“Una Europa cerrada a los emigrantes sería una Europa más vieja, más pobre, más reducida y más débil. Una Europa abierta será más justa, más rica, más fuerte, más joven, con tal de que sean capaces de gestionar bien la inmigración”, sentenció el entonces secretario general de Naciones Unidas en 2004, el ghanés Kofi Annan, en ocasión de aceptar y entregársele el premio Sajarov a los Derechos Humanos 2003, en el Parlamento Europeo, una distinción que premia la libertad de conciencia.
Es precisamente la conciencia el problema de las autoridades europeas frente a la peor crisis humanitaria que se vive a sus pies y ante una marcada indiferencia.
Según cálculos de Naciones Unidas, más de 264.000 personas han arribado a Europa, desde el Mediterráneo, procedentes de países en conflicto y guerra, como Siria, y otros signados por pobreza, desempleo y/o inestabilidad política, sobre todo varios del África occidental subsahariana. A su vez, más de 2.300 entre estas personas han perecido al intentar embarcarse a la aventura de conseguir una mejor vida en Europa. A esta altura del año pasado la cifra era bastante menor, no superaba 1.650. Continuar leyendo