El 12 de octubre de un Gobierno con déficit de historicidad

Es triste, indignante y a-histórico que los argentinos lleguemos a este 12 de octubre embarcados en una polémica por la antojadiza decisión oficial de desplazar un monumento, en lo que no sólo constituye una ofensa a la comunidad italiana que lo donó sino una verdadera operación de vaciamiento cultural que abona el terreno de la enemistad social y la desunión cultural.

Paradójico es que la iniciativa provenga de una administración que se dice peronista, considerando el declarado hispanismo del fundador de ese partido que, el 12 de octubre del 1947, homenajeaba a España en términos que deberían hacer avergonzar a quienes hoy mancillan ese patrimonio cultural común.

En aquel mensaje, Perón hablaba en nombre de quienes “formamos la Comunidad Hispánica” para homenajear “a la Patria Madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los pueblos que han salido de su maternal regazo”.

Y afirmaba además “la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos parte y de una continuidad histórica”.

Aclaraba que el concepto de raza no era “biológico” sino “cultural”, algo que los zonzos que rebautizaron el 12 de octubre –feriado establecido por Hipólito Yrigoyen por otra parte- con el pomposo nombre de “Día del respeto a la diversidad cultural” deberían recordar, ya que con ese concepto se reivindicaba el mestizaje, signo distintivo de las nacionalidades hispanoamericanas.

Así lo definía Perón: “Para nosotros, la raza constituye nuestro sello personal, indefinible e inconfundible. Para nosotros los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a saber vivir practicando el bien y a saber morir con dignidad. Nuestro homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura occidental. Porque España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la cultura occidental”.

En concreto, una clara reivindicación de la colonización española que debería interpelar a quienes vergonzantemente buscan reescribir la historia. “Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la historia –agregaba Perón-. Es única en el mundo. (…) Su empresa tuvo el sino de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida de ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y saboreado el fruto. (…) Traía para ello la buena nueva de la verdad revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y dignificarlo como ser humano…”

Perón no desconoce la leyenda negra sobre la conquista, ésa que hoy impulsa a la juvenilia que nos gobierna a la iconoclasia. Y por eso dice: “Como no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la intriga y blanco de la calumnia (…) …se recurrió a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se la propaló a los cuatro vientos”.

En su mensaje, el entonces Presidente de la Nación, también advertía sobre “el propósito avieso” detrás de esta leyenda: “Porque la difusión de la leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica seria y desapasionada, interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos Hispanoamérica. Por la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas (…)”.

Finalmente, Perón hasta tendría respuestas para los que pretenden contraponer a Juana Azurduy con Colón, porque donde ellos siembran discordia, él veía continuidad histórica: “Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor (…). Es gajo de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810 asume la revolución recién nacida; esa sangre de esa sangre la que vence gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la que bulle en el espíritu levantisco e indómito de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en 1816 proclaman a la faz del mundo nuestra independencia política”, etcétera, etcétera.

Y advertía: “Si la América olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos con la latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas carecerían de validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: ‘Donde no se conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora”.

Pensamiento original es justamente lo que falta en todas estas movidas icónicas que impulsa el kircherismo, que por un lado cuestiona el monumento a Cristóbal Colón frente a la sede de Gobierno y por el otro cree que el Che Guevara tiene más que ver con nuestra historia y cultura e instala su imagen en la Casa de Gobierno. Como hace con el estalinista David Siqueiros en cuya biografía el acto más saliente es haber intentado asesinar a León Trotsky en su exilio mexicano.

Trasladar el monumento al hombre que con su empresa unió dos continentes y dio origen a un largo proceso, que con sus luces y sus sombras, engendró nuestra Nación e instalar a la vez, en la mismísima sede de Gobierno -con bombos y platillos- la obra de un pintor que no tiene ningún vínculo con nuestra historia, resulta como mínimo contradictorio.

Son las concesiones que le gusta hacer a la Presidente a lo políticamente correcto, buscando una vez más el aplauso fácil, pero no se trata de caprichos gratuitos pues siempre son a costa de lo que en Argentina debiera ser permanente: los fundamentos de nuestra existencia nacional y la consolidación de nuestro Estado.

