La Habana. Cuando un norte llega a La Habana, Gregorio, custodio en una fábrica, asegura que con el frío, el hambre parece que tiene navajas. “No sé si será por viejo. Pero la otra noche la frialdad me llegó a los huesos. Y eso que estaba forrado haciendo la guardia. Debajo de la camisa tenía dos pulóveres y una enguatada, y encima un chaquetón verde olivo de cuando era militar”, dice sentado en un quicio, intentando vender en quince pesos el pan con jamón y queso que le dan como merienda.
“Necesito más el dinero que el sándwich. Con los quince pesos compro unas libras de boniato y yuca para echarle a una caldosa. ¿La carne de cerdo? Se las debo, ese ajiaco va sin proteínas”, apunta Gregorio.
En una panadería estatal, pasadas las cuatro de la tarde, una cola de más de cuarenta personas espera que del horno salga pan suave integral, a peso cada uno, o barras de pan duro a cinco pesos. “Vengo desde Santa Amalia (municipio de Arroyo Naranjo) a comprar pan. Pero cuando hace un poquito de frío, se arman unas colas de madre. Cuando en Cuba el mono chifla, a uno se le abre el apetito y el hambre lo matamos comiendo pan”, expresa una señora. Continuar leyendo