De vuelta al primer amor

Carlos Mira

La Argentina ha finalmente convertido en ley aquello con lo que coqueteó desde que nació. El embretamiento a normas firmes que pusieran un dique de contención al aluvión mayoritario siempre le molestó. El país siempre estuvo espiritualmente más cerca de la fuerza de los torrentes que de la civilización legal.

Siempre creyó que aquel que tuviera capacidad para demostrar que era el más fuerte debía imponerse sobre un conjunto de normas pusilánimes que intentaran contemplar los derechos de unas despreciables minorías.

Jamás entendió que en el devenir de la vida la posición que las personas individuales pudieran ocupar respecto de los que hoy son mayoría es completamente relativa y que una persona concreta suele quedar a la intemperie cuando se consagra la supremacía, no de la ley, sino de una masa abstracta, entendida esta como “la mayoría que gana las elecciones”.

Supongamos el caso de un señor que vota con la mayoría. La noche de la elección se siente parte de esa masa innominada y triunfante. Cree que el mundo es suyo. Las horas pasan y los festejos se diluyen. Ya no es más ese “todo” abstracto; ha vuelto a ser un hombre solo.

Su voto sirvió para elelvar al poder fáctico (que él, por cierto, no tiene) a otras personas. Son ellas, ahora, la encarnación de esa “mayoría” que tanto lo alegraba. Él ya no lo es; él ha retrotraído a lo que siempre fue: un individuo.

En ese carácter el día de mañana a ese señor le expropian la casa -lo único que tenía- bajo un argumento social y popular. Él  recuerda la noche en la que se creía parte del éxtasis mayoritario y reacciona: “¿cómo me expropian a mí en nombre de la mayoría popular si yo soy esa mayoría popular? ¡Yo los voté para que ustedes ganaran!”

Conteniendo en lo que puedan las risas, aquellos depositarios del poder mayoritario le dirán: “En ese momento no eras un hombre, eras un engranaje de la masa que nos permitió ganar; los que ganamos fuimos nosotros, no tú. Ahora eres simplemente una persona que pretende retobarse contra una decisión nuestra, los que expresamos la voluntad de la mayoría”.

El hombre insistirá una vez más: “Pero si yo ‘integraba’ esa mayoría; yo soy esa mayoría”. “Error”, le responderán. “Eras esa mayoría en tanto tu individualidad estuviera fundida en la amorfosidad y el anonimato de la masa. Allí sí nos servías. Pero ahora no eres mayoría; eres un hombre individual y los hombres individuales carecen de derechos cuando esos derechos contravienen nuestros deseos, que representan los deseos de todos”.

Este drama que la Constitución creyó resolver en favor de un sistema que combinara los derechos individuales y las garantías de las minorías con el derecho a gobernar de las mayorías, nunca le cayó bien al país. Nunca lo entendió, nunca terminó de tragarlo.

El sentido común medio de la sociedad estuvo siempre más cerca de adherir a la tesis aluvional de Conti (“quien gana las elecciones debe dominar los tres poderes”) antes que a entender el sofisticado esquema de frenos y contrapesos de la Constitución, descendiente directo del Espíritu de las Leyes de Montesquieu.

Esa característica “torrencial” de la democracia (si es que se le puede dar ese nombre a un sistema que no respeta los derechos individuales y las garantías de las minorías) siempre estuvo más de acuerdo con nuestra idiosincracia pasional e impulsiva, que se deja llevar por las pulsiones impensadas de un momento.

La historia que siguió a 1810 estuvo plagada de esas pulsiones. Vivimos 43 años en vilo hasta que la derrota de Rosas en Caseros, pareció consagrar el triunfo de la civilización y la concordia. Pero ese magma hirviente e indomable siguió vivo en las profundidades de la personalidad nacional, acumulando furias adicionales que crecieron con el correr de las décadas.

Esa fascinación por la capacidad que tiene el grito para tapar a las voces, seguía encandilándonos. La pasión de la fuerza nos enamora. La racionalidad de la ley nos aburre. Cuando tomamos decisiones no nos ponemos a nosotros en el lugar del señor de nuestro ejemplo. Creemos que nosotros, individualmente, no seremos nunca víctimas del atropello: nosotros podremos atropellar a los poderosos, pero a mi no me van a atropellar.

Cuando el atropello ocurre es tarde. Cuando nuestro cándido señor quiere emitir su voz de queja diciendo inocentemente que él es la mayoría; que él es el “pueblo”, le dan un voleo en el traste que lo dejan mirando al Norte. Ya no es más “la mayoría”; ahora la “mayoría” son los funcionarios que él ayudó a encumbrar sin límite alguno en los sillones del Estado. Él es sólo un hombre. Eso que olvidó que era en su noche de borrachera “nacional y popular”. En ese mar de injusticias naufragarán de ahora en más los derechos de los “poderosos y oligarcas” jubilados  cuando no puedan accionar contra el Estado para cobrar lo que les corresponde; allí mismo sucumbirá el derecho del pobre tipo que quiera defender cualquier interés propio frente a la autoridad que lo aplastará como a una cucaracha. El Estado (es decir los funcionarios que se sientan en sus sillones -terminemos de disimular con el nombre de “Estado” lo que son decisiones e intereses de personas-) podrá ahora estafar depósitos, confiscar propiedades, violar correspondencia y domicilios, en nombre de la “voluntad mayoritaria” sin que ningún dique individual pueda contener el torrente.

¡Viva la consagración final de lo que siempre nos sedujo! Estamos en manos de la montonera y allí, debajo de la polvareda que ella levanta cuando todo lo atropella, sucumbiremos felices, sabiendo que el altar nacional y popular es invencible.