Alegremente se convierten en repetidores de la leyenda negra a la que hacía referencia Perón, y se suman a la zoncera extemporánea de juzgar el pasado con parámetros del presente, desconociendo que la Argentina -al igual que las demás naciones latinoamericanas- es fruto del mestizaje étnico y cultural de la España de entonces con las civilizaciones autóctonas; a ese sustrato, siglos después, se sumaron nuevos contingentes de emigrados del continente europeo que encontraron en estas tierras una acogida y una apertura que estaba inscripta en sus genes, fruto del mismo carácter de la conquista y civilización española que hoy se quiere repudiar en la figura de Colón.

Bien decía Rodolfo Walsh, escritor al que el kirchnerismo dice venerar pero no ha leído ni entendido, que “la principal falencia del pensamiento montonero” era su “déficit de historicidad”…

¿Qué otra cosa es si no pregonar un modelo “nacional y popular” y a la vez relacionarse vergonzantemente con la propia historia; o golpearse el pecho con supuesto orgullo patrio y dejarse conducir culturalmente por usinas de pensamiento transnacional?

San Martín entre dos fuegos

La armonía entre un pueblo y un conductor permite, en determinadas circunstancias de la historia, alcanzar cumbres a las que sólo llegan aquellos que son portadores de un acendrado sentido heroico de la vida y de una inquebrantable fe en Dios. Ese momento lo vivió nuestra Nación en sus primeros años con José de San Martín, por eso con justicia lo llamamos “Padre de la Patria”.

Sin embargo, su trayectoria permanece en muchos aspectos incomprendida, desde diferentes corrientes de pensamiento. Si cierta historiografía liberal quiso reducirlo a la condición de militar brillante, minimizando el genio político sin el cual no hubiese podido llevar adelante una hazaña de tamaña magnitud, el neo-revisionismo populista de hoy lo relega justamente por su condición de militar, como si hubiera en ello algún menoscabo. Pero hay otros motivos.

San Martín no fue unitario ni federal; fue americano, fue argentino, como él mismo se presentaba en sus cartas. Siempre tendió la mano a todos y buscó la conciliación y la unidad. Y se negó a desenvainar su espada para combatir a sus propios compatriotas, pese a que algunos de ellos estaban dispuestos a hacer eso con él: apresarlo y juzgarlo porque no le perdonaban el haber contrariado sus mezquinos designios. La figura de San Martín es por lo tanto intragable para quienes, de uno y otro lado, se asumen como una facción. Y así se explica que ayer haya sido víctima de manipulación y recorte y hoy lo sea de ninguneo.

Por eso, en este nuevo aniversario de la muerte del hombre que con su grandeza, vigor y  amplitud de miras nos dotó del patrimonio geográfico en el que pudimos, a pesar de desencuentros, construir un destino común, quiero homenajearlo recordando el prólogo que el entonces Presidente de la Nación, General Juan Domingo Perón, redactó para el primer tomo de la colección de Documentos para la historia del Libertador General San Martín, cuya publicación había dispuesto él mismo por ley Nº 13.661/1949 (de homenajes al Libertador en el primer centenario de su fallecimiento).

 

El prólogo de Perón sobre San Martín

El hombre, desde el principio de los tiempos, ha tratado de penetrar el misterio que lleva, como un enigma, dentro de su corazón.

Desde la más remota antigüedad, la mayor preocupación del hombre fue llegar a las honduras de su intimidad: “conocerse a sí mismo”.

Los filósofos de todos los tiempos buscaron la “sabiduría”, conocer al hombre, mediante la observación directa de sí mismos y de la humanidad que los rodeaba.

Los historiadores prefirieron en cambio penetrar el misterio del hombre, mirándolo desde lejos…

Acaso los filósofos hayan partido siempre de la hipótesis de que el hombre es demasiado pequeño… Es indudable en cambio que los historiadores han fundado siempre su quehacer en “la grandeza del hombre” como hipótesis de trabajo.

