No hay ninguna guerra

A fuerza de repetir frases hechas, las realidades se van formando como un callo que luego nadie se toma el trabajo de esmerilar. Algo así está ocurriendo con la llamada guerra entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. En rigor de verdad no hay tal guerra. O mejor dicho, no puede haberla.

El Poder Judicial es un órgano del Estado que no actúa por sí mismo. Salvo en los delitos de acción pública del Derecho Penal, en donde la Justicia tiene el deber de actuar de oficio más allá del interés que muestre el particular damnificado en iniciar o impulsar la causa.  En todos los demás casos ningún juez ni ningún fiscal puede mover un dedo si no hay un particular que les pida su intervención.

Cuando el Gobierno se enoja porque la Justicia detiene sus proyectos tachándolos de inconstitucionales o los demora por la aplicación de medidas cautelares es -siempre- porque un ciudadano privado le ha pedido auxilio a los jueces para que lo protejan.

De modo que el oficialismo equivoca su enojo y, fundamentalmente, yerra el destinatario de sus diatribas. Si los jueces actúan es, primero, porque los particulares se lo piden y, segundo, porque encuentran en esas inquietudes razones legales o constitucionales suficientes para poner en marcha la protección.

La Presidente entonces, en lugar de dirigir insultos velados, sarcasmos inútiles y ácidas indirectas a los jueces, debería preguntarse por qué tantos ciudadanos quieren protegerse de ella; por qué tantos particulares golpean la puerta de los juzgados para decir “Sr. juez, por favor, sálveme de este atropello”.

Para eso fue creada la Justicia, para estar pronta a atender esos ruegos. En los absolutismos no había alternativas, ni plegarias que funcionaran: la voluntad omnímoda y arbitraria del monarca disponía de la vida y la hacienda de todos como si todo le perteneciera. El rey no daba explicaciones ni nadie podía pedírselas. Tampoco existía un cuerpo que revisara sus arbitrariedades. Lo que él decidía era ley porque se suponía que su poder derivaba de Dios.

La Sra. de Kirchner parecería en muchos casos querer replicar aquellos esquemas de la Edad Media. Pretende trasmitir la idea de que su poder deriva de una entidad sobrenatural (que ella llama “voluntad popular”) y que como tal, ella y sus decisiones, no pueden ser discutidas por nadie.

Pues bien, ese esquema terminó en el mundo pretendidamente civilizado hace 4 siglos. No hay aquí ninguna entidad suprahumana de la cual derive un poder que se deposite en cabeza de nadie. Todos somos iguales ante la ley y el “poder” dejó de ser uno para transformarse en tres. Lo único que importa en el Estado de derecho es la capacidad del sistema para defender derechos concretos de personas concretas. Ningún colectivo difuso a cuyo caballo quiera subirse algún  delirante con intenciones de replicar los absolutismos del pasado, puede reemplazar el sistema de derechos civiles y de limitación del poder el Estado.

Dentro de ese esquema, la Presidente debería primero saber  que sus decisiones están sujetas a las restricciones que ese sistema de derechos individuales les impone. Porque no hay nada superior a los derechos individuales.

Si una decisión presidencial viola un derecho, el titular del derecho agredido podrá pedir la intervención de un juez para que haga cesar los efectos de esa medida presidencial respecto de su persona. Luego, por supuesto, la influencia de la jurisprudencia hará posible que la iniciativa del presidente cese no solo para ese particular damnificado sino para todos los que aleguen estar en su misma condición.

Pero allí no hay ninguna guerra. Lo que está pasando es el funcionamiento normal de la Constitución. Es lo que ocurrió con la Ley de Medios y con la “democratización de la Justicia”: las iniciativas están paradas porque hay particulares que las discuten y que lograron o declaraciones de inconstitucionalidad o medidas cautelares que los protegen.

Presentar proyectos para restringir o suprimir las medidas cautelares o para dificultar el control de constitucionalidad de las leyes, son todos intentos de pretender volver a instaurar un sistema de gobierno absoluto, previo a la civilización del Estado de Derecho.

En cuanto a las actuaciones de la justicia federal penal -si bien, como dijimos, ésta sí tiene la obligación de actuar de oficio cuando entra en conocimiento de la comisión de un delito- las causas en trámite (casos de corrupción, de lavado de dinero, de desvío de fondos de la obra pública, de enriquecimiento ilícito, etc.) también fueron activadas por personas, sean estas particulares o diputados representantes del pueblo que han creído conveniente llamar la atención de los jueces para que éstos verificaran el uso de los recursos del Estado, que no son -obviamente- de propiedad de los bolsillos de quienes gobiernan, sino de toda la sociedad.

De modo que la postura de la Presidente y, en general, de todos los aplaudidores profesionales que integran su administración, acerca de que el Poder Judicial les ha declarado una guerra porque quiere “gobernar” en su lugar, es, como mínimo, una burrada; un indicio de que no tienen la más pálida idea de cómo está preparado el sistema para funcionar, y, como máximo, un intento directo, pero enmascarado, de replicar a los gobiernos absolutos de los siglos XV o XVI.

La Presidente pretende replicar en el país la organización militar que ella le da a su propio partido. Pero fuera de aquella estructura hay otra gente que no está dispuesta a someterse a su mando indiscutible como si lo están sus militantes y sus seguidores. No hay problemas en que voluntariamente ellos hayan elegido esa manera de vivir y de entender las relaciones humanas. El problema consiste en que se lo quieran imponer por la fuerza a todos. Los que no están de acuerdo con esa organización social tendrán siempre a la Constitución y a los jueces para defenderse. Y eso no quiere decir que el Poder Judicial este en guerra con el Ejecutivo. No hay nadie en guerra con la presidente. Es ella la que se la ha declarado a todos los que osen no obedecerla. El problema es que así podrá vivir dentro de su partido. Pero no tiene derecho a imponer esas maneras y esos perfiles a quienes no se han afiliado para ser sus seguidores.

Por un Gobierno controlado

En 1976 se publicó la extraordinaria novela de Irving Wallace “El Documento ‘R’”, una historia de intriga y suspenso que cuenta el intento de concretar una conspiración para derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que está dirigida entre bastidores por el FBI.

En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constitución para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de “ley y orden”; por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado policíaco.

La Constitución de Estados Unidos es un documento difícil de modificar. Una enmienda es un cambio al documento aprobado en 1788. Tal y como lo especifica el Artículo V de la Constitución, existen dos formas de enmendarla. Una de ellas no ha sido utilizada nunca.

Uno de los dos métodos de enmendar la Constitución es que ambas cámaras del Congreso; la Cámara de Representantes y el Senado aprueben una propuesta para realizar el cambio. El voto debe alcanzar una mayoría de dos tercios en ambas cámaras. Una vez que la propuesta sea aprobada, se dirige a los estados. Treinta y ocho de las 50 legislaturas estatales deben aprobar la enmienda, es decir tres cuartos de los estados de la nación. Otra vía para lograr un cambio en la Constitución es si dos tercios de los estados convocan una convención constitucional en la que propondrían la(s) enmienda(s). De ahí en adelante, las propuestas de enmienda se decidirían por las legislaturas o convenciones estatales. Estados Unidos nunca ha recurrido a este método para enmendar su Constitución.

