No podía esperarse otra cosa

Carlos Mira

Luego del papelón que protagonizó la Presidente en su triste espectáculo de grosería y mala educación en la residencia presidencial de Olivos con el presidente electo, Mauricio Macri, continuó con su zaga de bajezas en el hospital Posadas. Llegó y mandó suspender las intervenciones quirúrgicas del día y las atenciones en la guardia médica para decir, durante la veda política, que esa obra estaba terminada (afirmación muy cuestionable si uno tuviera que aplicarle al Posadas el mismo criterio de terminada que han tenido cientos de inauguraciones protagonizadas por Cristina Fernández durante su ¿gestión?, que finalmente no son otra cosa que puestas en escena de cartón pintado), pero que ella había ordenado no hacer la inauguración para respetar ese período de silencio político impuesto por la ley.

¿Qué quiso sugerir la Presidente? ¿Acaso supone que deberíamos agradecerle que se haya sometido, como corresponde, al orden jurídico? ¿Acaso cree que es una especie de reina del Medioevo para quien la ley general no rige y que si voluntariamente decide respetarla, hay que reverenciarla como un acto de reconocimiento? ¿De qué habla Cristina Kirchner?

También dijo que la diferencia electoral había sido chica (algo que, como todo el mundo sabe, ha resultado manifiestamente sospechoso) y que, sin embargo, ellos nunca habían dudado en respetarla. ¿Otra insinuación al agradecimiento hacia un monarca bueno y condescendiente? ¿Acaso supone que estaba dentro de las posibilidades hacer lo contrario?

Disparando como siempre acideces de fuego, haciendo referencias personales, pero sin nombrar a quienes rotula, en un uso ya gastado de la indirecta y del sarcasmo, invitó a sus seguidores a una resistencia al Gobierno de Macri. Introdujo así un clima de belicosidad que es lo último que necesita el país en este momento delicado.

Profundizó su mal gusto del martes cuando expuso al Presidente electo a un encuentro inútil, despojado de la grandeza que tienen las personas verdaderamente importantes. Dio, al contrario, muestras de una debilidad superlativa, de una falta de poder real sorprendente, a tal punto que debió impostarlo a fuerza de guasadas como supone hacer salir al nuevo presidente por un callejón armado improvisadamente por la Policía.

Lamentablemente y debido a la clase de persona que tenemos en la Presidencia, la Argentina se priva de los espectáculos que el mundo de la política civilizada le entrega a la humanidad en otros países cada vez que hay un cambio de Gobierno.

En Chile, por ejemplo (no en Alemania, en Finlandia, en Estados Unidos o en Noruega: en Chile), el presidente electo va a desayunar a la casa del presidente saliente al día siguiente de la elección. No a la casa de Gobierno, a su casa particular. El llamado reconociendo la derrota y felicitando al ganador se trasmite por televisión para bajar una línea directa de civilización, cordialidad y convivencia que llega como un rayo y se clava en el medio del cerebro de los ciudadanos.

Cristina Fernández dijo: “Un país no es una empresa” cuando aludió a las personas que Macri está llamando para integrar su Gobierno. ¡Bienvenida sea la gente que trabajó alguna vez! ¡Bienvenida sea la gente que hizo su dinero con base en el esfuerzo de cumplir con un trabajo bien hecho! ¡Bienvenidos aquellos que dejan sus seguros lugares de riqueza para servir a la sociedad! ¡Bienvenidos los Aranguren, los Lopetegui, los Quintana!

La Argentina está cansada de ver a gente que no sabe lo que es un curriculum vitae —y mucho menos confeccionarlo, claro está— volverse misteriosamente millonaria por la vía de explotar los recursos del Tesoro Público, fondeado con el esfuerzo de todos los que trabajan de verdad.

El país está harto de ver fortunas inexplicadas en cabeza de gente que nunca ha trabajado fuera del Estado. Es hora de que aquellos que saben lo que es tener una meta y cumplirla hagan su aporte a la función pública llevando allí los criterios de eficiencia, cumplimiento, austeridad y eficacia en la gestión que no pueden redundar sino en el beneficio de la administración de los recursos que nos pertenecen a todos.

Resulta francamente decepcionante ver el espectáculo que ha decidido montar la Presidente que se va: complica todo lo que puede la gestión del Gobierno que empieza, demuestra claramente que los intereses de los argentinos le importan muy poco, que lo único que le interesa es su ego, su vanidad, su soberbia y que está dispuesta a incendiar todo en ese altar de egocentrismo.

¿A qué resistencia quiere llamar Cristina Fernández? ¿A qué peligros innombrables quiere entregar el futuro de la Argentina? ¿Cuál es la voluntad ciudadana que no está dispuesta a escuchar? ¿Acaso olvidó ya las enseñanzas de su esposo: “Las elecciones se ganan por un voto” y “El que gana hace lo que quiere”? Si lo olvidó, podría entrar al centro de adoctrinamiento electrónico en que ha convertido al sitio web de la Casa Rosada y repasar los discursos del ex Presidente.

Uno debe creerse muy débil para hacer lo que la Presidente está haciendo desde el lunes. Debe tener una noción muy baja de su estima personal para protagonizar las groserías que decidió llevar adelante en Olivos y en Morón. Hay que abrigar mucho odio y resentimiento, destilar mucho líquido bilioso mal procesado para no tener la grandeza que la hora impone.

Pero no hay caso, las personas son lo que son. Si uno repasa lo que se habría esperado de la Presidente saliente en estos días —que deberían haber sido de alegría, unión y respeto—, se dará cuenta de que no son otra cosa que gestos de buena gente. No hay que ser un estadista supremo ni tener un máster en protocolo para hacer lo que había que hacer. Sólo se necesitaba don de gente, buena fe, buenas intenciones.

Cristina Fernández nunca tuvo nada de eso. Se va del Gobierno siendo la misma persona que fue mientras gobernó: un ser lleno de furias, de iras inexplicables, de gritos destemplados, gestora de incitaciones a abrir incendiarias cajas de Pandora cuyos resultados jamás le importaron.

Seguramente la historia la pondrá en su lugar. La única pena, además de la que da ella misma, es que privó al país de un tiempo de paz que la Argentina necesitaba como el pan.

Pero, uno no puede pedirle peras al olmo. Sólo rogar que los millones de cerebros en los que su mensaje de fuego penetró como un puñal tengan la sabiduría y la grandeza que ella no tuvo. Que esos millones sean mejores que ella y estén dispuestos a vivir en paz, dándole una oportunidad a un comienzo nuevo.