El crimen de la negación

Alexander Martín Güvenel

A pesar de haber escrito ya más de dos docenas de columnas para Infobae, tengo que reconocer que estas líneas son especiales para mí. Como argentino descendiente de armenios (ius soli) o como armenio (ius sanguinis) me resulta imposible abordar este nuevo recordatorio del Genocidio – 99º aniversario del Medz Yeghern (traducido como genocidio, holocausto, la gran calamidad) – despojándolo de su dosis emocional y afectiva. No quiero tampoco que este involucramiento opaque algunos principios que, para el análisis de cualquier hecho político, por más aberrante que éste sea, son insoslayables.

Se conoce como Genocidio Armenio a la deportación forzada y el asesinato de un millón y medio de armenios iniciado por orden de los Jóvenes Turcos (partido llamado oficialmente Comité de Unión y Progreso y fuertemente influenciado por las ideas del panturquismo) bajo el Imperio otomano hasta la conformación de la República de Turquía en 1923. Se “elige” como fecha emblemática de aquellos hechos al 24 de abril de 1915 por ser el día en que las autoridades del antiguo Imperio detuvieron a un grupo de destacados miembros de la Comunidad Armenia de Estambul. No obstante ello, el período sistemático y agudo de persecución, vejaciones, despojos, destierro y muerte de los armenios perduró por casi dos lustros.

Reconozco que cuando era chico y asistía a las marchas de Conmemoración del Genocidio con el colegio, lo que más me conmovía era ver cómo año tras año se reducía el grupo de sobrevivientes de aquel intento de exterminio. Mientras que para algunos la carrera contra el tiempo implica luchar contra la aparición de una nueva arruga o el combate contra los kilos de más que se alojan en lugares indeseados del cuerpo, para ellos implicaba el hecho trágico de haber transcurrido una vida sin recibir el reconocimiento unánime de la comunidad internacional ante ese sufrimiento y, fundamentalmente, por parte de las autoridades herederas del Estado que lo perpetró.

Pese a las declaraciones de órganos legislativos en distintos países (parece ser que la responsabilidad de conducir el Poder Ejecutivo les nubla a muchos políticos la vocación humanitaria) y el esfuerzo puesto por armenios de todo el mundo para que el Primer Genocidio del siglo XX no quede en el olvido, tan sólo 22 países reconocieron oficialmente hasta el momento la existencia del mismo (entre estos países se encuentra la Argentina). Conozco lo que implica la política exterior de un Estado y, más aún, sé lo compleja que es la diplomacia internacional y por eso también sé que la defensa de los derechos humanos ha sido un principio que traspasó las fronteras nacionales a partir de la segunda mitad del siglo XX para constituirse como valor universal. Por ello es que no hay mejor momento para Turquía que éste para avanzar con pasos firmes y concretos en el reconocimiento, pedido de perdón y reparación de aquellas acciones.

¿Por qué el gobierno de Ankara no admite entonces después de tantos años aquel Genocidio, siendo incluso uno de los requisitos que la Unión Europea antepone para permitirle su ingreso al bloque? Entre las variadas razones que podemos analizar están las múltiples compensaciones de las cuales el Estado turco debería hacerse cargo, pero aún más difícil que aquello sería para las autoridades reconocer que le estuvieron mintiendo durante un siglo a su pueblo y admitir también que el grupo de militares y paramilitares conducido por los denominados Jóvenes Turcos cometieron crímenes aberrantes. Sin embargo, es también mucho lo que el Estado turco ganaría con este reconocimiento. Sería sin dudas un paso fundamental hacia la consolidación de su democracia; paso que ya algunos ciudadanos parecen dispuestos a dar. En el día de ayer y en un hecho inédito, el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan ofreció sus condolencias a los familiares de los armenios fallecidos en aquellos desgraciados acontecimientos. Es un paso muy pequeño, sobre todo si tenemos en cuenta que no avanzó sobre el pedido de perdón y mucho menos tuvo la valentía de usar el término Genocidio, pero el deseo es que no sea el último.

¿Qué sería de Alemania si no hubiera reconocido y homenajeado a los judíos víctimas de la Shoah? ¿Cómo podría ser hoy el motor indiscutido de la Unión Europea si no hubiera admitido, pedido disculpas y condenado sin medias tintas los horrores del nazismo? En este sentido sería altamente estimulante y de una fuerza moral arrolladora que el Estado de Israel condene y reconozca también sin especulaciones lo ocurrido al pueblo armenio; el respeto por los derechos humanos es hoy una herramienta de política exterior muy poderosa y podría compensar los sinsabores que esta decisión acarraría en su relación con Turquía.

Ya no va a ser posible para quienes sobrevivieron a la masacre que los privó prematuramente y para siempre del cariño de padres, abuelos, tíos y hermanos, y que les provocó un dolor tan grande que prácticamente los inmunizó a cualquier sufrimiento posterior, ver que la sucesora de aquel Imperio, la República de Turquía, reconozca como Genocidio aquello que hasta ahora han denominado como luchas internas, enfermedades y hambre en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Campos de concentración, trabajos forzosos, violaciones a mujeres y niños, todos ellos fueron hechos constitutivos de aquel acto de barbarie, lo cual muestra la crueldad que implica buscar eufemismos para no reconocer que en realidad se buscó desembozadamente la aniquilación sistemática y deliberada por motivos sociales, raciales y religiosos (tal la definición de genocidio) de la población armenia bajo el Imperio otomano.

Todos las personas de bien, cualquiera sea nuestra nacionalidad y origen, deberíamos persistir en este reclamo para lograr que Turquía reconozca como Genocidio lo que hasta ahora ha negado. En mi caso, tengo una motivación adicional. Nacido en Estambul, Turquía, con familia aún viviendo allá, Armenak Ara Güvenel falleció hace 5 años en la Ciudad de Buenos Aires a los 59 años de edad y víctima de un cáncer. Obviamente no se trata de un sobreviviente del Genocidio (aunque sí tuvimos familiares que cayeron víctimas de aquel intento de exterminio) pero siempre conservó el espíritu de reivindicación de la Causa Armenia. El era mi papá y no pasa un día sin que lo recuerde. Cuando el ansiado reconocimiento finalmente se concrete y termine con el oprobio que es para toda la humanidad barrer bajo la alfombra al Primer Genocidio del siglo XX, pienso pararme frente a sus restos y decirle con orgullo de hijo: “Lo logramos, Pa”.

 

(Agradezco a Ana Sagrian su colaboración para la realización de este artículo)