El proceso inflacionario que se vive actualmente en nuestro país no es ni novedoso ni extraordinario. Entre 1945 y 1974 la inflación anual promedio en Argentina fue del 27%, con valores superiores al 20% en más de la mitad de los años. En el período 1975-1991 la media anual rondó el 550%, disminuyendo al 260% si sacamos los años de hiperinflación. Sólo en comparación a los noventa (4% de promedio anual entre 1992 y 2001) es que la inflación actual podría resultar “desmedida”, si bien en ese caso correspondería aplicar ese mismo adjetivo al fuerte incremento del desempleo, la pobreza, la indigencia y desindustrialización que acompañaron a la estabilidad de precios en esa década. Con esto no estamos indicando que el incremento de los precios necesariamente sea algo deseable, ya que puede traer consecuencias sociales negativas si los salarios y los ingresos de los más desfavorecidos no lo acompañan, sino que la inflación no es un problema en sí mismo que haya que erradicar a toda costa.
El problema no es el control de cambios
La discusión actual sobre las divisas se centra, al menos en el foro mediático, en el precio del dólar y los efectos negativos (principalmente sociales) del control del mercado cambiario. Mi intención es contextualizar este debate en un marco más amplio, tomando en cuenta la importancia que reviste para el crecimiento económico del país.
Antes que nada, vale la pena mencionar que el control de cambios ha sido una herramienta de política económica utilizada en el pasado por gobiernos de diversos colores políticos en contextos de incertidumbre cambiaria, con el fin de evitar que fueran puestas en peligro las reservas internacionales.