La discusión actual sobre las divisas se centra, al menos en el foro mediático, en el precio del dólar y los efectos negativos (principalmente sociales) del control del mercado cambiario. Mi intención es contextualizar este debate en un marco más amplio, tomando en cuenta la importancia que reviste para el crecimiento económico del país.
Antes que nada, vale la pena mencionar que el control de cambios ha sido una herramienta de política económica utilizada en el pasado por gobiernos de diversos colores políticos en contextos de incertidumbre cambiaria, con el fin de evitar que fueran puestas en peligro las reservas internacionales.
Las reservas, generalmente expresadas en divisa, no son más que la capacidad que tiene un país de intercambiar su trabajo local por productos y servicios fruto del trabajo extranjero. Un país que no posee divisas carece del medio para importar los bienes necesarios para su normal reproducción, incluso a pesar de contar con la capacidad de trabajo suficiente para hacerlo. De este modo, las divisas cumplen un rol similar al de cualquier bien que no se produce en el país, es decir, tienen una utilidad que va más allá del mero hecho de ser dinero. Así como es necesario importar medicamentos para curar enfermedades o computadoras para trabajar, las divisas cumplen la función de permitirnos importar. Esto se torna fundamental en un contexto de industrialización que depende de insumos producidos en el exterior, si bien no siempre es del todo tenido en cuenta por la opinión pública debido a otra característica de la economía nacional, que es su gran nivel de dolarización. Antes de proseguir con mi argumentación me parece conveniente hacer un breve paréntesis con respecto a las razones de dicha dolarización.
El sistema productivo nacional se encuentra lo suficientemente diversificado para no depender exclusivamente de las exportaciones primarias, pero no lo suficiente como para aprovisionarse en el medio local de todos los insumos necesarios para su funcionamiento. En adición, la industria requiere divisas que sólo pueden generarse en la cuantía suficiente en el sector agroexportador, el cual únicamente puede expandir su producción en tanto los precios internacionales sean favorables. Simultáneamente, el crecimiento económico motiva el aumento de la demanda interna de productos manufacturados, por lo que trae aparejado un aumento en las importaciones tanto de bienes terminados como de insumos para la industria nacional. Mientras los precios de los bienes primarios exportados se mantienen elevados, la entrada de divisas por exportaciones resulta suficiente para afrontar el incremento en las importaciones. El problema reside en que en la práctica los precios de las materias primas tienden a sufrir fluctuaciones mucho mayores a las de los productos industriales, lo que en períodos bajistas implica que la entrada de divisas por exportaciones sea inferior a la necesidad de los importadores. Este mecanismo operó en forma cíclica durante toda la segunda mitad del siglo XX y es la causa de fondo de todas las crisis externas que resultaron en fuertes devaluaciones del peso hasta los ’70. Durante la última dictadura y en la década de los ’90 se agregó a esta situación el fuerte endeudamiento externo.
Este mismo mecanismo ha mantenido al país durante el siglo pasado en una situación de gran sensibilidad frente a los vaivenes de la economía mundial, reflejados en la crónica inestabilidad del peso. Frente a ello los argentinos con capacidad de ahorro han sido forzados en numerosas ocasiones a refugiarse en la divisa, alentados a su vez por los grandes flujos de moneda extranjera que ingresaron al país en los momentos de mayor apertura económica y financiera (los cuales coincidieron, a su vez, con las etapas de mayor endeudamiento externo).
La situación presenta una puja de intereses entre la industria nacional que necesita acceder a las divisas para comprar insumos, los consumidores para quienes un dólar barato representa precios más bajos, los ahorristas que buscan protegerse (e incluso beneficiarse) en caso de una devaluación y los exportadores que ambicionan mayores precios en pesos. El control de cambios vuelca la balanza a favor de la industria y los consumidores, por lo cual en principio resulta razonable el repudio a la medida por parte de los demás.
Digo que sólo en principio resulta razonable porque encuentro varios factores que debilitan el argumento de los ahorristas y los exportadores. En primer lugar, el actual nivel de reservas internacionales hace muy poco probable la hipótesis de una devaluación inminente, en especial si se lo compara con los niveles previos a las grandes devaluaciones pasadas. En segundo término, si bien es cierto que la inflación lesiona el poder de compra también lo es que la solución dista mucho de ser una compra masiva de dólares, como la ocurrida a finales de 2011 que derivó en la aplicación del control de cambios. La huida masiva al dólar tiene como consecuencia una presión al alza del tipo de cambio, lo que deriva en mayores costos de importación y, por ende, refuerza el fenómeno inflacionario que supuestamente se trata de eludir, perjudicando al conjunto de los consumidores. Esto se hace más evidente si se toma en cuenta que quien recurre al ahorro en dólares para protegerse de la inflación lo hace justamente porque especula con un incremento del precio del dólar.
Por otra parte, si lo que se espera no es un aumento del dólar sino que el Estado provea las divisas demandadas por el público utilizando sus reservas, la situación es aún peor. En ese caso se estaría buscando el privilegio de un sector específico, el de quienes tienen poder de ahorro en dólares, frente al interés general representado en que la industria tenga acceso a insumos baratos para expandir tanto su producción como su nivel de empleo.
En cuanto a los exportadores, su argumento pierde peso en tanto que la devaluación los beneficia en la misma medida en la que se perjudican los consumidores, al traducirse en un aumento de los precios. Finalmente, el desdoblamiento del tipo de cambio permite aislar de los vaivenes especulativos al mercado de divisas para la importación, que es el más relevante para el crecimiento del país. Quitarle las divisas a la industria detiene el crecimiento y, por ende, la creación de empleo.
Por todo lo expuesto creo que en lugar de cuestionar la validez del control de cambios como herramienta de política económica podríamos concentrar nuestras energías en continuar discutiendo cómo generar incentivos a las inversiones que promuevan una estructura productiva más diversa y menos dependiente de la disponibilidad de divisas.