El proyecto nacional, popular y democrático dio un gran paso adelante

En las sociedades contemporáneas, los grandes grupos concentrados no sólo tienen el monopolio del poder y del dinero. También tienen, inseparable, el monopolio de la información. Que es como decir el de la palabra, de la palabra que puede llegar a las multitudes e influir en sus aspiraciones, en sus temores, en sus decisiones. Sucede, por supuesto, también en la Argentina. Concretamente, con las empresas dominantes en el ámbito de los medios de comunicación de masas.

Por eso acompañamos desde el principio el proceso que desembocó en la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, más conocida como Ley de Medios. “El apoderamiento de la información por parte de unos pocos grupos monopólicos -decíamos entonces- ha sido y es un límite de hierro para la profundización de la democracia en la Argentina”.

Estábamos seguros de que la liquidación del régimen de radiodifusión impuesto por la última dictadura, y su remplazo por una norma que cerrara el camino al acaparamiento de medios por parte de un puñado de poderosos, que abriera espacios de expresión a sectores amplios de la comunidad, que protegiera el derecho de los ciudadanos a una información plural, no debía demorarse más.

En aquel momento, algunos sectores de la oposición política y de la mediática  fundaban su rechazo al proyecto oficial en una presunta defensa de la libertad de expresión, lo que constituía un evidente contrasentido. Recuerdo que una dirigente conocida por sus desatinadas profecías llegó a decir que no vacilaría en apoyar a los “llamados grupos económicos” en aras de esa libertad. Lo señalamos como una confesión disfrazada y vergonzante, y lo seguimos haciendo.

La sanción de la norma fue precedida por un largo proceso de debate público que demostró sobradamente que la ley no sería una ley K, como pretendía y sigue pretendiendo una propaganda tan insidiosa como infundada, sino una norma forjada colectivamente, con la participación y la adhesión de amplios sectores de la ciudadanía y de prácticamente todos los actores de la comunicación social que actúan con independencia de los grandes monopolios.

El Grupo Clarín, paradigma en el país de la concentración de medios, y virtual cabeza de la oposición, inició de inmediato una batalla judicial, que se sumó a la propagandística y política, para impedir la aplicación de la norma. La alegación de inconstitucionalidad fue finalmente barrida por el fallo de la Corte Suprema.

Desde ya que la mera vigencia de una norma no transforma necesariamente la realidad. Los poderes afectados van a oponer mil y un artilugios de todo orden para atenuar o anular los efectos de la ley. Va a hacer falta que una movilización ciudadana aún mayor que la que protagonizó el proceso de elaboración y sanción de la ley acompañe ahora, y empuje, su auténtica puesta en práctica.

Y va a hacer falta también que respaldemos al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner frente a los embates con que los grupos mediáticos y empresariales seguramente van a tratar de seguir embarrando la cancha. Es mucho lo que está en juego. Según la Corte, seguir permitiendo la concentración de medios audiovisuales y renunciar a su regulación, “sería simple y sencillamente un suicidio cultural”.

La aplicación de la ley, sin más dilaciones y en toda su profundidad, para que la sociedad que la respaldó desde el principio se beneficie con todos sus efectos, sería lo contrario de ese suicidio. Contribuiría, en cambio, a la ampliación de derechos y a la igualdad, objetivos centrales del proyecto nacional, popular y democrático, que acaba de dar un gran paso adelante.

Militancia, derechos humanos e igualdad

En materia de derechos humanos, las conquistas logradas en diez años de kirchnerismo son muchas. El jueves pasado, sin ir más lejos, la muerte de un dictador en la cárcel las puso en evidencia con la fuerza de un símbolo. Tampoco son menores los avances registrados en lo que se refiere a la ampliación de derechos ciudadanos y a la inclusión social, aunque en este último aspecto la deuda con los más desvalidos de nuestra sociedad siga siendo muy grande. Sin embargo, es otra la faceta en la que quiero poner énfasis en este balance.

Hace diez años, el país estaba vacío de política, en la misma medida en que ella estaba vacía de militantes. Los casi treinta años que habían transcurrido desde el inicio de la última dictadura cívico-militar, atravesados por la aplicación casi constante de la ortodoxia económica neoliberal elevada a la categoría de pensamiento único, habían transformado a la actividad política en una mera administradora de los intereses del capital más concentrado.

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Democratizar la Justicia no es ninguna blasfemia

Hace casi treinta años, nuestro país conquistó la democracia. Solemos hablar de “recuperación”, pero tal vez sería más justo hacerlo de “inauguración”. En efecto, no había habido democracia en la Argentina salvo algunos lapsos excepcionales. Nuestra historia anterior está llena, no sólo de golpes de Estado, sino también, por ejemplo, de largos años de proscripción de los partidos populares mayoritarios y de fraudes electorales.

Sin embargo, la democracia instalada en 1983, no habría podido ser de otra manera, era incompleta, imperfecta, atravesada por carencias profundas, entre las que debería bastar la mención de la  consagración de la impunidad de los crímenes del terrorismo de Estado, que tardó dos décadas en extinguirse.

Nuestro país, entonces, vive un proceso de democratización progresivo, que va superando de a una las antiguas carencias. La democracia plena es aún un objetivo que perseguimos, no un logro ya obtenido. Cuando la presidenta habló de la necesidad de democratizar el Poder Judicial no pronunció ninguna blasfemia contra la Constitución, ni lanzó ataque alguno contra uno de los poderes del Estado. Se refirió, sin más, a esa necesidad de seguir ampliando nuestra democracia.

El Poder Judicial es el único que se reproduce a sí mismo sin participación de la voluntad popular, el de espíritu más corporativo, el más cerrado sobre sí mismo. El que está más lejos, fuera del alcance casi, de los ciudadanos comunes. El más permeable, si se me permite, a la presión de los intereses minoritarios más poderosos.  En otras palabras, el Poder del Estado de origen y funcionamiento menos democráticos.

Huelga decir que encontrar los caminos para su reforma exige un debate de genuina calidad política y teórica. Pero sería necio negar la necesidad de esa reforma. Tanto como negar que esa reforma debería contribuir al objetivo superior de la democracia, que no puede ser otro que la igualdad social.