ensayo de Bernardo Maldonado-Kohen
Los dos primeros agotamientos de los ciclos peronistas fueron horriblemente resueltos por los militares que debieron hacerse cargo. Fracasaron.
En 1955, fueron al frente los usados generales descartables Eduardo Lonardi y Pedro Aramburu, con el complemento marino del almirante Isaac Rojas, que aportaba la cuota indispensable de fealdad.
Y en 1976 fueron el general Jorge Videla y el almirante Emilio Massera, con el complemento aeronáutico del casi anónimo brigadier Agosti.
Representación de los devastadores desubicados que se equivocaron mayoritariamente en la implementación activa del verbo.
Porque se dedicaron a matar, cuando, lo que correspondía, era robar. Se estrellaron patológicamente en Malvinas.
Como consecuencia del primer agotamiento, surgió el mito aún vigente de la resistencia peronista. Con los ejemplos abnegados de heroísmo, que sirven de escudo para legitimar la pasión recaudatoria de la actualidad. Y con la peripecia estratégica del General, el gran creador del peronismo como género literario.
Aquella apagada mística subsiste como sustento retórico para encarar la desteñida epopeya del presente. Con el desafío de renovar la piel para mantenerse, y de transformarse a sí mismo. O de volver -por qué no- al jubileo del núcleo original, en un país desgastado por la desesperación (por salvarse), y por la falsedad del contexto.
18 años después del desalojo, de la expulsión humillante en la cañonera paraguaya, el peronismo volvió a imponerse en el conflictivo 1973. Con su triunfo personal, el General consolidaba la venganza política, mientras signaba, en simultáneo, el fracaso colectivo que paralizaría a las próximas generaciones.
Entre Cámpora y Kirchner
(A propósito, 42 años después del regreso sin gloria, abundan los que vaticinan que, en caso de triunfar en 2015, Daniel Scioli podrá seguir el penoso ejemplo del infortunado Héctor Cámpora.
Por la idea instalada de concluir abruptamente con la cantilena positivista de la “fe y la esperanza”, a más tardar en 45 días. Como ocurrió con Héctor Cámpora. El dentista del apellido que se convirtió en una marca, celebrada por la homónima Agencia de Colocaciones.
Es el sentido secreto del cartel “Zannini para la Victoria”.
Otra conjetura, en cambio, lo asocia a Scioli con la receta letal de Néstor Kirchner.
Consiste en que Scioli le estampe, a La Doctora, el corte de manga que Kirchner le aplicó a Eduardo Duhalde.
Una apuesta inmadura, en todo caso, hacia la traición).
1983. Alfonsín
En cambio, como consecuencia de la caída de 1976 -y después del fracaso espléndido de los sanguinarios que se equivocaron de verbo-, el peronismo no alcanzó a recuperarse. Fue fulminado por la primera derrota electoral de su historia.
Significa confirmar que el peronismo experimentó la tercera caída. Y no fue consecuencia fácil del incendio de ningún ataúd artificial.
En la flamante versión institucional iniciada en 1983, con la consagración del radical Raúl Alfonsín, se asistía al primer agotamiento anticipado del peronismo.
Pero llamativamente el peronismo se renueva a partir de los lineamientos renovadores que le estampa aquel líder que lo venció.
Acelerado en el impulso, Alfonsín intentó colonizar al peronismo, a los efectos de acabar de una buena vez con el jactancioso “fenómeno maldito” que había descripto John William Cooke. Para fundirlo en el Tercer Movimiento Histórico. Utopía que derivó, apenas, en la gestación de un discurso brillante. Pero inútil para evitar el inexorable naufragio.
Con algún maquillaje en la renovada piel, el peronismo volvió al poder en 1989. Para sorprender, ahora, con la renovada adscripción al capitalismo que jamás se atrevieron a encarar los liberales, aunque tuvieran a los militares a su merced.
Se coincidía históricamente con el desmoronamiento del universo bipolar. Con el derrumbe de la Unión Soviética que desde París había anticipado Hélène Carrère d’Encausse. Y con la certeza inimpugnable del exclusivo modo único de acumulación.
Por las transformaciones económicas y culturales -y sobre todo a pesar de ellas- la etapa de Carlos Menem produce el penúltimo agotamiento del ciclo peronista. Que cae, esta vez, por el oportuno entendimiento del viejo radicalismo vencido, que aún respondía a Alfonsín, con la izquierda relativa del Frente Grande en ascenso. Un socio en decadencia del extinguido Frepaso que sucumbe en la justicia del olvido.
1999. De la Rúa
En 1999, el imbatible Fernando De la Rúa doblega, por cuarta vez, al peronismo. Le estampa la segunda derrota electoral.
