Unos meses antes de que las fuerzas aliadas se proclamaran vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, la Universidad de Minnesota lanzó un experimento inimaginable para el día de hoy. Buscando los métodos más efectivos para que los sobrevivientes recuperaran peso y superaran las secuelas de la desnutrición, reclutaron 36 voluntarios que debían someterse durante meses a restricciones alimentarias que los pondrían al borde de la inanición. Uno de los hallazgos que más impresionó a los investigadores fue hasta qué punto la escasez de alimentos se apoderó de la psiquis de los voluntarios: personas que hasta ese momento no habían sentido mayor interés por la comida empezaron a obsesionarse con platos, recetas y libros de cocina. El hambre se apoderó no solo de su organismo, sino también de su mente. Sin dejar lugar para otra cosa.
El impacto de la escasez y las carencias sobre la conducta y la mente de las personas son estudiadas, en un contexto mucho más benévolo que el experimento de Minnesota, por Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir en su libro Scarcity: Why having too little means so much. Los autores muestran, con evidencia proveniente de la psicología, la neurociencia y la economía experimental, que cuando se priva a una persona de un recurso esencial para su bienestar y su supervivencia, sean alimentos, ingresos o cuestiones inmateriales como el tiempo, el afecto y la compañía, la focalización extrema en el recurso escaso produce un nivel de estrés que impacta negativamente sobre el intelecto y resiente capacidades como la atención, el autocontrol y la persecución de objetivos de largo plazo. Y esto sucede tanto en un mercado de frutas y verduras de Chennai como en un mall de Nueva Jersey, entre consumidores a los que les sobran deudas y ejecutivos a quienes les falta tiempo.
La hipótesis más provocativa y controversial es que la mayoría de las personas, sometidas a las mismas carencias, desarrollaríamos síntomas parecidos. Cualidades relacionadas con el carácter (autocontrol, impulsividad, etc.) pueden resentirse o no llegar a desarrollarse en un contexto de privaciones. En la pobreza, el sostenimiento de esas carencias a lo largo del tiempo vuelve imposible la focalización en objetivos de largo plazo. Y esto lleva, a su vez, a adoptar actitudes y conductas que contribuyen a perpetuar la situación adversa. Llevando el argumento al extremo, no se llega a la pobreza por tomar malas decisiones: tomamos malas decisiones cuando caemos en situación de pobreza.
Uno de cada diez argentinos de nivel socioeconómico muy bajo o que viven en villas y asentamientos precarios sufre inseguridad alimentaria severa, según el último relevamiento del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina. Pero, más allá de estos casos extremos de carencias materiales que indignan y conmueven, los datos del Observatorio muestran que en las clases menos favorecidas hay mayor presencia de creencias, actitudes y conductas que conspiran contra el objetivo de mejorar la calidad de vida.
Empecemos por aquellas que inciden directamente en el estado general de salud. Tres de cada diez personas de nivel socioeconómico muy bajo, o con empleo precario, tienen el hábito de fumar. Ocho de cada diez realizan actividad física menor a la recomendada para reducir el riesgo de enfermedades no transmisibles. Si bien ninguno de estos factores es exclusivo de este grupo, en la clase media profesional son dos de cada diez los que fuman y cinco de cada diez los que tienen déficit de actividad física. Quienes tienen trabajo precario gozan de menor acceso a servicios de salud, razón por la cual deberían, en teoría, adoptar más conductas preventivas. Sin negar la importancia de la educación y la disponibilidad de espacios para deporte y recreación, siguiendo la hipótesis de Mullainathan y Shafir podemos plantear además que adquirir hábitos saludables, especialmente al principio, requiere un reacomodamiento de nuestra atención y nuestras prioridades. Esto es más difícil de lograr si buena parte de nuestros recursos cognitivos se destinan a lidiar con el día a día de la escasez.
En segundo lugar, un llamado de atención merecen las notables diferencias de recursos no cognitivos (aquellas habilidades que se desprenden de creencias y actitudes no relacionadas con la inteligencia). Prevalece, en los sectores desaventajados, la creencia en el control externo y el afrontamiento negativo. Quienes creen en el control externo tienden a pensar que su propia conducta es ineficaz para modificar positivamente el entorno. Ver reducida esa capacidad nos lleva a sentirnos a merced del destino. La segunda hace referencia al predominio de conductas destinadas a evadir situaciones problemáticas, sin realizar intentos activos por afrontarlas o resolverlas. La creencia en el control externo afecta a tres de cada diez personas de la clase obrera marginal, y el afrontamiento negativo a cuatro de cada diez. En la clase media profesional, la creencia en el control externo es excepcional y el afrontamiento negativo afecta a solo dos de cada diez personas.
Finalmente, una de las brechas más notorias es la falta de redes de apoyo social estructural. Menos de una de cada diez personas de clase media profesional se siente sola, sin amigos o carece de alguien a quien recurrir en caso de necesidad. La proporción se multiplica por cuatro entre los integrantes de la clase trabajadora marginal, y por cinco en habitantes de villas y asentamientos precarios.
Lo más grave es que las familias privadas de recursos críticos para su bienestar físico y emocional tienen que resolver problemas mucho más arduos que requieren una dosis extra de ingenio, persistencia, voluntad y apoyo social. No se trata de terminar a tiempo el informe que pidió el jefe en un contexto de prioridades en conflicto, sino de optar entre racionar la alimentación de nuestros hijos o pagar el alquiler, acumular deudas, estar en riesgo de perder el trabajo o enfrentar gastos y problemas de salud inesperados.
¿Qué implican estas hipótesis y estos hallazgos para las políticas públicas? Primero, que las transferencias condicionadas de ingresos, tan de moda en estos tiempos, no deben imponer condiciones demasiado exigentes o de difícil cumplimiento para la persona beneficiaria si el propósito principal es construir una red de protección social, o si el riesgo de perder los beneficios puede disparar alguno de los mecanismos mencionados anteriormente. Segundo, nos sugiere la necesidad de brindar apoyo y contención más allá de lo monetario para integrar a personas en situación de pobreza. El diseño de políticas no solo debe basarse en consideraciones técnicas y económicas. Personas que sufrieron carencias de todo tipo durante períodos prolongados no necesitan solamente disponer de herramientas para superar esa situación, sino también desarrollar la convicción de que es posible y vale la pena hacerlo. Esto se logra mirando la realidad social desde la cercanía y el acompañamiento, antes que desde la distancia tibia y condescendiente de la caridad y el asistencialismo.