Lo cierto es que la historia de Wallace suponía la existencia de una nomenklatura fascista en la nación que pretendía derogar el diseño constitucional de 1787 y cambiarlo por otro en donde el centro del poder de decisión de la sociedad no estaría en los individuos sino en el Estado.

Parafraseando la historia de Wallace, podríamos decir que los argentinos nos encontramos frente al “Factor R”. Tan solo esa letra sirve para diferenciar la dramática decisión que tarde o temprano tendremos que tomar. La ambigüedad de mantener en lo formal una Constitución que pone al hombre libre en el centro del protagonismo social y, en lo real o sustancial, una realidad que retiene a ese protagonista para reemplazarlo por el Estado, no va más. Ese doble discurso ya no resiste. Es preciso que la sociedad resuelva esta disyuntiva que la mantiene postergada desde hace más de 80 años.

Se trata de elegir entre un sistema con un gobierno controlado (justamente por la sociedad, a través de los jueces, de los organismos independientes del poder ejecutivo y de la prensa) o con un gobierno controladoR , es decir que tiene en su puño la capacidad de regimentar la vida de todos a fuerza del dictado indiscutido e indiscutible de sus disposiciones.

Es hora de que la Argentina elija definitivamente si quiere tener un gobierno completamente desligado de la ley, sin control social y por encima de la Constitución, en donde los funcionarios vigilan a los ciudadanos, o si, al contrario y como establece la Ley Fundamental, la sociedad se inclina por vivir en un sistema en donde el gobierno está sujeto a severas limitaciones que le impiden avanzar sobre el círculo de soberanía individual que la Carta de Derechos reserva a los ciudadanos.

Como se ve por la simple enunciación teórica de los sistemas en pugna, se trata de dos concepciones completamente antagónicas de la vida. La cuestión no se limita simplemente a elegir un tipo de organización social; se trata de elegir una forma de vivir, una forma de ver el mundo, una forma de interrelacionarse con los semejantes y, como país, una forma de relacionarse con los demás países.

La conveniencia de la nomenklatura estatal hizo que millones de individuos se convencieran de que no pueden solos; de que no hay manera de cumplir los sueños individuales porque los “intereses de los poderosos” siempre se interpondrán en el camino y que sin la intervención milagrosa del Estado, estarían desahuciados. Esa minusvalía, esa profunda carencia de autoestima y de postración hizo que enormes franjas de la sociedad estuvieran de acuerdo en entregar su libertad a cambio de que el Estado les proveyera de una manutención mínima: renunciaron al cielo, por tocar el cielorraso.

Eso hizo que nos convirtiéramos en un país de techos bajos, chato, gris, sin protagonismo, intrascendente, como si para nosotros no estuvieran preparadas las grandes cosas, las grandes empresas.

Pero incoherente e hipócritamente hemos mantenido una Constitución escrita por un conjunto de visionarios que creía que los argentinos no tendríamos techo, si dejábamos volar nuestros sueños y le poníamos pasión, esfuerzo y trabajo a nuestros anhelos. Ninguno de esos Padres Fundadores nos creyó tan pusilánimes como para entrar en una transacción con un conjunto de vivos que nos vendió el paquete de la “seguridad económica” a cambio de quedarse con nuestras libertades. No creímos nunca que con nuestras libertades podíamos superar con creces lo que nuestros “protectores” nos ofrecían; transamos por migajas.

Este choque cultural ya no puede sostenerse. Y creo que detrás del 18F y el merecido recuerdo a la memoria del fiscal Nisman, muchos argentinos estarán mostrando que ya no quieren las consecuencias de aquella pusilanimidad. Creo que muchos de los que salieron a la calle  lo hicieron para pronunciarse por eliminar el “Factor R”, dejar atrás el gobierno “controladoR” y pasar a tener un gobierno “controlado”.

La connivencia del poder con los violentos

Anteyer, en plena tarde de Buenos Aires, en el estadio de uno de los clubes más grandes del país se produjo la irrupción de más de 120 personas, algunas encapuchadas y la mayoría portando armas blancas y manoplas, que entraron en la confitería principal para desatar una batalla campal que dejó heridos de gravedad, a otros inocentes con golpes y cortes y a todo el mundo estupefacto en medio de la hora en que muchos chicos salían del colegio del Instituto River Plate y otros de sus prácticas de divisiones inferiores.

Algunos padres debieron esconderse en el baño tratando de proteger a sus hijos y una mamá pagó caro el hecho de haber ido a buscar al suyo cuando una silla de las tantas que volaban por el aire le cortó el labio y la cara.

Pronto la Argentina deberá implementar la prohibición absoluta para entrar a los clubes de fútbol. Desde hace más de un año el país creyó que inventaba la pólvora sin humo prohibiendo la asistencia de público visitante a los partidos de fútbol, porque la creencia era que la violencia se generaba entre las barras de los distintos equipos.

La locura en la que estamos nos va demostrando que ya no estamos en presencia de un peligro entre gente de distinto color sino ante la violencia más furiosa que ahora alcanza a los que supuestamente participaban de un mismo bando.

El monumental negocio económico y de poder que se ha armado detrás del fútbol con la complicidad de los dirigentes y del Estado es de tal magnitud que ahora la guerra estalló puertas adentro de los propios clubes. Las barras se han dividido en la mayoría de ellos en busca de más poder y de más dinero. Todo ha sucedido bajo un manto de connivencia que ahora impide actuar a quienes están siendo sus propias víctimas.

En el episodio de anteayer, la información da cuenta de que en las propias instalaciones de River estaban integrantes de la llamada “barra oficial” que habían ido a retirar las entradas de favor para el partido de mañana jueves entre el local y Boca por la semifinal de la Copa Sudamericana, que la dirigencia les da para que armen su propio negocio. Son entradas que puestas luego en la reventa pasan a valer miles de pesos. Se calcula que por este partido en donde la recaudación puede alcanzar los 15 millones de pesos, la barra puede racaudar entre 1 y 2 millones. Por ese botín matan y se matan.

A ese negocio hay que sumarle el de la calle, en donde se combinan los “trapitos”, que aprietan a la gente con el estacionamiento, la droga y otras “amenidades” por el estilo.

La dirigencia no ha estado a la altura de las circunstancias, pero muchas veces apunta detalles estremecedores. D’Onofrio, el presidente de River, por ejemplo, comentaba hace algún tiempo que encontró enganchado en el parabrisas de su auto un mapa con el recorrido que hace con su nieto para llevarlo al colegio. La amenaza de la violencia actúa con impunidad.

¿De dónde deriva esa impunidad? De la inacción del Estado. Y esa inacción es sospechosa. No ha sido uno sino varios los antecedentes públicos de hechos violentos en acontecimientos políticos en donde la “mano de obra” utilizada fue la de los barrabravas. En varias filmaciones que mostraban las acciones violentas de un grupo de poder contra otro, aparecen los mismos personajes que protagonizas los desmanes en el fútbol. Venden sus servicios a gente que luego los protege.

