Por: Mundo Asís
Doble efemérides. A 100 años del nacimiento y 30 de su muerte
Podría reconstruirse la motivación real del regreso furtivo de Julio Cortázar a Buenos Aires, durante la primavera de 1983.
Volvía para despedirse. O volvía para facturar su recortada importancia personal, en el marco de la indiferencia popular y oficial que lo degradaba.
La Argentina estaba por estrenar la democracia nueva. Recuperada, como consecuencia del gigantesco fracaso político y la derrota militar.
El intelectual, ya en la frontera de los 70 años, interrumpía la perplejidad del “exilio”, o la solemne circunstancia de la voluntaria emigración. En la búsqueda lícita del romántico reconocimiento.
Pudo haberse entristecido, pero aún nadie puede certificarlo. Los contactos se redujeron al diálogo precipitado con determinados colegas que estaban probablemente en otra onda. Sin graves deseos de retomar la magnitud de las discusiones pendientes. O indagar en las clarificaciones que derivaron en una polémica justamente olvidada con Liliana Heker.
El radical Raúl Alfonsín, con sus 55 años, conmovía al recitar de corrido el preámbulo. Había triunfado sobre el peronista Ítalo Luder, y se preparaba para asumir la presidencia. Para despedir a la Comisión Liquidadora del Proceso Militar. La “Dictadura” se había suicidado en la dolorosa tergiversación de Malvinas, a los efectos de reproducir las bases inexorables de “la democracia de la derrota”. Como la calificaba el aún lúcido ensayista Alejandro Horowicz.
Las capas medias exhibían la algarabía contagiosa de la victoria. Con el agregado aderezo de la agitación de los intelectuales eufóricos. Ejercían la fascinación por la maravillosa experiencia de haberle prodigado al peronismo la primera paliza fundacional. Pronto, los artesanos del lugar común atribuirían, más adelante, la caída, a la banalidad intuitiva del caudillo expresionista Herminio Iglesias. Por haber acercado su encendedor al infortunio del ataúd de fantasía, en el epílogo de la concentración popular más intensa que se tenga memoria.
Pero Jorge Luis Borges fue quien mejor sintetizó la ideología subyacente en aquel momento sublime de “esperanza y de cambio”. En la selectiva reunión de “los intelectuales con el presidente electo”, en el hotel de la calle Carlos Pellegrini, un entusiasta Borges le dijo al impactado Alfonsín, con tierna franqueza “Gracias a su triunfo, doctor, volví a creer en la democracia”.
Poco costaba traducir políticamente el mensaje explícito de Borges:
“Nunca creí en la democracia porque siempre ganaban los peronistas. Como usted les ganó, ya puedo creer”.
Hora egregia del reparto
Acontecía la alegría del reparto de cargos. El psicoanalista que escribía Pacho O’Donnell iniciaba su periplo de transformaciones y era designado Secretario de Cultura de la Ciudad. El novelista y cineasta Javier Torre, en el Centro Cultural San Martín, donde su gestión iba a adquirir una gran visibilidad. A la ya casi olvidada gran novelista Beatriz Guido se la enviaba como agregada cultural en Madrid (lo que acentuaba la soledad competitiva y la sensación de abandono que signaron los últimos meses de la novelista Martha Lynch). Y a Luis Gregorich -acaso el intelectual más brillante que tuvo el alfonsinismo- se lo estampillaba como embajador ante la Unesco. Pero con la incierta perversidad de saber que Gregorich no podía serlo, por haber nacido en Zagrev, Croacia. Aún se respetaban las normas. Y al consagrado dramaturgo Carlos Gorostiza se le encomendaba la Secretaría de Cultura de la Nación, donde anunciaría la creación idílica del “Trencito Cultural”. Un tren que planificaba democráticamente detenerse con el arte, la literatura y la música por todos los pueblos-estaciones del trayecto. Por suerte aquel trencito no arrancó nunca. Y don Manuel Antín asumía en el Instituto Nacional de Cinematografía. Aunque un inadvertido Aníbal Reynaldo iba a caracterizar el ritmo de la época. Asumía en el Banco Hipotecario Nacional, para instaurar las claves de la revolución pequeño burguesa de los cuantiosos recomendados que se iniciaban como propietarios.
Entre aquella festiva distribución de próxima inmortalidad no se registraron siquiera las menores intenciones de cederle un poco de importancia al notable visitante de 69 años. Cortázar volvía sin ninguna medialuna enarbolada. Sólo como héroe principal de “la fundación mitológica de París”, según la concepción de David Viñas. Tal vez Cortázar apenas aspiraba a participar de los fastos finales de “la dictadura”. Pero al pobre consagrado no le dieron la menor bolilla. Se lo recuerda vagamente a través de la confesión que mantuvo un cierto sentido de factura televisada. Cuando le dijo al manifestante desinformado, un joven alfonsinista que no lo conocía. “Nosotros, desde el exterior, luchamos por ustedes para vencer a la dictadura”.