Los pueblos se parecen en esto a los filósofos o a los historiadores.

Les atrae como un abismo el enigma de conocerse a sí mismos.

Hay pueblos que sólo miran, con el microscopio del instante en que viven, nada más que el presente. Son pueblos sin porvenir, enfermos de pequeñeces.

Otros pueblos, en cambio, se afanan por el conocimiento de sí mismos, contemplando, desde lejos, la altura de sus hombres y la grandeza de sus vidas.

Son pueblos “enfermos de grandeza”.

La eternidad los espera desde el porvenir y frecuentemente Dios los elige para cumplir un destino superior entre los demás pueblos.

Para que un pueblo pueda mirarse en su pasado y contemplar por lo tanto, su porvenir con grandeza de corazón necesita poseer en su historia, un momento por lo menos de gloria indiscutible.

Momentos así suelen darse con escasa frecuencia porque se necesitan para ello: la estatura de un hombre gigantesco y el pedestal de un pueblo extraordinario.

Pueblos hay que pasan por el mundo sin encontrarse con “el hombre” anhelado; y hombres gigantescos no encuentran muchas veces “el pueblo” que desean.

Los argentinos que siguieron a San Martín por los caminos de su inexorable designio de “ser lo que debía ser o no ser nada”, constituyeron indudablemente el extraordinario pedestal de nuestro Gran Capitán.

Para seguir los caminos de San Martín era necesario un pueblo consciente de su responsabilidad frente al destino de las naciones hermanas que debía liberar con su generoso sacrificio.

Y para conducir soldados de un pueblo así, era menester un alma como la de San Martín, capaz de ascender hasta las más altas cumbres de la humildad.

El Instituto Nacional Sanmartiniano, publicando esta extraordinaria documentación, actualizada mediante búsquedas afanosas, impregnadas de invencible patriotismo, nos pone de frente ante la grandeza indiscutible de San Martín.

En su grandeza sublime nos miramos ya, midiéndola con la grandeza del pueblo que supo conocerlo, comprenderlo y amarlo sangrando desde San Lorenzo a Guayaquil y más allá todavía.

Bien está que nos miremos así para conocernos con absoluta verdad… porque sólo contemplando la grandeza pasada podremos penetrar en la eternidad que nos espera desde el porvenir.

Yo tengo la presunción ahora, de creer que Dios ha vuelto a elegirnos, como en los tiempos de San Martín, para cumplir un designio de liberación entre los pueblos.

Acaso en estas páginas esté el secreto de nuestro destino y tal vez se encuentren algún día, leyéndolas, el pueblo y el hombre capaces de realizarlo más allá de las cumbres que sólo puede hollar la humildad.

Dios quiera que este esfuerzo extraordinario que honra a la historiografía nacional impregne de virtud sanmartiniana esta segunda mitad de nuestro siglo, en la que, sin duda, habrá de decidirse el destino de América y por ende de la humanidad.

Juan Perón

Guardia de Hierro

Guardia de Hierro fue una organización política de cuadros del Justicialismo que existió orgánicamente hasta el regreso del General Perón a la Argentina, ya que ése era el objeto de su constitución. Llegó a reunir hasta ocho mil cuadros provenientes de distintas vertientes del pensamiento político argentino, de todos los estratos sociales y de todo el país.

Guardia de Hierro concebía esencialmente al Justicialismo como la expresión política de la fe. Y a la Argentina como un “todo” contenedor de todas y de cada una de las partes que la componen.

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Una Argentina sin argentinos

“Poblar la Patagonia” era un tópico frecuente en los años 60 y 70, cuando la macrocefalia argentina todavía era una preocupación de la dirigencia nacional.

Hoy nadie reflexiona ni propone nada sobre el tema a pesar de que nuestro desequilibrio geopolítico interno se mantiene y profundiza. Para colmo, el unitarismo económico fue reforzado con un mayor unitarismo político cuando la reforma constitucional de 1994 eliminó el Colegio Electoral -institución federal por excelencia- con lo cual el peso de Buenos Aires en la elección presidencial es desde entonces casi excluyente.