No hace mucho tiempo el mayor experto inglés en violencia deportiva visitó la Argentina invitado por organizaciones no gubernamentales para que explicara como en Gran Bretaña habían logrado imponerse a la violencia en el fútbol. A poco de establecer un paralelo surgía una diferencia entre ambos países que cambiaba completamente el ángulo para encarar las soluciones. En Inglaterra no había connivencia política con los hooligans. Estos eran grupos de borrachos que encontraban en el fútbol una manera de descargar sus violentas emociones poniendo en riesgo la vida de los demás. Pero el dinero, la droga y el poder no estaban involucrados en la pelea. Aquí sí.

D’Onofrio ha dicho que no tiene inconvenientes en echar de River a todos los que se compruebe estuvieron involucrados en la pelea. Pero se preguntó, ¿los mantendrá luego el Estado detrás de las rejas o los soltará a las pocas horas? “Porque si es asi, van a tener que ponerme una custodia muy grande”, agregó.

Parece mentira que un país como la Argentina en donde el fútbol forma parte de su historia cultural haya arruinado un espectáculo de estas dimensiones. Que los dirigentes y, fundamentalmente, que el Estado se hayan hecho socios de la violencia, del apriete y de los negocios de un conjunto de mafiosos es una muestra más de la decadencia en la que nos hemos metido.

La gente inocente sigue viendo como todos los días le roban delante de sus narices no solo sus propiedades y sus pertenencias sino sus alegrías y los pequeños placeres de los que no hace mucho aun disfrutaba.

Se trata de un deterioro serio de nuestra manera de vivir, de los valores a los que les damos preeminencia y de una renuncia absoluta a solucionar los problemas.

Pero la gran desilusión llega cuando todos advertimos que quienes deberían ser quienes se encarguen de la solución son parte del problema; que ellos estan metidos hasta el cuello en la misma inmoralidad que la sociedad pide a gritos que se termine.

La Argentina deberá olvidarse de encarar la solución a esta violencia como un sucedáneo del fútbol. El fútbol es solo una excusa y una víctima del problema. Aquí estamos en presencia de mafias que como aquellas de las películas están detrás del dinero y del poder. Las herramientas pueden ser el alcohol, el juego o las prostitutas. Pero el problema de fondo no es el licor, los casinos o las mujeres. El problema es la connivencia del poder con los violentos.

Nadie sabe ahora cuando llegará la respuesta de los que fueron sorprendidos ayer. Como en las historias de la mafia, se dice que hubo un soplón; alguien que pasó el dato de la presencia de la “barra oficial” en las instalaciones de River en la tarde de ayer. Fue el santo y seña para ir a matarlos. La Argentina estará pendiente, ahora, del siguiente santo y seña; del que marque la llegada de la próxima venganza.

La sociedad contraconstitucional

Normalmente, el término “inconstitucional” se reserva para hacer referencia a leyes o a decretos que contrarían lo establecido por la Constitución. Así, cuando el Congreso o el Poder Ejecutivo aprueban normas que no son compatibles con letra (y, deberíamos agregar, el “espíritu” de la Ley Madre) los particulares tienen derecho a solicitar al Poder Judicial su no aplicación en todo lo que la ley o el decreto contravengan sus derechos. Generalmente, cuando ello ocurre, más allá de que esas declaraciones judiciales solo tienen valor para las partes involucradas en el pleito -el Estado y el individuo privado que pleiteó-, la ley o el decreto terminan cayendo porque la doctrina jurisprudencial lo tornarán inocuo.

Este es el mecanismo que los países republicanos han imaginado para detener el populismo y lo que Tocqueville llamó “tiranía de la mayoría”. Así, la República, no es solamente el gobierno de quien gana una elección sino el gobierno de la ley, por encima de todas las cuales esta la Constitución.

Esa Constitución protege como una barrera blindada los derechos de las personas individuales del aluvión de las mayorías. Es el secreto para distinguir el gobierno de las masas, del gobierno del pueblo: éste está formado por millones de individuos libres, todos diferentes y desiguales, con intereses, gustos y opiniones distintas que la ley Fundamental se propone privilegiar y proteger. La masa, al contrario, es una muchedumbre informe, indiferenciada y anónima que habla por el grito, se expresa por la fuerza y se representa por el líder.

¿Qué pasaría, entonces, si lo que se opusiera a la letra y al espíritu de la Constitución no fueran las leyes y los decretos sino una sociedad entera? ¿O si la abundancia de leyes y decretos inconstitucionales fuera la consecuencia de una sociedad “contraconstitucional”? ¿Qué pasaría, en definitiva, si la excepción fuera la Constitución y la regla la Contraconstitución?

La filosofía del Derecho ha distinguido históricamente lo que se llama la “Constitución formal” de la “Constitución material”, reservando el primer nombre para el documento escrito, firmado y jurado por los constituyentes soberanamente electos por uan sociedad en un determinado momento, y el segundo para el conjunto de hábitos, tradiciones y costumbres que se enraízan en lo más profundo del alma nacional y que responden a siglos de una determinada cultura.

¿No ocurre en la Argentina este fenómeno? Los partidarios de la cultura de la que la Constitución de 1853 es hija creemos que ella refleja las tradiciones del país y que su espíritu responde a la cultura, a las raíces y a las tradiciones argentinas. Pero, con una mano en el corazón, ¿es así?

Por supuesto que el texto jurado en Santa Fe aquel 1 de mayo receta parte de los ideales de argentinos que creían en ellos y que trataron de expandirlos a partir de los esfuerzos de la Generación del ’37 y de una camada de sucesores que se encargaron de poner en funcionamiento los palotes del nuevo sistema. La generación del 80 vio los primeros brillos de aquel milagro: un desierto bárbaro, entreverado, de repente, entre los primeros países de la Tierra.

Pero aquel esfuerzo descomunal ocultaba los rencores de una venganza. Los restos de la mentalidad colonial, feudal, rentista, caudillesca y, finalmente, totalitaria, no habían sido completamente derrotados. Como una bacteria latente, en estado larvado, esperando que otra enfermedad debilitara el organismo para ella hacerse fuerte nuevamente e iniciar una reconquista, esperó su turno agazapada, escondida detrás de las luces del progreso.

Cuando la recesión mundial de 1930 dejó a la Argentina tambaleante, el espíritu fascista, del caudillismo anterior a Caseros, renació. La sociedad no había tomado aun suficientes dosis de “constitucionalidad” como para que esa nueva cultura hubiera reemplazado para siempre las tradiciones de 300 años de centralismo, autoritarismo, prohibiciones, vida regimentada y estatismo. Fue todo eso lo que la Argentina había mamado durante tres siglos; setenta años de la contracultura de la libertad individual y de la república liberal no fueron suficientes para matar el germen del colectivismo. Allí, en medio del miedo al abismo y del terror a lo desconocido, la frágil Argentina de la libertad retrajo su cuerpo de caracol debajo de la coraza que la había cobijado desde el nacimiento: el Estado.

