“Una Europa cerrada a los emigrantes sería una Europa más vieja, más pobre, más reducida y más débil. Una Europa abierta será más justa, más rica, más fuerte, más joven, con tal de que sean capaces de gestionar bien la inmigración”, sentenció el entonces secretario general de Naciones Unidas en 2004, el ghanés Kofi Annan, en ocasión de aceptar y entregársele el premio Sajarov a los Derechos Humanos 2003, en el Parlamento Europeo, una distinción que premia la libertad de conciencia.
Es precisamente la conciencia el problema de las autoridades europeas frente a la peor crisis humanitaria que se vive a sus pies y ante una marcada indiferencia.
Según cálculos de Naciones Unidas, más de 264.000 personas han arribado a Europa, desde el Mediterráneo, procedentes de países en conflicto y guerra, como Siria, y otros signados por pobreza, desempleo y/o inestabilidad política, sobre todo varios del África occidental subsahariana. A su vez, más de 2.300 entre estas personas han perecido al intentar embarcarse a la aventura de conseguir una mejor vida en Europa. A esta altura del año pasado la cifra era bastante menor, no superaba 1.650.
El tema volvió a encender la alarma (relativa) en las noticias cuando el miércoles 5 de agosto se dio otro naufragio de grandes proporciones a escasos 25 kilómetros de la costa de Libia, un país tierra de nadie, desde donde las mafias de la inmigración trafican y aprovechan la indefensión de quienes tienen poco y nada que perder al embarcarse en una travesía de rumbo incierto. Un barco con unas 700 almas volcó y se hundió, en forma similar a lo acontecido los pasados 14 y 19 de abril, con cientos de muertos. Pero, a diferencia de los casos anteriores, este nuevo episodio parece sumarse con bastante indiferencia a una trama que pasa a ser naturalizada y procesada con frialdad estadística, la de seguir contando cadáveres en el mar.
Tampoco cambió la actitud en líneas generales de las autoridades europeas frente a esta verdadera crisis de refugiados, pese a que el martes 11 la Unión Europea aprobara una ayuda de 2.400 millones de euros para los países más afectados como Italia y Grecia, quienes hacen de trampolín para el acceso a otros más prósperos dentro de la UE. La península itálica recibió alrededor de 100.000 inmigrantes en lo que va de 2015, cifra similar a la griega, que en el último julio recibió unos 50.000 inmigrantes, cifra que supera todo el caudal de 2014. La isla de Kos, de pujante destino turístico ha pasado a ser un lugar de paso de personas necesitadas. En las últimas semanas recibió no menos de 10.000 refugiados cuando la población insular apenas supera los 30.000 habitantes.
Desde el punto más álgido a mediados de abril de este año, esta crisis es cada vez menos abordada en los medios argentinos, en líneas generales. Si bien genera controversia y para más de uno es incómodo pensar si los países europeos están en condiciones de absorber este flujo humano ansioso de instalarse (las opiniones se dividen), las posturas de los líderes de turno no suman tranquilidad al cuadro reinante. Mientras el gobierno británico endurece las penas para quienes contraten a inmigrantes sin permiso, hace unos días el Primer Ministro David Cameron comparó el aluvión inmigratorio con la dimensión de una plaga, comentario que lo acerca a las incendiarias opiniones del empresario y candidato a presidente norteamericano, Donald Trump, quien busca ganar notoriedad, entre otros temas, a partir de escupir sus prejuicios racistas contra la inmigración mexicana a la que acusa de introducir criminales y violadores en su país.
Volviendo a Europa, el gobierno húngaro espera ver finalizada en agosto una valla de 175 kilómetros de extensión, cuya construcción se inició a mediados de junio, a fin de evitar la amenaza inmigratoria proveniente de la vecina Serbia, un país que no es miembro comunitario. Sin embargo, esta medida no parecería ser el mejor implemento contra el movimiento de personas que se muestra incesante. En efecto, el fin de semana del 8 y 9 de agosto las autoridades magiares interceptaron a más de 4.500 inmigrantes. En España, sobresale el caso del Ministro de Interior quien en julio comparó el asilo de refugiados con goteras en habitaciones a las que habría que taponar. También ha tenido una repercusión muy negativa la respuesta que le diera la Canciller alemana, Ángela Merkel, a una niña palestina refugiada. Lo ocurrido en ese momento del pasado 17 de julio quedó registrado en Internet siendo muy incómodo para la mandataria, cuando se viralizó en las redes sociales. A pesar de haber simpatizado con la niña, ella estalló en llanto tras haberle respondido Merkel que no todos los inmigrantes se pueden quedar en Europa y que muchos deben volver a casa. Pero el problema estriba en que para muchos de ellos es que de donde vienen ya no hay literalmente hogar, sobre todo en los países en guerra o con conflictos serios como Siria, Pakistán o Afganistán.
Sin desmerecer el dramatismo y la indignación por una noticia que preocupa frente al total desprecio del hombre frente a la naturaleza, la muerte de un popular león en el parque nacional más grande de Zimbabwe a manos de un cazador norteamericano que pagó 50.000 euros por Cecil, en cierta forma ha conmovido más las redes sociales que el drama diario de quienes perecen en el Mediterráneo en el total anonimato. No obstante, si tener acceso al animal se pagó con esa cuantiosa suma, es dable advertir que en aquel país del África austral mueren anualmente 39.000 niños menores de cinco años víctimas de enfermedades fácilmente evitables mientras su nonagésimo mandatario, a 35 años de su llegada al poder, se calcula en posesión de una fortuna del orden de los 100 millones de euros. Más triste resulta el dato de que en Zimbabwe, en donde el 60% de los niños tiene problemas de desnutrición, por apenas 30 euros uno pudiera alimentarse un año entero. Estos temas, que se reproducen con diversa intensidad en varios países de África, son las motivaciones que obligan a alejarse a miles del suelo que los vio nacer, si bien el continente no solo se reduce a eso. No obstante, el Mediterráneo está siendo un inexorable testigo silencioso de ese drama y una gran fosa común a cielo abierto, pero bajo las aguas.
No se puede cargar todas las tintas sobre el fenómeno de los desplazamientos poblacionales. Tampoco hace falta ir muy lejos para recordar que la inmigración es un pilar constitutivo de nuestro país.
Por último, al margen del debate sobre qué hacer con los recién llegados, con las mafias de los traficantes, etc., la solución debería comenzar a ser buscada en lo que postula el filósofo español Salvador Pániker, aunque tal vez sea tarde: “No me gustan las fronteras, soy defensor de leyes abiertas, pero no comparto una política suicida de inmigración. Hay una solución que sería invertir en los países de origen, subdesarrollados”.