China, el país más poblado del planeta, puso fin recientemente a su rígida política de natalidad y autorizó a cada familia a tener dos hijos (hasta ahora era sólo uno). No hace falta una calculadora para imaginar el impacto demográfico, político y económico que tendrá esta decisión.

Casi en simultáneo, Vladimir Putin exhortó a los rusos a tener tres hijos por familia “para conservar la identidad nacional y no perderse como Nación”.

En la Argentina, la última vez que alguien diseñó una política poblacional fue en 1973 cuando Perón asumió la presidencia.

Desde entonces, no hay debate alguno sobre esta problemática. Sin embargo, ¿de qué sirve la política si no está al servicio de estos propósitos? Imaginar la Argentina a 30, 40, 50 años vista debería ser su primera finalidad.

Londres acaba de “decidir” que un sector de la Antártida Argentina llevará el nombre de “Tierra de la Reina Isabel”. La iniciativa debería mover a risa de no ser por la diferencia de determinación, conciencia y pericia de cada parte.

En Argentina, un medio afín al oficialismo acusa a otro por el despropósito de haberle dedicado “sólo 72 palabras al Premio Internacional de la Diversidad Sexual“, entregado a Cristina en Estocolmo con beneplácito de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex. O sea, mientras países centrales aumentan su potencialidad poblacional, el gobierno argentino promociona la supremacía del elemento masculino en la mujer y del femenino en el hombre como garantía cultural para el control metafísicamente estratégico de la natalidad.

Desde las usinas del pensamiento mundial se promueve continuamente la idea –presentada como axioma- de que la solución a la pobreza es que los pobres no tengan hijos. Curiosamente, esa política encuentra su mayor eco en los grupos progresistas supuestamente defensores de la “periferia” frente al “centro” del mundo, que han llegado al colmo de elevar el aborto a la categoría de “derecho humano”.

¿Es viable un país con más de 3 millones de km2 y apenas 40 millones de habitantes, con potencias desarrollando sus apetencias territoriales en nuestras narices y precisamente frente a la parte menos poblada de nuestro territorio?

Sorprende que un gobierno colmado de sureños no comparta estas preocupaciones.

Sorprende mucho más la ambigüedad de un gobierno que extiende la Asignación Universal por Hijos a las mujeres embarazadas y al mismo tiempo permite que desde medios amigos se fogonee la idea de matar a los argentinos antes de nacer promoviendo la legalización del aborto.

En 1973, Perón se había fijado como objetivo una Argentina de 50 millones de habitantes para  el año 2000. En el capítulo V de su Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional (1974-77), había advertencias sobre la peligrosa tendencia demográfica declinante que exhibía el país. En función de ello se proponía una política de protección a las familias, que les permitiera ampliar el número de hijos. También se buscaba reducir la mortalidad, fomentar y orientar la inmigración, frenar la emigración y corregir el desequilibrio regional, revirtiendo la dirección de las migraciones internas.

En una reunión con dirigentes provinciales, el entonces Presidente se explayó sobre las consecuencias que la caída de la natalidad y el envejecimiento de la población podrían tener en el desarrollo del país y en la defensa de su soberanía: “Todo esto abre una sola perspectiva: desaparecer como pueblo frente a quien ya le interesa, en este momento, nuestro territorio como reserva de materias primas”.

Perón no se limitó a las advertencias. El 28 de febrero de 1974, firmó un decreto limitando las políticas anti-natalidad. En los considerandos decía: “La persistencia de los bajos índices de crecimiento constituye una amenaza que compromete seriamente aspectos fundamentales de la República. La alarmante situación demográfica obedece a causas múltiples y complejas, de orden social, económico y cultural, que se relacionan estrechamente con un problema nacional que requiere de la especial preocupación de las autoridades, de la atención y colaboración de la ciudadanía.”

Me pregunto entonces: ¿a quién le conviene una Argentina sin argentinos?