Allí nació la sociedad “contraconstitucional”; la que desafía con sus hábitos las instituciones escritas y juradas en la Constitución: la división de poderes, la libre expresión de las ideas, la libertad individual, el gobierno limitado, la justicia independiente, la libertad de comercio, la inviolabilidad de la propiedad.

Desde ese momento subsisten en el país dos Constituciones: la firmada en Santa Fe en 1853 y la traída desde la Casa de Contratación de Sevilla en el siglo XVI, aggioranada bajo las formas del caudillismo colonial primero y del populismo peronista después.

Como en la previa de mayo del ’53 hay aun bolsones de republicanismo en la sociedad, pero el virus del colectivismo demagógico ha ganado la batalla de las mayorías. Cualquier suma electoral que ponga de un lado la libertad y del otro el dirigismo estatista (peronistas, radicales, socialistas, izquierdistas) terminará en números cercanos a 80/20.

Ese “20” sigue teniendo la “ventaja” de decir “nuestras creencias están escritas aquí ” (señalando un ejemplar de la Constitución); pero el “80” se le reirá en la cara; su aluvión los dejará dando vueltas en el aire, con ejemplar y todo.

La Argentina es hoy un país “contraconstitucional”. Prácticamente nada de lo que ocurre aquí tiene que ver con lo escrito por Alberdi. Todo es exactamente al revés y, sin embargo, rige. La Justicia no ha estado a la altura de las circunstancias y, nada más que en estos últimos años, ha permitido la consolidación de monopolios estatales, la prohibición del ejercicio del comercio y de la industria lícita; ha tolerado el control de cambios, el cepo, la prohibición de exportar; ha respaldado la retroactividad de las leyes, permitió el menoscabo de la propiedad, avaló la supremacía del Estado por sobre la libertad individual; permitió una explosión de poder del presidente que prácticamente ha borrado el concepto de “gobierno limitado”; ha tolerado la persecución, la confiscación de la propiedad sin indemnización (es decir, el robo), la reducción de las provincias a meras dependencias administrativas del poder ejecutivo y ha validado un sistema de gobierno que solo considera democrático al pensamiento que gana una elección, en tanto ese pensamiento tenga la suficiente desfachatez de “irla de malo” y de ejercer el poder por el terror.

“El tirano no es la causa, sino el efecto de la tiranía”, decía Juan Bautista Alberdi, el padre de la Constitución. La tiranía descansa en nosotros. La inconstitucionalidad no está en la ley sino, principalmente, en la sociedad: es la sociedad argentina la “contraconstitucional”. Y es ella la que sufrirá la miseria, víctima de su propio virus.

El kirchnerismo recrudece la persecución a periodistas

En estas horas un periodista de La Nación está prácticamente encerrado en su casa custodiado por  la Gendarmería por la amenazas recibidas por capos del narcotráfico de Rosario.

Se trata de una de las imágenes que los argentinos veíamos por televisión no hace mucho en países de la región y nos agarramos la cabeza pensando en cómo vivía esa gente.

Frente a los primeros síntomas de la llegada a la Argentina del drama de la droga y de su comercialización y producción no solo no hicimos nada sino que, en muchos casos, se abrieron las puertas del lavado de dinero con planes oficiales para depositar dólares en el circuito blanco de la economía sin preguntar su procedencia -al mismo tiempo que se persigue y se le piden explicaciones de todo tipo a los argentinos de bien que quieren ahorrar 200 dólares- y de la importación de componentes químicos imprescindibles en el proceso productivo de drogas sintéticas.

Otro periodista, Gustavo Sasso, fue procesado en Bahía Blanca por investigar operaciones de narcolavado de Juan Ignacio Suris al tiempo que le secuestraron material fruto de sus averiguaciones, tarea que, en lugar de procesarlo a él, debería haber llevado adelante el propio juez.

El viernes por la mañana el jefe de Gabinete se rebajó a un terreno de barrabrava haciéndose el canchero gracias al juego de palabras con el apellido de nuestro colega Fernando Carnota, al que llamó “Marmota”, según su propia confesión, por el mero hecho de “criticarlos”.

Mientras, en el Congreso, se abre paso la ley de telecomunicaciones que implica la muerte de la TV por cable, fundamentalmente del interior del país en donde opinar diferente a la ola financiada desde el Estado se convertirá, al mismo tiempo en un sacerdocio y, por lo que estamos viendo ya, en un peligro.

Hace más de 20 años que planteamos la idea de que, para ampliar la competencia era bueno estudiar la posibilidad de que las empresa telefónicas pudieran ofrecer el servicio de televisión, porque ellas ya disponían de una  red de  tendido hogareño  que facilitaba su instrumentación.  Pero aquellas opiniones -que recuerdo empezamos a comentar en 1993 en Radio América (a la sazón del mismo dueño de Cablevisión en ese momento -Eduardo Eurnekián- circunstancia que nunca me perjudicó ni implicó ningún “llamado” para que “evitara” esos comentarios, en una prueba evidente de la libertad de expresión sin miedos que imperaba en esos años) tendían, justamente, a ampliar verdaderamente no solo el arco de opiniones y de pareceres sino de inversión, de tecnología y de fuentes de trabajo.

Lo de hoy se inscribe en un marco completamente contrario. Los periodistas son perseguidos, atacados, procesados. Los medios corren el riesgo de cerrarse y los trabajos pueden perderse junto con la diversidad del pensamiento y con la libertad de expresión.

En esta misma semana se anunció en Venezuela la apertura de una línea telefónica gratuita para denunciar “traidores” y en Moscú se supo el levantamiento de la señal de la CNN en la capital rusa. Es muy interesante ver cómo Putin ha forzado esta salida: lo hizo prohibiendo la emisión de publicidad en la televisión paga.

¿Son inimaginables estas mismas situaciones en la Argentina? ¿un 0800 para denunciar buitres locales o una decisión que prohíba los anuncios en los programas de cable? Hay decenas de programas de opinión en la TV por cable que se financian con publicidad del sector privado. Incluso muchos que no tienen siquiera una presencia “testimonial” de pauta oficial. Todos esos programas (junto con sus opiniones) desaparecerían de un plumazo con una disposición parecida a la tomada por el Camarada Putín.

La situación del periodismo libre en la Argentina es gravísima. A todos los disparates descriptos hasta aquí se suma el hecho de que un enorme porcentaje de expresión es protagonizado por profesionales independientes que se financian a sí mismos comprando espacios en medios privados y luego vendiendo segundos de publicidad como si fueran una agencia.

Se trata de un sistema perverso. La asfixia y el deterioro inflacionario a la que ha sido sometido este sistema hacen que muchos profesionales estén boqueando hoy en día y su capacidad de mantener abiertas esas ventanas de libertad sea cada vez más pequeña. A las múltiples amenazas que pesan sobre su trabajo se suma este estrangulamiento económico que los arrincona y los confina.

No solo el Gobierno puede ejercer una influencia decisiva en el futuro de la libertad de expresión en la Argentina. Está claro que la capacidad de daño del Estado en ese sentido es fortísima. Pero el sector privado también puede tener una responsabilidad fundamental si no renuncia al financiamiento del periodismo independiente.

