Pobreza y escasez: por qué tener muy poco puede significar tanto

Unos meses antes de que las fuerzas aliadas se proclamaran vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, la Universidad de Minnesota lanzó un experimento inimaginable para el día de hoy. Buscando los métodos más efectivos para que los sobrevivientes recuperaran peso y superaran las secuelas de la desnutrición, reclutaron 36 voluntarios que debían someterse durante meses a restricciones alimentarias que los pondrían al borde de la inanición. Uno de los hallazgos que más impresionó a los investigadores fue hasta qué punto la escasez de alimentos se apoderó de la psiquis de los voluntarios: personas que hasta ese momento no habían sentido mayor interés por la comida empezaron a obsesionarse con platos, recetas y libros de cocina. El hambre se apoderó no solo de su organismo, sino también de su mente. Sin dejar lugar para otra cosa.

El impacto de la escasez y las carencias sobre la conducta y la mente de las personas son estudiadas, en un contexto mucho más benévolo que el experimento de Minnesota, por Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir en su libro Scarcity: Why having too little means so much. Los autores muestran, con evidencia proveniente de la psicología, la neurociencia y la economía experimental, que cuando se priva a una persona de un recurso esencial para su bienestar y su supervivencia, sean alimentos, ingresos o cuestiones inmateriales como el tiempo, el afecto y la compañía, la focalización extrema en el recurso escaso produce un nivel de estrés que impacta negativamente sobre el intelecto y resiente capacidades como la atención, el autocontrol y la persecución de objetivos de largo plazo. Y esto sucede tanto en un mercado de frutas y verduras de Chennai como en un mall de Nueva Jersey, entre consumidores a los que les sobran deudas y ejecutivos a quienes les falta tiempo. Continuar leyendo

Crisis automotriz, crisis auto-provocada

Cada vez es más evidente que el hilo conductor en materia de política económica es la falta de un plan. En diciembre del año pasado, las distorsiones generadas por el cepo y el tipo de cambio desdoblado impulsaron la suba de impuestos internos a los autos denominados de “alta gama” en un intento por desalentar la compra de vehículos importados. Como consecuencia, un automóvil con precio final de $250.000 ($170.000 a valor de fábrica) pasó a costar $310.000 sólo por efecto del traslado del impuesto. En el caso de un vehículo de $300.000, gravado a una alícuota mayor, el precio habría trepado a $500.000.

Como muchos preveían, el impacto se sintió no sólo sobre los vehículos de mayor valor sino también en los modelos más económicos que venían encareciéndose por efecto de la devaluación. Sucede que terminales y concesionarias fijan precios buscando un margen de rentabilidad global, y lo que dejan de obtener por modelos de alta gama (cuyos márgenes son relativamente más elevados) pueden compensarlo aumentando precios de modelos de gama media o baja.

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El rol de la mujer en el mercado laboral

Uno de los cambios sociales más notorios del último siglo fue la incorporación masiva de la mujer al “mercado” de trabajo. Y cuando hablamos de “mercado” recordemos que estamos restringiendo la noción de trabajo a actividades que se desarrollan fuera del ámbito de la familia, el hogar y otras instituciones comunitarias. Son normas sociales y hasta cierto punto actitudes subjetivas lo que determina qué tareas son trabajo y qué tareas no lo son.

Aunque la brecha viene cerrándose, la participación en el mercado laboral de las argentinas todavía es menor a la de los argentinos. Según datos de la última Encuesta Anual de Hogares Urbanos, en el tercer trimestre de 2013 había 6,6 millones de “ocupadas” y 9,5 millones de “ocupados” en la población urbana de nuestro país. Tengamos en cuenta que definimos como persona ocupada a aquella que trabajó “al menos una hora la semana de referencia”. Como retribución por el total de ocupaciones, los hombres percibieron ingresos por alrededor de $5.000 mensuales y las mujeres por $3.800. La menor cantidad de ingresos se explica en parte porque las mujeres contribuyen con un promedio de 35 horas semanales y los hombres con alrededor de 45 al mercado de trabajo.

Los resultados cambian cuando contabilizamos las horas destinadas al trabajo doméstico no remunerado. La misma encuesta muestra que las mujeres mayores de 18 años dedicamos a esas actividades 5,7 horas diarias en promedio que se reparten entre quehaceres domésticos (3,4), cuidado de personas (1,9) y apoyo escolar (0,4). Los hombres, en cambio, trabajan 2 horas diarias en estas tareas. Si incluimos ambos tipos de trabajo en nuestra definición, las mujeres en edad activa estarían trabajando alrededor de 10 horas más que los hombres durante la semana.

Además de las tareas domésticas que por inclinación, tradición o imposición cultural se concentran en el género femenino, las mujeres dedicamos más tiempo al voluntariado. En este caso se trata de 0,9 horas por mujer y 0,6 horas por varón semanales empleadas en actividades no remuneradas hechas libremente para el beneficio de personas ajenas a la familia, sea en el marco de organizaciones o de manera directa.

¿Hasta qué punto esta situación debería incorporarse al debate público a nivel político y social? No se trata sólo de consideraciones de equidad de género e igualdad de oportunidades sino también de la contribución que podríamos hacer al desarrollo económico del país. Hoy en día hay más estudiantes universitarias mujeres que varones, y también somos más las que se gradúan cada año. El último censo universitario muestra que de las universidades públicas y privadas en 2011 egresaron 66.894 mujeres y 42.466 varones. Dado que alrededor de dos tercios de los egresados estudiaron en universidades públicas, podríamos preguntarnos si no es hora de empezar a invertir recursos intelectuales además de económicos para mejorar el aprovechamiento que como sociedad hacemos de nuestras graduadas.

A nivel de política, hay dos aspectos entre muchos otros para tener en consideración. Podría avanzarse en el ámbito laboral para equiparar las condiciones laborales en materia de licencias por maternidad y paternidad, además de promover la participación de mujeres en puestos ejecutivos y con capacidad para la toma de decisiones. Pero ante todo el cambio debe ser cultural, y en un nuevo festejo la semana pasada del Día del Trabajador (y de la Trabajadora) es importante recordar que esto es difícil de acelerar sin cambios de actitud que otorguen visibilidad a demandas sociales de mayor participación.