Por: Ricardo Saenz
La semana pasada tuve la oportunidad de asistir al Coloquio anual de IDEA en Mar de Plata que resultó un evento sumamente interesante, en especial el panel dedicado al tema ética y valores.
El tratamiento de esta cuestión referida a la sociedad argentina, y particularmente a su clase dirigente, me remitió de inmediato al ámbito de la administración de justicia, que tantas veces hemos abordado desde esta columna.
Más allá de que son muchos años los que llevamos transitados en los que ni los poderes políticos ni gran parte del Judicial han abrazado los valores republicanos que consagra la Constitución Nacional, la circunstancia de hallarnos a pocos días de elegir un nuevo Gobierno me ha hecho pensar en la idea de un balance, por lo menos uno que alcance al último tramo de este largo período de 12 años de hegemonía de un mismo signo político.
Así como muchos auguran en el futuro inmediato una devaluación de nuestra moneda, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que en estos años hemos asistido a una constante y sistemática devaluación de la institucionalidad.
Podemos enumerar en este sentido la reforma del Consejo de la Magistratura por iniciativa de la entonces senadora Cristina Kirchner en 2006, que rompió el delicado equilibrio que en ese cuerpo impone la Constitución Nacional y trajo aparejado un sinfín de irregularidades que aún hoy no terminan y que heredará el próximo Gobierno. En relación con este órgano, también cabe señalar el fallido intento de colonizarlo políticamente en aquella cruzada de 2013, mal llamada “democratización de la Justicia”, que la Corte Suprema declarara inconstitucional a pedido de todos los organismos serios del mundo jurídico de nuestro país.
El Gobierno no se detuvo en su accionar con el fin de interferir en las decisiones de los expedientes judiciales que le interesaban, y así se crearon irregularmente (sin ley alguna) organismos dentro del Ministerio Público Fiscal denominados Procuradurías, con el triste antecedente de que una de las primeras intervenciones, en la que debía perseguir el lavado de dinero, fue encubrir a Lázaro Báez.
También se llevaron a cabo polémicas reformas del Código Penal (afortunadamente dejadas de lado), y del Procesal Penal, con numerosas acciones judiciales en su contra (como las de los fiscales subrogantes suspendidos en su designación por la medida cautelar conseguida por la Asociación de Magistrados). Además de la polémica desatada por su apresurada entrada en vigencia, que trae todo tipo de problemas de implementación, y circunscrita sólo al fuero ordinario de la capital nacional.
Esta apretada síntesis continúa con la trágica y violenta muerte de mi colega Alberto Nisman, luego de formular una gravísima denuncia de encubrimiento contra la Presidente y su canciller por la firma del polémico Pacto con Irán. Resultó muy llamativa la celeridad y el empeño —dignos de objetivos más nobles— puestos por algunos operadores judiciales para archivar esa denuncia. Luego vino la también inconstitucional ley de subrogancias, de la mano de la que se modificaron, entre otras cosas, la composición de la Cámara de Casación para tratar de torcer la suerte de dos expedientes de importancia central para el Gobierno que culmina, como son la inconstitucionalidad del mentado Pacto con Irán y la causa Hotesur, donde se investigan los emprendimientos empresariales hoteleros de la familia presidencial.
Para finalizar este muestreo sólo basta recordar la feroz carga que el oficialismo emprendió contra el juez de la Corte Carlos Fayt, al que no pudo remover, y quien nos demostró a los argentinos el valor de la moral y la dignidad.
Este panorama de grave devaluación institucional no se circunscribe únicamente a la Justicia, también podemos señalar brevemente que el Congreso en estos años ha tratado solamente los proyectos del Poder Ejecutivo, que los ha aprobado sin debate, que el Gobierno ha seguido utilizando leyes de emergencia, que ha desbaratado la actuación de los órganos de control y que jamás ha dialogado francamente con la oposición, a la manera de cualquier país medianamente democrático.
Este es el panorama imperante a pocas horas de una nueva oportunidad de elegir un presidente por cuatro años. Esa circunstancia también me recuerda aquella famosa frase acuñada en la campaña de 1992 en Estados Unidos, cuando Bill Clinton venció a George Bush padre: “Es la economía, estúpido”. Lamentablemente, a nuestra sociedad en general los temas institucionales como la división de poderes y el imperio de la república todavía no la conmueven como para influir en el resultado electoral. Ojalá en pocos años ante una elección presidencial podamos afirmar casi con orgullo: “Es la institucionalidad, estúpido”.