Si esa voluntad existiera y el Estado la persiguiera, entonces, se habría perfeccionado definitivamente la consagración de un Estado policial en el país en donde las bocas deberían cerrase y la única salida sería el exilio.

¡Qué enorme paradoja que en el medio de una pretendida democracia, los periodistas deberíamos pensar en el mismo tipo de futuro que tuvieron los muchos que escaparon de la última dictadura! ¿Será entonces que vivimos en un país de apariencias pero en el que las realidades siguen siendo tan oscuras como entonces?

El desapoderamiento

El próximo presidente de la Argentina deberá reunir cualidades muy especiales para enfrentar el desafío de volver a hacer de este país una tierra de oportunidades y para devolverle a la sociedad la vitalidad muscular perdida después de tanta droga asistencialista.

Las de mayor importancia dentro de esas cualidades serán el desprendimiento, la magnanimidad y la grandeza.

En efecto, la próxima administración deberá iniciar un camino de desapoderamiento del Estado para volver a transferir esos signos vitales a los individuos y a la sociedad. Han sido tantas la energías robadas a las personas en estos años, tanto el poder arrebatado a la sociedad para depositarlo en los funcionarios que encarnan al Estado, que la contratarea será ciclópea.

Pero además, como en la Argentina el empoderamiento del Estado ha sido interpretado como un empoderamiento de personas físicas de carne y hueso que han aspirado los bríos y las energías de los argentinos privados, la tarea de devolver esa vivacidad adonde corresponde (y de donde nunca debió haberse ido) necesitará de una condición de grandeza personal del próximo presidente muy parecida a la que tuvieron los presidentes de las primeras horas de la Constitución.

El próximo presidente deberá encabezar, él mismo, un proceso para hacer de la presidencia un lugar más liviano, un sitio menos excluyente y más prescindente de las decisiones privadas de los hombres y mujeres argentinos.

Para eso deberá tener la magnanimidad del desprendimiento. Después de años y años de una acumulación asfixiante y sin precedentes de poder en el puño presidencial, el próximo titular del Poder Ejecutivo deberá, en su propio”perjuicio”, volver a llevar ese poder al dinamismo individual, para que vuelva a florecer la inventiva, el vuelo de los sueños, y las ganas de cada uno por protagonizar personalmente la aventura de la vida.

Y hemos entrecomillado a propósito la palabra “perjucio” cuando nos referíamos a lo que el próximo presidente debería hacer, porque, efectivamente, a primera vista, quien voluntariamente renuncie a la cantidad de prerrogativas que la década kirchnerista le ha entregado al Estado (entendido éste casi como la voluntad omnímoda y personal del presidente) debe ser alguien con una voluntad de grandeza fuera de los común, que priorice los beneficios para el país antes que sus megalómanas manías por el poder.

Paradójicamente, sin embargo, ese eventual “kamikaze” , que se deshaga de todo el poder que la Sra. de Kirchner ha acumulado para el Poder Ejecutivo, terminará siendo más poderoso que ella, gracias a que su administración será recordada por haberle devuelto la sangre la sociedad y por hacer posible que la Argentina vuelva a ser un país en donde los sueños de cada uno no mueran en la asfixia a que los somete la concentración completa del poder.

La renuncia del próximo presidente a los poderes que la Sra. de Kirchner se autoregaló durante todos estos años será la verdadera tarea “derogatoria” del próximo gobierno. En efecto, si algo hay que derogar en el país es la innumerable pléyade de pererrogativas que el poder ejecutivo de los Kirchner le ha arrebatado a la sociedad durante los años de sus mandatos. Cada derogación será una devolución de libertades a los ciudadanos argentinos; cada renuncia que el próximo presidente haga a las facultades extraordinarias de las que gozaron Néstor y Cristina Kirchner deberá ser interpretada como una recuperación de derechos, como una reposición de lo que fue quitado, como un rescate de lo que fuera secuestrado, como un restablecimiento de la posibilidad de hacer de nuestras vidas lo que querramos con independencia de la voluntad del Estado, tal como lo había imaginado la Constitución.

Si ese milagro llegara a verificarse y por primera vez en mucho tiempo tuviéramos un presidente que se desprende de poder antes que un megalómano que lo acumula, la Argentina estaría en condiciones de protagonizar uno de los despegues socioeconómicos más extraordinarios de la historia humana, similar al que la transformó de un desierto pleno de barbarie a mediados del siglo XIX en una potencia mundial en menos de 70 años.

Con solo permitir que el centro de las decisiones trascendentes pasen de la presidencia a los individuos y a las empresas, la Argentina daría una vuelta de campana sin precedentes. La mayor decisión del próximo presidente es inaugurar un tiempo en donde las mayores decisiones no las tome el presidente. Ese cambio cultural hará pasar a la Argentina de la Edad Media a la Era Cibernética.

Si Dios iluminara por una vez a los argentinos para tener el tino de hacer ese distingo y por una vez a su dirigencia para limitar un poder que ha ahogado la aventura del emprendimiento en el país, la Argentina podría tener una chance en el futuro. Si al contrario, quien gane la presidencia continua creyendo que ha accedido a una alta torre desde donde puede manejar y controlar imprescindiblemente la vida de todos valiéndose de la herramientas que durante todos estos años los Kirchner le han arrebatado a la sociedad para entregárselas al Estado, el país terminará hundiéndose en el autoritarismo y en la inquebrantable pobreza que él genera.

Después de mí no hay nada

La Presidente no puede con su genio. Ni en las condiciones más ideales para entregar un mensaje conciliador y en paz puede sustraerse a la tentación de meter una cuota de cizaña.  Es más, muchas veces ni siquiera mide si el contenido de su propio mensaje se le puede volver en contra, porque en su afán de lanzar acideces indirectas no ve su propia conveniencia.

Es lo que ocurrió el jueves, en su cadena nacional para anunciar el lanzamiento del satélite Ar-Sat. En un momento de su discurso, con total gratuidad, dijo: “Por suerte los satélites no se derogan”, en una vuelta de tuerca más a la novísima (y a la vez antiquísima) táctica de sembrar miedo entre la población respecto de cuál podría ser el futuro según sea el resultado electoral de 2015.

Luego de pretender endosar esas maniobras justamente a la oposición (apenas 24 hs antes, cuando en un acto en Tecnópolis dijo “asustar para ajustar”, en referencia a que la oposición siembra dudas económicas hoy para pavimentar el prólogo de su camino de “ajustes” una vez que gane las elecciones), la que toma el camino del miedo es ella dando a entender que si el oficialismo no gana el año que viene, muchas de las cuestiones aprobadas durante su gestión serán derogadas.

En ese marco el lanzamiento de un satélite físico al espacio le vino como anillo al dedo para jugar -entre sonrisas- con aquella ironía.

