Frankenstein o el moderno Kirchner

Alexander Martín Güvenel

Sumamente complejo de sondear aparece el laberinto en el cual está inmersa la presidente y que le impide tomar decisiones que vayan más allá de lo acostumbrado por el kirchnerismo. Lamentablemente para el propio Gobierno, y más que nada para todos nosotros, la estructura de poder forjada por Néstor y Cristina Kirchner en tantos años de mandato nacional y provincial devora los intentos personales por torcer el rumbo aunque más no sea en las formas. El último ejemplo de esto lo constituye el jefe de Gabinete Jorge Capitanich, quien llegó con ímpetu y fuerzas como para forjarse un lugar en la sucesión presidencial y ahora navega en vanos intentos de no hacer el ridículo.

Es de frecuente comentario periodístico el hecho de que el licenciado gobernador de Chaco haya reducido sus conferencias de prensa a una breve alocución y a responder unas pocas preguntas (en general de periodistas militantes) por expreso pedido de la Presidente de la Nación. Sin embargo, queda claro que recibió esa orden con gran alivio, dado que ya no tenía respuestas que ofrecer y por lo tanto dejaba en evidencia su absoluta dependencia a las reglas impuestas por ese monumental organismo de poder que el kirchnerismo montó y que tiene entre una de sus reglas de oro no dar cuenta de sus actos.

Aunque Capitanich sea el ejemplo más claro y reciente, además de ser el que tiene menos tiempo para despegarse sin consecuencias para su carrera política, lejos está de ser el único. Entre los ex funcionarios de mayor rango que se ahogaron en fútiles intentos por enderezar el rumbo de algunas políticas podemos contar a figuras relevantes de la actual oposición, como el intendente de Tigre Sergio Massa, su ladero Alberto Fernández y el ex ministro de economía Martín Lousteau. Este último, famoso por haber impulsado la resolución 125 que desató el conflicto con el campo y que marcó una etapa políticamente crítica para el kirchnerismo la cual se cerró con el fallecimiento del ex presidente Néstor Kirchner, no se cansó de repetir su explicación/excusa por haber impulsado esa suba en las retenciones al campo, argumentando que lo hizo para evitar un plan mucho más perjudicial para el sector. En todos los casos de aquellos que realmente tenían la esperanza de modificar alguna conducta del Gobierno, la sensación es haberse marchado exprimido por una causa que nunca terminaron de entender y sin haber obtenido ningún éxito relevante en su área.

Uno de los reclamos más concretos que siempre se le hizo al kirchnerismo, y que fue promesa de campaña de Cristina Fernández en las elecciones de 2007, es que su forma de ejercer el poder no favorece la consolidación de las instituciones. Sin embargo, al menos desde la óptica del neoinstitucionalismo y contrariamente a lo que muchos creen y sostienen, ha logrado consolidar una estructura orgánica y de comportamiento tan fuerte y predecible que es muy difícil de sortear incluso para sus más encumbrados miembros. Queda incluso en evidencia que la propia Presidente no puede abstraerse de ese “monstruo” del cual ella es coautora.

Todos los gobiernos del mundo tienen internas pero el gobierno argentino ha generado en su interior un clima de desconfianza y temor muy común en los regímenes totalitarios pero no tanto en las democracias. Se sabe que hay ministros que hace mucho tiempo hubieran querido renunciar pero no pueden hacerlo porque forman parte de ese todo absorbente en una simbiosis nociva que imposibilita la separación evitando la pérdida de órganos vitales. Estos vínculos tienen varias razones, a veces concomitantes, que logran mantener la unión: negocios, temor al ostracismo político y a la venganza, miedo a operaciones de prensa mediante cualquiera de los múltiples canales de comunicación afines al kirchnerismo y, en los casos de incorporación más reciente, la ingenuidad y el narcisismo de creerse capaz de enderezar las cosas. No importan las circunstancias ni el background con el cual llegan al Gobierno, siempre terminan amoldándose a este gran Leviatán creado por Néstor y Cristina.

Las recetas de los nuevos y viejos funcionarios pueden ser variadas pero la partitura es siempre la misma. No es tan sencillo encontrar y poner en palabras aquel elemento esencial que abarque todos estos años y políticas que cruzaron el período de los gobiernos kirchneristas. Hay que preguntarse entonces qué es lo que se mantiene inmutable a pesar de las frecuentes contradicciones a las que en discurso y acción nos tienen acostumbrados. Simplificando diría que la partitura está básicamente centrada en que el resultado positivo de una determinada política no es tan importante como a quién se perjudica con ella. Dicho de otra forma, el kirchnerismo tiene una obsesión por afectar intereses, no importa si para ello se sacrifica la verdad (caso Herrera de Noble) o el bienestar general.

¿Quiénes serían entonces sus enemigos? Aclarando que la individuación es siempre temporal, podríamos decir que serían aquellos que obstaculizan su particular forma de construir poder e inventar símbolos. Un ejemplo claro es el de los militares que participaron del último gobierno de facto; ellos no eran sus enemigos hasta que se convirtieron en funcionales a la construcción de un relato, lo mismo sucedió con el menemismo (noventismo) y con el duhaldismo.

Tal como están dadas las cosas, no parece factible una demolición controlada del edificio de poder construido durante tantos años en base a cargos y dinero sino que lo que aparenta inevitable en sus días finales es una implosión. En los edificios, cuando la opción elegida es esta última, hay una preparación exhaustiva para preservar objetos de valor mientras que también se eliminan materiales que puedan formar proyectiles mortíferos; sin ánimo de dar malas noticias, resulta evidente que nada de esto se está haciendo y por lo tanto deberíamos prepararnos para la última etapa del kirchnerismo con la conciencia de que se avecinan tiempos de mayor turbulencia política, económica y social.