Pero De la Rúa comete el gigantesco error de imponer alguna cuota de racionalidad en el déficit público y fiscal, que se extendía desde hacía décadas. En vez de lanzar, como correspondía, la pelota del déficit para adelante. Hacia el horizonte donde habitaba Mongo. Sin embargo, muy mal asesorado, se puso como un torpe a recortar y a ajustar. Sin percatarse que construía, conscientemente, su repentina declinación.
Dos años más tarde, en el inicio del nuevo siglo peor que el anterior, aquel peronismo que había derrotado volvía a hacerse cargo de los desastres acumulativos. A los que se agregaba, también, el desastre personal legado por De la Rúa, junto a los izquierdistas inmortales. Ganadores de sueldos sin culpa, que jamás se responsabilizan por ningún error. Cobran siempre como si la humanidad estuviera con ellos, siempre, en eterna deuda.
En el barullo de 2002 transcurre la antesala del nuevo regreso peronista, que se prolonga hasta la actualidad.
Se instala con la piel renovada del estatista que descalifica el periodo de las privatizaciones que el mismo peronismo protagonizó. Y con la mochila al hombro de los progresistas que acompañaron a De la Rúa hasta las puertas de la caída, pero que se frenaron a tiempo para continuar con los sueldos que después les abonaba Duhalde, primero, y luego, sobre todo, Kirchner. Y continuado por La Doctora, con el aporte del poder conyugal que heredaba. Para generar, junto con los peronistas vegetales, el frepasismo tardío. Inspirado en la cantinela humanitaria que permitía simular la encendida pasión recaudadora.
Es el turno del último agotamiento del peronismo, aunque para resolverlo ya no estén aquellos militares, hoy institucionalmente alejados en el plano suntuario. Arrepentidos por haber matado más de lo necesario y de haber robado menos de lo que podían.
Sin embargo tampoco quedaron los radicales de la magnitud de Alfonsín, tan sobrevalorado en su vejez. Y con el mito enriquecido a partir de su muerte. Tampoco les queda un ganador serial de elecciones como De la Rúa, al que los oportunistas de la coyuntura descalifican de manera unánime, sin la menor piedad. Como si nadie jamás hubiera creído que se trataba del político más imbatible de su generación.
Entre tanta debilidad brota la potencia del radicalismo actual. Moja gobernaciones, intendencias a paladas, legisladores múltiples que le permiten imaginar un futuro próximo, con mayor ventura.
2015. Macri-Scioli. Celebridades
A falta de un líder de la dimensión de Alfonsín, o de un candidato imbatible como De la Rúa, quien emerge es Mauricio Macri. Una celebridad. Con la capacidad transitoria para absorber el radicalismo que, en simultáneo, se fortalece.
Macri es el político que más creció desde la aparente “no política”. El Ángel Exterminador aprende, se macera y se forma. A través del PRO, partidito urbano y vecinal, se extendió admirablemente. Lo suficiente como para cargarse, en su condición de esponja, a la centenaria Unión Cívica Radical.
Gracias a la absorción, los radicales logran situarse, al menos, cerca del electorado tradicional (que Macri les aspiró).
Brota entonces Macri como el único elegido para explotar el cíclico agotamiento estructural del peronismo. Para generarle la tercera derrota generacional.
Una cada 16 años. Una caída por cada generación.
De 1983, de 1999, y -si Macri tiene suerte- 2015. Debe lograr el objetivo combinado. Conseguir el ballotage, para después vencerlo. Es altamente improbable pero no imposible.
La martingala tiene la ventaja de encontrarse con el peronismo que presenta una excelente celebridad como candidato -Scioli-, pero que carece de un jefe. De ningún modo lo es La Doctora, por carencia de vocación para serlo. Denominarla Jefa es un acto generoso del lenguaje, útil para la ficción ideal de creer que el Jefe, no obstante, existe.
Sin la magnitud de alguno de los tres jefes que el peronismo tuvo en sus 70 años de historia, con los respectivos cambios de piel.
Nadie que pueda equipararse, en materia de liderazgo, al principal extinto, el General. O al deslegitimado Menem, que aguarda la reparación histórica que nunca, acaso, va a ocurrir. O al último jefe, también extinto, Kirchner.
Persisten, apenas, algunos gobernadores aferrados a las macetas del peronismo vegetal. Los que elevan a Scioli, la otra celebridad, para la aventura entusiasta -típica de la cultura peronista- de sucederse a sí mismo.
A los efectos de quedarse con el manejo de las cajas y evitar la tercera derrota electoral. Pese al agotamiento que puede, aún, ser perforado. O simplemente prolongado en el tiempo. O no ser, en definitiva, ningún agotamiento ni un c… Apenas un módico retroceso crítico. Por cansancio, por la “fatiga del metal” que caracteriza a los viejos aviadores. O acaso se trate de la antesala -digamos- de otro cambio de piel. Conjetural. Para seguir con los mismos peronistas de siempre al frente, sólo vagamente distintos, con otra piel, en reinvención permanente.