Pero la Presidente debería pensar mejor lo que dice. En efecto, toda la gestión K se ha caracterizado, justamente, por una enorme tarea de “derogación” de estructuras anteriores (desde el Código Civil a la ley de matrimonio y desde el  modelo jubilatorio a la  ley de radiodifusión -hoy llamada “ley de medios”-) en muchos casos, incluso, con carácter retroactivo. Esa tarea se ha llevado adelante apoyada en el número, solamente en el número. Si hay un movimiento que no ha sido cuidadoso respecto de tradiciones, modelos o legislaciones anteriores ha sido justamente el kirchnerismo: en base a su mayoría numérica en diputados y senadores se llevó puesto todo.

Es más, por  caminos más que directos,  transmitió  muy  claramente  la idea de que  su porción electoral -más allá de que no era obviamente la totalidad de la población- era el “pueblo”, el “pueblo” todo, insinuando -muchas veces de manera ostensible- que quienes no estaban allí no eran “nacionales” o “argentinos”.

¿Qué autoridad puede tener un movimiento de estas características para desconocer en el futuro la ley del “mayor número” cuando  ese “mayor número” le pertenezca a otro? ¿No  fue Néstor Kirchner acaso -o la propia Cristina o el inefable Kunkel- los que han desafiado a todo el mundo a “hacer un partido político, ganar las elecciones y después hacer lo que quieran”?

Bueno, no deberían ser ellos los que ahora se asombren por la posibilidad de que una nueva mayoría “haga lo que quiera” y les “derogue” todo lo que ellos hicieron. Fue, en efecto lo que hicieron ellos, durante más de 10 años.

En lo personal, no creo que eso pase. Me parece que hasta generacionalmente la Argentina está dando una vuelta de campana en donde los hábitos de los Kirchner quedarán atrás. En ese sentido – y si eso ocurre como, a lo mejor optimistamente, pienso- los Kirchner podrán llamarse afortunados porque alguien más cívico que ellos decidió no tirar todo por la borda simplemente porque tal o cual idea venía con la marca kirchnerista en el orillo.

Pero en el terreno teórico, si hay un argumento que la Presidente (y la concepción que representa ella, su fallecido marido y el grupo duro que los rodea) tienen prohibido usar es el argumento del número, porque fue el que ellos usaron contra los demás y la vaina con la que corrieron a todos los que opinaban diferente mientras los que opinaban diferente no tenían el número suficiente (como si el derecho a la opinión estuviera gobernado por el número)

La Presidente, su marido y el “partido” (si se le puede llamar de alguna manera) que ellos armaron han introducido una lógica muy jorobada para la convivencia como es, efectivamente, la idea del eterno comienzo desde cero, en donde quien llega destruye todo lo que se hizo antes bajo el argumento de que  “su” número le arroga la encarnación misma del “pueblo”. Para el kirchnerismo, la Argetina comenzó en 2003. Se han cansado de repetirlo en discursos, en estadísticas amañadas, en debates violentos, a los gritos y, en muchos casos, hasta con la amenaza y la insinuación de la violencia. Eso los expone ahora a tomar de su propia medicina si el “pueblo” decide cambiar de encarnación.

Quizás también por eso la Presidente dijo por primera vez, delante de las cámaras, algo que solo se ha escuchado de la boca de los “hombres fuertes” de regímenes nefastos. “Me pregunto si yo no hubiera ganado las elecciones de 2007 y de 2011 si este satélite estaría hoy en el espacio. Y esa es la gran duda, el gran interrogante que yo creo que deberían estar haciéndose todos los argentinos”, dijo la Sra. de Kirchner, como poniéndose ella misma en el sitial de un Dios salvador de la patria.

“¿Qué harían ustedes y este país sin mí? Ese es el interrogante que todoso deberían estar planteándose”. Se trata de una de las manifestaciones de egolatría pública más impresionantes de los últimos tiempos. Ya no es un tercero del círculo áulico quien lo dice, es ella misma la que declara que sin ella no tenemos destino. Cuesta encontrar una declaración que coloque a la sociedad en un estado de pusilanimidad tan infamante cómo ese.

¿Tendrá una concepción de este estilo vocación por respetar una determinada decisión social cuando esa decisión haga recaer el único poder en el que cree -el poder del mayor número- en alguien que no sean ellos mismos? No lo sabemos. Pero los indicios son preocupantes.

De falacias e ilegalidades

En la presentación del nuevo Código Civil y Comercial, la Presidente se detuvo especialmente en el artículo que establece el peso como moneda de curso legal, diciendo que, con sus más y sus menos, desde 1869 la Argentina había crecido con “su peso moneda nacional”, hasta que en 1991 con la sanción de la ley de Convertibilidad se permitió una dualidad monetaria con el dólar.

En un párrafo en el que derrochó nacionalismo de baja calidad y una sensiblería que debería ser ajena a las cuestiones económicas, la Presidente pareció relacionar la vigencia de una moneda nacional más con los sentimientos patrióticos que con la existencia de una herramienta apta para intercambiar mercaderías y servicios y para ahorrar.

Habría que recordarle a la mandataria que fue su “clase” -la de los políticos o “la política”, como a  ella le gusta decir- la que le voló literalmente 13 ceros al amado “peso moneda nacional” fruto del despilfarro al que la administración del Estado sometió al país y que como consecuencia de ello el “peso moneda nacional” pasó a ser materialmente inservible a todos los fines útiles que debe tener una moneda.

La migración argentina hacia otras monedas no fue un deporte nacional de cipayismo sino una necesidad impuesta por las circunstancias de contar con algún instrumento que tornara medible las operaciones.

Si la Presidente está tan preocupada por hacer del “peso moneda nacional” el estandarte por excelencia de la soberanía patriótica, debería empezar por cuidarlo, por no envilecer su valor imprimiendo billetes a lo pavo como si fueran talonarios de rifas y para ello debería cuidar el gasto que genera el déficit que luego pretende cerrar con la imprenta de la Casa de la Moneda funcionando a destajo.

Si esas previsiones de política económica fueran atendidas, el “peso moneda nacional” recobraría valor y regiría por lo que vale y porque es útil para cumplir con los fines para los cuales se crea una moneda, no por la imposición marcial de un bando patriótico, que lo único que genera es la hipocresía de un discurso y la manifestación de una conducta completamente contraria.

En otro momento -no se sabe si por un acto fallido- la Presidente dijo que no recordaba bien las fuentes del Código de Vélez Sarsfield “porque hacía mucho que no ejercía la profesión” y agregó, “afortunadamente”. ¿Qué habrá querido decir con eso? ¿Qué le fue mejor como política que como abogada? ¿Que más allá de su famosa frase en Harvard (“Siempre fui  una abogada exitosa”) en realidad su “fortuna” (quizás de allí venga lo de “afortunadamente”) la hizo como funcionaria y no en el ejercicio de la profesión? No se sabe. Pero la “broma”, porque la Presidente usó ese tono, no se entendió.

También la Sra. de Kirchner hizo hincapié en que el código era el resultado de un gran consenso nacional y que recetaba los nuevos acuerdos de la sociedad argentina sobre las distintas materias a las que el código se aplicará. Sin embargo, sobre el final en la parte encendida de su discurso, ya con el pico caliente, dejó en claro que la obra era una manera de “dejar plasmado en una ley lo que se había hecho en estos 10 años” y que “allí se consagraba lo que la voluntad popular había votado”.

