Por: Jorge Rivas
Hace casi treinta años, nuestro país conquistó la democracia. Solemos hablar de “recuperación”, pero tal vez sería más justo hacerlo de “inauguración”. En efecto, no había habido democracia en la Argentina salvo algunos lapsos excepcionales. Nuestra historia anterior está llena, no sólo de golpes de Estado, sino también, por ejemplo, de largos años de proscripción de los partidos populares mayoritarios y de fraudes electorales.
Sin embargo, la democracia instalada en 1983, no habría podido ser de otra manera, era incompleta, imperfecta, atravesada por carencias profundas, entre las que debería bastar la mención de la consagración de la impunidad de los crímenes del terrorismo de Estado, que tardó dos décadas en extinguirse.
Nuestro país, entonces, vive un proceso de democratización progresivo, que va superando de a una las antiguas carencias. La democracia plena es aún un objetivo que perseguimos, no un logro ya obtenido. Cuando la presidenta habló de la necesidad de democratizar el Poder Judicial no pronunció ninguna blasfemia contra la Constitución, ni lanzó ataque alguno contra uno de los poderes del Estado. Se refirió, sin más, a esa necesidad de seguir ampliando nuestra democracia.
El Poder Judicial es el único que se reproduce a sí mismo sin participación de la voluntad popular, el de espíritu más corporativo, el más cerrado sobre sí mismo. El que está más lejos, fuera del alcance casi, de los ciudadanos comunes. El más permeable, si se me permite, a la presión de los intereses minoritarios más poderosos. En otras palabras, el Poder del Estado de origen y funcionamiento menos democráticos.
Huelga decir que encontrar los caminos para su reforma exige un debate de genuina calidad política y teórica. Pero sería necio negar la necesidad de esa reforma. Tanto como negar que esa reforma debería contribuir al objetivo superior de la democracia, que no puede ser otro que la igualdad social.