a la fecha, el 95% de las detenciones son de corto plazo, de horas o días.
Por supuesto, contra la disidencia se siguen utilizando los golpes de karate propinados por policías vestidos de paisanos, palizas y linchamientos verbales frente a tu casa. Ser disidente en una autocracia y apostar por la democracia y libertades políticas tiene su costo. Recibir insultos y amenazas a tu vida nunca resulta grato. Pero los disidentes cubanos lo asumen. Y aunque el comportamiento de los represores parezca salvaje e intimidante (que lo es), 50 años atrás, por lo mismo que se hace ahora, te podían condenar a la pena capital. Un poco, pero se ha avanzado. La disidencia en la isla tiene el reconocimiento de naciones democráticas.
En el exterior hoy son más visibles. Se comunican mediante blogs, webs, Twitter y Facebook, entre otras herramientas digitales. Algunos han sido premiados por su activismo. Y desde enero de 2013, pueden viajar y hacer lobby en instituciones estadounidenses e internacionales. Charlan y se tiran fotos con políticos. También pueden pasar cursos que les permiten elevar sus conocimientos. Es positivo. Pero las actuales coyunturas dentro de la sociedad cubana reclaman algo más que discursos, denuncias periódicas sobre violaciones de derechos humanos o reuniones de salón entre disidentes.
La oposición local debiera intentar ponerse de acuerdo entre sí y elaborar un programa político coherente, inclusivo y moderno. A un lado deberían quedar las discrepancias, egos y protagonismos. Todos los que disienten están de acuerdo en un punto: Cuba debe cambiar. Entonces, se debe trabajar a partir de ese enfoque común. Me parece que ya es el momento de aunar voluntades y encaminar el trabajo hacia dentro del país. Ocho de cada diez personas con las cuales converso están en desacuerdo con el régimen. Hasta en blogs de periodistas oficiales, al estilo de Alejo, Paquito el gay o Elaine Díaz, las críticas a instituciones antes sagradas, demuestran el descontento dentro de la sociedad. Los puntos de coincidencia de la oposición con un amplio sector de la ciudadanía son abrumadores. Igual que un obrero o profesional, los disidentes sufren las mismas carencias materiales provocadas por la mala gestión gubernamental.
En nuestros barrios las cañerías están rotas y las calles llenas de baches. Los edificios donde residimos necesitan reparaciones capitales. Los hospitales donde nos atendemos están desvencijados. Y en las escuelas de nuestros hijos la baja calidad educacional es palpable. Por tanto, se debiera priorizar el trabajo dentro de la comunidad y el vecindario. A pesar de que un alto por ciento de la gente está en sintonía con el discurso de la disidencia, es evidente el divorcio entre población y oposición. Debido a la propaganda negativa del gobierno hacia la disidencia, muchos cubanos de a pie no confían en los opositores. Los ven como unos oportunistas y demagogos. El proselitismo político de los activistas disidentes debe llegar a los ciudadanos de a pie. De nada vale publicar un documento en un diario extranjero, ofrecer declaraciones en Radio Martí o dar una charla en una universidad de Estados Unidos, cuando al interlocutor que debemos convencer lo tenemos en la puerta de al lado o en la acera de enfrente.
Otro punto que la disidencia debe enfocar sin complejos es el tema del dinero o ayudas que instituciones foráneas les brindan. La transparencia es primordial. Es saludable detallar en qué se utiliza cada centavo y recurso recibido. En sitios oficiales del gobierno de Estados Unidos, usted puede informarse de las contribuciones de agencias estadounidenses a la oposición cubana. Estoy de acuerdo con esas ayudas. Pero en desacuerdo con el silencio de los disidentes que la reciben a la hora de notificar su uso. También la disidencia local debiera aprender a buscar mecanismos propios de financiación. Por ejemplo, montar negocios particulares autorizados, que les pudieran servir para sufragar su trabajo y ayudar a otros ofreciéndoles empleos. A veces, la dependencia a instituciones extranjeras engendra compromisos no deseados. La disidencia de salón es necesaria. Pero, creo, llegó la hora de salir a ganar adeptos en la calle.