¿Y el consenso, entonces, Sra. presidente? ¿No era que el código no era la ley de una facción de la sociedad sino el fruto de un “acuerdo”?

Ahora sí se entiende por qué el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, incurrió en lo que, paradójicamente, puede convertirse en el tumor oculto que condene al código a no regir nunca: la prohibición de que el proyecto pase a comisiones y la imposición de discutirlo en el pleno del recinto, en donde fue aprobado en la misma sesión por la mera fuerza del número. La aprobación de la ley está impugnada en la Justicia por ese motivo y varios diputados opositores adelantaron que de ganar en 2015 suspenderían la vigencia del Código como mínimo por un año hasta que esas ilegalidades se resuelvan como deben resolverse.

En esos párrafos finales del discurso presidencial estaba la verdad: el código no es el fruto de un gran consenso nacional sino la aspiración personal de dejar una marca partidaria en la historia: lo dijo la Sra. de Kirchner “dejar plasmado en una ley lo que se hizo en estos 10 años”

Es indudable que la Presidente solo responde al concepto aluvional de la “democracia” (si es que a ese modelo puede llamársele “democrático”) según el cual quien gana unas elecciones automáticamente se erige en la encarnación misma de todo el pueblo y puede hacer lo que quiere, “dejándolo plasmado en una ley que rija el modo de vida de la sociedad para los tiempos…”

El código de Vélez Sarsfield, aquel cuyas fuentes la presidente apenas podía enunciar, rigió 145 años. ¿Es ese el horizonte de tiempo que la Presidente imagina como legado de la “década ganada”? ¿Imagina a los futuros estudiantes de Derecho endiosando la ley que dejó “plasmado” lo ganado en aquella época -para ella-  gloriosa?

La propia réplica de los diputados opositores que adelantan la suspensión de su vigencia si ganan las elecciones es una prueba más de que la argentina es una sociedad sectaria, en donde los bandos pretenden asumirse como los dueños del todo cada vez que tienen el poder. De allí de andar a los “bandazos”, producto de que los “bandos” pretenden arrastrar al conjunto hacia lo que no son más que sus posiciones de facción.

Más allá de la necesidad de adecuar la ley a los tiempos -y quizás la mayor adecuación sería justamente abandonar la tradición de la “codificación”- ese tránsito no puede llevar el color de una elección que, por lo demás, parece ya muy lejana,  con números que ni de cerca reflejan el sentir político de la sociedad argentina de hoy.

Es una pena que el trabajo de personas pensantes se pierda inútilmente de este modo. Más allá de que el nuevo código implica un paso más hacia la colectivización de la sociedad en detrimento de los únicos derechos civiles válidos (los que pueden ser ejercidos por personas físicas o jurídicas reales y no por entelequias colectivas que le permiten a los funcionarios del Estado entronizarse y usufructuar un lugar de privilegio respecto del ciudadano común), es un pecado que vuelva a utilizarse las instituciones de la democracia para imponer lo que es el parecer de algunos como el parecer de todos.

Una nueva intromisión del Estado en la vida privada

Mientras Florencio Randazzo se esfuerza en repetir que las nuevas disposiciones para poder abordar una aeronave y salir del país (32 puntos que las compañías aéreas deberán entregar a la Dirección Nacional de Migraciones al menos cuatro veces antes de la partida de la nave) no deben preocupar a la población, lo cierto es que la imagen de aquella metáfora del león (“si tiene patas de león, cola de león y melena de león lo mas probable es que sea un león”) a la que hacíamos referencia en relación a las semejanzas del régimen argentino con el venezolano, vuelve a hacerse presente hoy en un aspecto crucial que suele acompañar las costumbres totalitarias: restringir el libre derecho de entrar y salir del país.

Se trata como de una marca en el orillo: tarde o temprano los países que están en guerra contra la libertad se meten con el derecho a circular. El moverse, ir de un lado a otro, entrar y salir del país y, fundamentalmente, abandonarlo si al interesado le viene en gana, es como la quinta esencia de la libertad, la más gráfica de las representaciones del poder individual para disponer de la vida propia. Y el autoritarismo detesta esa autodeterminación, aborrece esa capacidad individual para decidir sobre la suerte propia sin rendirle cuantas a nadie y tiene una particular inclinación por interpretar la “salida del país” como una suerte de ícono de esa irreverencia. No puede soportar la idea de que individuos libres se “le escapen” sin saberlo; no puede admitir la idea de que alguien quiera abandonar el yugo. De modo que, de maneras más o menos brutales, esos regímenes van restringiendo la capacidad individual de moverse hasta reducirla a cero.

El grado de disimulo con que lo hagan y las excusas que utilicen para implementarlo pueden variar de acuerdo a las necesidades y tácticas del régimen. Pero lo que no varía es la existencia poco menos que sine qua non de esta característica de asfixia. Nadie sabe cuál será el destino de los 32 puntos de información requeridos ahora por el Estado para permitir que los ciudadanos salgan del país. Tampoco se sabe qué agencias del gobierno tendrán acceso a esa información y para qué se va a usar. El pretexto elegido suena a cargada: “para controlar y evitar actos terroristas”, como si la Argentina estuviera en el centro de escena mundial y fuera protagonista de los hechos que ocurren en el tablero internacional. El país no figura ni a placé en esas discusiones. Las posturas de la Sra. de Kirchner lo han eliminado a todos los efectos prácticos del escenario mundial y hoy es un jugador completamente periférico en todo lo que tiene que ver con los temas por los que el mundo está preocupado, desde el Estado Islámico hasta la coexistencia de Israel en el Medio Oriente rodeado de enemigos, pasando por el expansionismo ruso o el comercio internacional.

En nada de todo eso la Argentina figura. Los EEUU acaban de dejar en claro que ya ni siquiera contestarán los agravios, no se harán eco de los desplantes o de las altisonancias de la Presidente. Harán como que la Argentina no existe; la dejarán vociferar sola, como hacen los cuerdos con los locos. De ahí las sospechas sobre el verdadero motivo de esta nueva intromisión del Estado en la vida privada. Las operaciones que el gobierno viene realizando sobre la identificación de las personas son por demás llamativas. El próximo será el tercer cambio obligatorio de documento nacional de identidad en poco tiempo. Esas sucesivas mutaciones han ido perfeccionando el círculo de amenazas sobre la privacidad individual, incluido el último sistema de identificación biométrico que funcionará en el nuevo DNI. Repetimos: los temas (cualquier tema) empiezan a adquirir sentido cuando se los interpreta en un contexto. Y el contexto intervencionista, autoritario, estatista. inquisitivo y, en muchos casos, militarista, del gobierno argentino hacen que estas iniciativas preocupen y levanten un sentido de alarma concreto.