Docena de cuentos memorables
A treinta años de su muerte y cien desde su nacimiento, se prepara la multiplicidad de actos para evocar a Julio Cortázar. Escritor que -debe aceptarse- dejó también de ser consumido. Como dejaron de consumirse los textos formidables de Manuel Mujica Lainez, Marco Denevi, Ernesto Sábato, Manuel Puig, Bernardo Kordon o Leopoldo Marechal. Más allá de la excepcionalidad legitimadora. Del circuito cerrado de determinados ámbitos académicos signados por la intrascendencia.
En la Argentina, en la práctica, “el que se muere pierde” (según la concepción de Asís).
Probablemente puedan aprovecharse los aniversarios redondos (como los cien y los treinta) para que el desdichado escritor que partió hacia el olvido logre recuperar algunos lectores. O que se indague, al menos, entre los recursivos buscadores. En las solapas, en wikipedia y en contratapas.
Si Cortázar subsiste es por la docena de cuentos memorables. De los más perfectos e impecables que se produjeron en la literatura universal. Equiparables a los cuentos de Edgar Allan Poe, Anton Chejov, el mismo Borges o Guy de Maupassant. Vaya como ejemplo El perseguidor, La salud de los enfermos, La autopista del sur, Casa Tomada, La noche boca arriba, Torito o La señorita Cora.
Sin embargo la marca Cortázar será eternamente asociada a Rayuela. Es la novela de vanguardia que finalmente quedó en off side. Pero que revolucionó la literatura entre los sesenta y los ochenta. Motivó que su atractiva superficialidad encantara a millares de oficinistas que anhelaban aventurarse, crecer y recomponerse entre los bulevares de París, mientras proliferaban las muchachas veraniegas que querían ser como La Maga (alguna, ya definitivamente invernal, aún subsiste en la rue de la Paix, casi como clochard).
Pero Rayuela es una novela que soportó mal el crecimiento del pasto salvaje sobre sus páginas. Se cargó del moho espeso. Para legitimarse su relectura como una suerte de guía ajada de turismo del París que se desvaneció. Aunque persista la magia de las maravillosas descripciones del Barrio Latino, del “fuego sordo” de la rue de la Huchette, y la caminata inolvidable con Berthe Trepat.
Pero hoy las tribulaciones de su Morelli yacen como inofensivas veleidades del viejito dulce que fue superado hasta por el propio Juan Filloy. Y la arquitectura interior de la novela ya no sorprende a ningún lector inquieto que surja del cartel literario de la Universidad de Puan. Y el desparpajo humorístico de su “glíglico”, que originariamente generaba risas o sonrisas, hoy casi suena al tartamudeo grotesco del peor Lamborghini. Leónidas.
Otra de sus novelas, “Los Premios”, es portadora de un costumbrismo saludablemente menor. Aún puede incitar una cierta ternura aquel Pelusa que se ganó de “premio” el pintoresco viaje en barco. Sobre todo cuando “bajaba a tomar la leche”. Pese a su colorida irrelevancia, “Los Premios” merece consumirse con más razones que la petulancia narrativa de “62, modelo para armar”. O la fragilidad de “Un tal Lucas”. O los presentables “collages” que resultaban ideales para los regalos empresariales de fin de año. Como “Último round” y “La vuelta al día en ochenta mundos”.
Por un sentido recatado de la misericordia, se aconseja no detenerse en la etapa esclarecida del “compromiso”. Lo menos significativo de su obra. Por la enfática producción de invariables tonterías como “Nicaragua tan violentamente dulce”. Un texto tan perecedero como la misma vigencia del sandinismo.
Vísperas de otra primavera
Pasaron tres décadas de la perdonable distracción oficial de aquella primavera sudamericana.
En vísperas de la irrupción de la flamante primavera europea, hoy Francia y Argentina se disponen a tributarle juntas el reparador homenaje al gran cuentista Julio Cortázar. A través del máximo nivel de representación institucional.
Después de sobreactuar en la nueva Puerta de Hierro -El Vaticano- su ostensible dependencia espiritual con el Papa Francisco, la presidenta Cristina Fernández, La Doctora, se traslada a París.
Para almorzar un martes con el presidente Francois Hollande, y disponerse un miércoles a inaugurar el Salón del Libro. Con la mano en el “corazón”, y emotivamente acompañada por el fervoroso cariño popular de sus “escritores para la Liberación”.
Carolina Mantegari