Derrota parlamentaria del chavismo puede acelerar reformas en Cuba

Iván García Quintero

Pasadas las doce de la noche, cuando los gerifaltes verde olivo escucharon a la presidente del colegio electoral venezolano Tibisay Lucena certificar el fracaso del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) de Nicolás Maduro en el plebiscito parlamentario del 6 de diciembre, se prendieron las alarmas en las oficinas del Palacio de la Revolución en La Habana.

El epicentro del sismo político venezolano estremeció a la Cuba oficial. La de los estadistas timoratos, funcionarios irresponsables e ideólogos radicales que pretenden gobernar una nación sumando sólo uno y cero.

El país virtual que diseñan los asesores de Raúl Castro, ocupados en esconder la crisis estructural política, económica y social de Cuba, es un arma de doble filo.

El férreo control de los medios en la isla les permite presentar al mundo una sociedad de personas amables y comprometidas con ese truco publicitario llamado Revolución Cubana. Que existió, pero desde 1976 se institucionalizó como una nación de corte soviético sustentando el marxismo como guía política.

Los hermanos Castro han gobernado el país —gracias al eficiente aparato de inteligencia— sin protestas populares y sofocando a una minúscula disidencia interna que por errores de estrategia no ha sabido o no han podido conectar con el cubano de a pie.

Ese disparate ideológico y económico lo exportaron a Venezuela. Cuando el teniente coronel Hugo Rafael Chávez era un simple golpista, Fidel Castro, en la distancia, vislumbró a un futuro estadista.

Al salir de la cárcel en 1994, Castro lo recibió en La Habana con pompas de presidente. Cada paso político de Chávez fue monitoreado por su mentor. La habilidad de Fidel Castro permitió instalar en Miraflores algo mejor que un aliado ideológico o estratégico en América Latina: un ventrílocuo.

Los hermanos Castro tienen un mérito incuestionable. Manejan por control remoto una nación con tres veces más población, PIB y recursos naturales que la suya. Y sin disparar un tiro.

Cuando Hugo Chávez entró por la puerta de atrás en la política venezolana, gracias a la corrupción, el descontento popular y una pobreza descontrolada, llevaba en el portafolio las líneas maestras de su tutor Fidel.

El gran desliz de Chávez, Maduro o los hermanos Castro ha sido gobernar sólo para sus partidarios. Hay otros errores de bulto. Ideologizar la enseñanza, estatizar negocios productivos y desmontar un engranaje económico que funcionaba.

La respuesta de Caracas al manicomio económico fue culpar al enemigo de siempre: el imperialismo yanqui, la burguesía y el empresariado local. Lula da Silva en Brasil, a pesar de los escándalos de corrupción y José Mujica en Uruguay demostraron ser una izquierda diferente.

En el plano internacional, como buenos camaradas de viajes, el brasileño y el uruguayo apoyaron o silenciaron los desmanes y los disparates de sus socios ideológicos. Pero no fracturaron la sociedad como Chávez y los Castro.

La megalomanía de Chávez fue un lastre. Al morir el paracaidista de Sabaneta de Barinas, como cualquier caudillo, dejó un vacío de poder insuperable.

Si Maduro hubiese sido precavido, hubiera creado alianzas con la oposición para salir del bache. Cuando Nicolás llegó al poder, los tiempos eran otros. Había pasado la etapa de bonanza con la exportación de materias primas y el precio del petróleo iba cuesta abajo. Pero no supo aquilatar el momento.

Las tonterías, las groserías y los insultos a granel de Nicolás Maduro no van a detener la inflación, la depreciación del bolívar, el crimen organizado, la escasez de comida o la crispación social en Venezuela.

Más que la oposición venezolana, el gran contendiente del PSUV es el pueblo. Y este habló el 6 de diciembre. ¿Qué podrá pasar de ahora en adelante?

Si no cambia su estrategia política, inevitablemente le espera el desastre. Probablemente la revocatoria antes de 2019 y seguir perdiendo cotas importantes de poder.

Si fuera un presidente decente, Maduro renunciaría. Innumerables fallas en la administración del país, violencia récord, corrupción oficial y con dos parientes de su esposa acusados por narcotráfico, la mejor salida de Maduro, incluso para preservar el chavismo, es dimitir.

Pero no lo creo. Ese tipo de personas basa su autoridad anulando al contrario. La diplomacia no es su fuerte. Todo lo contrario de Raúl Castro. Cuando alcanzó la Presidencia en 2006, pocos apostaban un centavo por él.

Tenía fama de borracho y conspirador a la sombra. Estaba en el poder sólo por ser hermano de Fidel. El pitcher relevo llegó en un momento crítico. Con una crisis económica estacionaria y un preso político, Orlando Zapata Tamayo, que murió en la cárcel durante una huelga de hambre.

En el plano internacional, Raúl estaba asediado por Estados Unidos y la Unión Europea, debido a la pésima estratégica de su hermano de encarcelar a 75 disidentes en la primavera de 2003.

Pero el autócrata cubano supo negociar un trato ventajoso con la Casa Blanca y la Unión Europea, sin dejar de reprimir a los disidentes y sin cambiar demasiado el statu quo.

Raúl Castro es un experto en vender humo. Un año después del 17 de diciembre no ha implementado una estrategia como respuesta a la hoja de ruta del presidente Barack Obama.

Quizás el varapalo del 6D en Venezuela y la emigración imparable de cubanos lo animen a aplicar reformas serias. Aunque con los Castro nunca se sabe.