En una deslucida carnicería, justo frente a la Iglesia de los Pasionistas, en la barriada de La Víbora, dos chicos juegan cubiletes encima del mostrador, un ayudante afila con calma un par de cuchillos y el carnicero, sin camisa y sentado en un destartalado taburete fuera del local, se dedica a rellenar un crucigrama de una revista Bohemia del año pasado.
En una pizarra cuelga un aviso que reza: “pollo por pescado y carne de niño”. Algunos jubilados hacen cola con sus jabas, resguardándose del calor insoportable debajo de un alero.
Parece un cuadro surrealista de Chagall. “Aún no ha llegado el pollo ni el picadillo de niños, pero en algún momento del día llegará el camión”, informa el carnicero a los usuarios sin levantar la mirada del puzle.
A los abuelos que intentan cobijarse del sol les da igual. A ellos el tiempo les sobra. Hablan naderías o recuerdan con nostalgia los tiempos en que el Gobierno, cada nueve días, distribuía carne de res por la libreta para todos los miembros del núcleo familiar.
“Ahora todo es un lujo. La carne, la leche y las frutas. En los años 80, la carne de res era racionada, pero de vez en cuando se comía. Aunque mejor estábamos antes de la revolución, cuando un pan con bistec así de gordo -señala con sus dedos-costaba quince centavos”, acota mientras se pasa la punta de la lengua por la comisura de los labios.
El panorama más conmovedor de la Cuba de hoy son los viejos, la tercera edad. Muchos, abandonados por su familia, viven al garete, vendiendo jabas de nailon o cigarrillos sueltos.
Otros piden dinero en las calles o en los alrededores de los asilos de ancianos. Para ellos las tibias reformas económicas de Raúl Castro se parecen a un cometa lejano. Inalcanzable. Son los grandes perdedores.
Ya en La Habana es mediodía. El sol revienta el asfalto. El vapor levanta volutas de humo. Parece un fósforo encendido a punto de estallar. Hacer un trámite o una compra es cosa de gente audaz, que la hay.
Dos docenas de personas esperan para pagar la cuenta del teléfono en la oficina de la empresa telefónica Etecsa. En el agromercado, un gentío recorre las tarimas en busca de comida.
Antonio, empleado bancario, saca cuentas con la calculadora de su teléfono móvil delante de un anaquel donde descansan varios trozos de cerdo y merodean las moscas. Intenta regatear a la baja con el carnicero. “Oye, está duro eso de la libra de bistec de puerco a 45 pesos [dos dólares]. Te compro 15 libras si me las deja a 40”, tira el anzuelo.
El vendedor, con una camisa verde de cirujano, ni se inmuta. “Puro, probablemente mañana las venda a 50 pesos. Esas son las únicas libras que me quedan. Si no se las lleva usted, otro me las compra”, le dice y sigue fumando un cigarrillo mentolado.
A pesar de ser horario laboral, las calles y los comercios están atestados. “Aquí nadie trabaja, hay cola a cualquier hora. Este es un país de vagos. Y de borrachos”, comenta un señor y dirige su mirada hacia un bar en la acera de enfrente.
Desde las nueve de la mañana, el cochambroso bar tiene todas sus mesas ocupadas. Varios hombres, desafiando el calor de fuego, beben a pulso ron de tercera categoría o un brebaje ámbar claro que se vende como cerveza dispensada.
Todos hablan en voz alta en la ‘exclusiva’ jerga cubana. Intercalando palabrotas, llaman al cantinero: “Asere, pónme otra ronda”. Piden los tragos con cara de tragedia. No es para menos, el local no tiene ventilador y sudan a chorros.
Tomar alcohol es uno de los tres deportes nacionales. Junto con jugar dominó y hacer planes para emigrar.
Al costado del bar de mala muerte hay una cafetería en moneda dura. Venden dulces a precios de oro y la buena noticia es que desde hace dos días llegó la cerveza. Tienen Heineken y Bavaria importada a 1,80 cuc, peso cubano convertible (1,80 dólar), así como Cristal y Bucanero, de producción nacional, a 1 cuc. La mala noticia es que todas las mesas están llenas y el aire acondicionado, apagado.
“Por favor, prende ese aparato que me derrito del calor”, grita un parroquiano. “Por instrucciones de la empresa no se puede encender hasta después de las 3 de la tarde. Para ahorrar combustible”, contesta una dependiente.
“Esto es el colmo. ¿La plata que recogen ustedes no alcanza para pagar la luz? ¿Qué hace el Gobierno con el dinero?”, se pregunta un cliente. Nadie le responde.
El verano espera en la antesala y el termómetro marca 33 grados en La Habana. Ya comenzaron las vacaciones escolares. Las familias se rompen la cabeza para asegurarles a sus hijos dos comidas diarias y cuentan los pesos para llevarlos el fin de semana a la playa.
Mientras, ancianos jubilados de La Víbora esperan el pollo por pescado.