Hace un año, a pocas horas de conocerse la muerte de mi colega Alberto Nisman, escribí una pequeña columna en este medio donde se me ocurrió dejar sentado el deseo (y la intención profesional) de que la denuncia contra el Gobierno anterior que había presentado aquel 14 de enero no muriera con él. Si bien no podíamos entender en ese momento qué había ocurrido, no dudé en afirmar que se trataba de la muerte política violenta más importante de estos 32 años consecutivos de vida en democracia.
Transcurrió un año en el que el Gobierno hizo lo indecible por destruir la imagen de Nisman como persona, con el claro propósito de que la sociedad no diera entidad a su denuncia. En no más de un par de meses algunos miembros de la Justicia se encargaron de archivar la denuncia sin atreverse a abrirla, en un proceso judicial sin precedentes ante las 46 trascendentales medidas de prueba propuestas por el fiscal que requiriera la presentación efectuada por Nisman.
Ningún intento de explicación dogmática o académica justifica tal celeridad a los ojos de quienes conozcan los rudimentos del derecho penal. No hace falta ser un especialista para entender que sólo la necesidad política del Gobierno podía explicar tal desatino jurídico.
Todos recordamos con emoción la marcha del silencio al cumplirse el primer mes de su muerte. Fuimos cuatrocientas mil personas bajo una lluvia torrencial que homenajeamos a un fiscal que, sea como fuere, dio su vida para intentar el esclarecimiento de hechos que, a mi juicio, sólo se explican bajo el prisma que planteara esa denuncia cuestionada sin ningún argumento de peso. Continuar leyendo