Una columna reciente de Infobae sobre las locas iniciativas de Fidel Castro me trajo a la memoria la historia de Rosafé Signet y su triste destino en la isla de Cuba, a principios de los años setenta. Es un cuento de amor, patriotismo, racionamiento y muerte, en la mejor tradición del realismo socialista. Hela aquí.
Yo no presencié la escena, pero puedo imaginarla sin gran dificultad. Fue amor a primera vista. El invicto comandante y el prodigioso semental. El primero vio una foto o quizá una película en la que el segundo desplegaba su sin par musculatura, la curva delicada de su cornamenta y su altiva mirada, casi de minotauro hiperbóreo. Tenía la fiereza de un miura, el empaque de un charolais y la reciedumbre de uno de esos ejemplares que los ancestros celtíberos del comandante habían inmortalizado en la piedra dura de Guisando. Había ganado numerosos concursos de belleza bovina.
El comandante, que también era un macho enérgico y prolífico, decidió que aquel toro sería el padre de sus terneros. Se llamaba Rosafé Signet, era canadiense y en 1967 costaba un millón de dólares. Ninguno de esos atributos fue óbice para que se ejecutara la voluntad del seducido guerrero. A las pocas semanas del flechazo, Rosafé estaba instalado en las afueras de La Habana, en un establo climatizado rodeado de tres hectáreas de pastos, con música indirecta, alimentación especial y una pequeña tropa de soldados, vaqueros y veterinarios encargados de velar por su salud y bienestar. Algunas noches, durante el suave invierno caribeño, la escolta lo dejaba trotar y pastar libremente por la dehesa, para que estirara los músculos y se refrescara el fatigado vergajo.
La cabaña ganadera de la isla había experimentado una reducción vertiginosa en los pocos años que el comandante llevaba en el poder y se esperaba que el nuevo “toro de Fidel” obrase un milagro reproductivo. Gracias a la inseminación artificial y el espléndido patrimonio genético del animal, se iba a crear una primera generación de reses -denominadas F-1, en honor al autor intelectual de la iniciativa- que combinarían el rendimiento lechero de las vacas de raza jersey con la capacidad de producción de carne de Rosafé. Más tarde, el cruce de ejemplares de la primera generación mejoraría aún más las características la progenie, que se llamaría F-2 y así sucesivamente. A la vuelta de una década, Cuba iba a producir más leche que Holanda, más quesos que Francia y más carne que Argentina. Y ese prodigio sería el resultado del genio agropecuario del comandante y el semen poderoso de su mascota favorita.
Pero la escasez de alimentos, que ya era notoria ese año, se agudizó en los meses siguientes debido a otro proyecto epónimo que el comandante decidió emprender: en 1970 la isla iba a producir 10 millones de toneladas de azúcar, cifra que batiría todas las marcas mundiales en la materia. Para lograr ese objetivo, la mayoría de los recursos humanos y materiales del país se consagraron a la tarea desde principios de 1969. La consiguiente carencia de casi todo fomentó el mercado negro y “el tiro de carne”, actividad que consistía en sacrificar clandestinamente, con nocturnidad y alevosía, a todo cuadrúpedo que pastara en los alrededores de la ciudad. Los matarifes improvisados descuartizaban el animal a toda prisa y se llevaban los trozos más fáciles de vender, dejando el resto del cadáver en la escena del delito.
Monguito y Collín se dedicaban por entonces a esta lucrativa tarea. Durante un año los tres habíamos coincidido en el presidio político de menores, aunque mis amigos eran más bien lo que entonces llamábamos “policomunes”, es decir, gente cuya actividad oscilaba entre la transgresión política y el delito común. Era una zona jurídica muy amplia y borrosa, en la que se movían numerosos jóvenes que el régimen consideraba a la vez delincuentes y “desafectos”, y a los que castigaba con gran severidad. Para evitar el contagio ideológico, las autoridades preferían encerrarlos junto con los presos políticos. Monguito, Collín y yo habíamos salido de la cárcel en 1972. Dos años después, volvimos a encontrarnos en los calabozos del Castillo del Morro. Éste es el relato abreviado que me hizo Collín de la hazaña que los devolvió al “embere mayor”:
“Acere, estábamos en el tiro de carne y una noche salimos por cerca de La Coronela y vimos una vaca grandísima. Monguito le echó el lazo por el hocico y yo le di dos puñaladas en el lomo. Como era tan grande, na má pudimos llevarnos un pernil. Le sacamos un montón de filetes y los vendimos en el barrio. A los quince días, llegó el G-2 (policía política) y nos llevaron pa Villa Marista. Allí nos acusaron de haber asesinado al toro de Fidel y nos dijeron que nos iban a fusilar”.
Gracias a la infinita benevolencia del comandante, Monguito y Collín no terminaron sus días en el paredón de fusilamiento. Tan sólo los condenaron a 25 años de prisión, de los cuales deben de haber cumplido muchísimos.
Yo no sé si la historia que me contó Collín es verdadera o falsa. Sólo sé que a principios de los años setenta Rosafé Signet, el semental de un millón de dólares que Fidel hizo traer de Canadá, desapareció misteriosamente y nunca nadie más volvió a hablar de él. Me encanta pensar que al menos una parte del noble animal terminó en los platos de los vecinos de Pogolotti, Cocosolo y otros barrios aledaños, donde Monguito y Collín tenían su clientela.