Lamentablemente ya se ha comprobado cómo el gobierno está dispuesto a utilizar información privilegiada y privada de los contribuyentes para escracharlos públicamente cuando sus necesidades políticas así lo indiquen. De modo que el nivel de confianza que se le puede tener a un funcionario de esta misma administración que intente llevar tranquilidad a la población respecto del uso de estos datos y de los verdaderos motivos de su implementación es muy bajo. La credibilidad que el gobierno de la Sra. de Kirchner tiene en cualquier cuestión que roce la libertad individual es muy cercana a cero. Sus hechos hablan por ella. Lo que hace no ayuda a que la gente crea mensajes de despreocupación cuando lo que se sospecha es una restricción a la libertad. En ese caso la presunción es que la libertad está efectivamente en peligro.

Nadie sabe cómo harán las compañías aéreas para cumplimentar con los 32 puntos que requieren la Dirección Nacional de Migraciones y la Policía Aeronáutica para autorizar la salida del país de los pasajeros de una aeronave. Y también se desconoce el grado de minuciosidad con que se seguirá la observancia de su cumplimiento. Después de todo, más allá de sus pretensiones soviéticas, la Argentina es un país poco serio y es muy probable que el grado de improvisación con que se manejen estas nuevas disposiciones sea tan grande como el nivel de preocupación que ha generado su iniciativa. Pero, de todos modos, no sería del todo conveniente descansar en el proverbial chantismo argentino para plantar allí la esperanza de la despreocupación. Sería interesante abrir los ojos y volver a poner esta nueva movida en línea con el indisimulable contexto autoritario del régimen kirchnerista.

La viabilidad de la Argentina

Cuando de repente uno advierte que muchas cosas que fueron argumentos para chistes, caricaturas y otras tantas representaciones del humor, forman el núcleo central del pensamiento de la Presidente, las preocupaciones crecen hasta transformarse en pánico.

Por segundo discurso consecutivo, la Sra. de Kirchner volvió a elaborar en público su tesis sobre por qué la Argentina atraviesa por las dificultades que atraviesa. Dijo, por otro lado, que este es un ciclo repetitivo (como dando a entender que no solo ha afectado a su gobierno) que se produce cada vez que el mundo advierte que el país empieza a “levantar la cabeza”.

Es en ese momento, de acuerdo con la idea presidencial, que el mundo cita a una secreta confabulación internacional para cortarnos las piernas de cuajo.

Para ilustrar su convicción contó una anécdota que le confesó un presidente de la región (“que no pertenece a nuestra ideología…” “Es un buen hombre” -dijo- “pero no piensa como nosotros… bueh… no importa…”, agregó). La Sra de Kirchner dijo que este colega le había dicho que, en una reunión con economistas norteamericanos, había surgido la teórica pregunta sobre cuál sería el único país que sobreviviría a una situación de aislamiento internacional. “¿Qué pasaría”, preguntaron, “si de pronto se suspendieran las exportaciones y las importaciones, nadie le vendiera nada a nadie y todos los países se recluyeran sobre sus propias fronteras…?, ¿cuál sería el único país que sobreviviría…?”. El aire se cortó por un instante hasta que un economista norteamericano dijo “La Argentina”.

Pasada la anécdota, la Presidente volvió sobre los argumentos que ya había dado el viernes por los cuales ella cree, efectivamente, que aquella reducción de la teoría es enormemente práctica. Dijo que el país es el octavo del mundo en dimensiones, que tiene una densidad de población baja, que tiene minerales, agua, energía, alimentos y una población altamente educada. Por eso podríamos prescindir de todos. Y por eso nos quieren tumbar. Por eso cuando toda esta verdad comienza a tomar cuerpo real “empiezan los misilazos y los bombardeos…”, dijo la Presidente.

Es decir, la presidente cree realmente que la Argentina puede convertirse en una amenaza para el mundo; la Sra. de Kirchner está convencida de que el país es tan excedentario en todo que el mundo lo tiene en la mira para bajarle el copete porque, si no lo hiciera, la Argentina se lo comería crudo.

El corazón de está creencia ha servido históricamente de base a innumerables cuentos, chistes, monólogos de humoristas, caricaturas y -en mucha medida también- ha servido para forjarnos el concepto que muchos países tienen de nosotros.

Ahora, que ese guión humorístico se haya convertido en la convicción principal de la Presidente de la República, es preocupante. Y mucho más cuando dicho pensamiento sea el que motoriza las decisiones que toma.

No caben dudas que más allá de las exageraciones que permite el lujo de la teoría (como preguntar retóricamente que ocurriría si, de pronto, dejara de existir el comercio internacional) es cierto que la presidente actúa en los hechos como si esa opción fuera realmente cierta. Y, para ser sinceros, no está sola en ese pensamiento. A todos nos resulta familiar la expresión “vivir con lo nuestro”, creída con vehemencia por Aldo Ferrer -un economista con simpatías por el gobierno- a tal punto de hacerla el título del que probablemente haya sido su libro más conocido.

Es decir, existe, efectivamente, en el país, una corriente fuertemente asilacionista que cree que la Argentina no solo podría entregarle aceptables niveles de vida a su gente viviendo aislada del mundo, sino que esa práctica sería hasta mejor como elección voluntaria y no solo por la obligación que le imponga una catástrofe.

Pero en este punto lo importante no es lo que piensa la presidente o Aldo Ferrer o los muchos teóricos que adhieren a la idea. Con todo lo grave que esto podría llegar a ser por los efectos de medidas tomadas en la creencia de que el mundo nos quiere hundir, lo que realmente importa es saber qué opinamos nosotros; qué sentimos nosotros frente a esto; si realmente pensamos que este disparate tiene algún viso de realidad.

La presidente tampoco ha explicado por qué a otros países se les permite el éxito y a nosotros no. Australia, Nueva Zelanda, Singapur, el propio Japón luego de la guerra, Irlanda, el sudeste asiático, son ejemplos de éxito por los que el mundo ni se ha mosqueado. Al contrario, ha recibido a todos ellos en el seno de una comunidad próspera que se interrelaciona para avanzar.

Otros países que no son una “joyita” pero a los que claramente mirábamos por encima del hombro no hace tanto tiempo (México, Brasil, Perú, Colombia, Chile y hasta el propio Uruguay) nos han superado regionalmente sin que el mundo se pusiera en guardia por ello. Frente a su crecimiento nadie convocó a una Convención Internacional en las sombras para idear un rápido plan de “misilazos y bombardeos”

La Argentina es un país importante. Claro que lo es. O podría serlo, para mejor decir. Pero son nuestras políticas y el tipo de instituciones políticas y económicas que nos rigen las que sabotean ese triunfo. El mundo recibiría con beneplácito a una Argentina desarrollada al seno de un conjunto de naciones de avanzada, interrelacionadas por el comercio y por la creencia en un conjunto de valores que probaron ser la base del buen nivel de vida. Nadie nos pondría un palo en la rueda en ese camino.

No sabemos por qué la Presidente cree que la opción a una Argentina exitosa debería ser un mundo fracasado. O por qué un mundo exitoso necesita de una Argentina derrumbada. No hay ninguna guerra aquí. No hay oposición entre el exito del mundo y el éxito de la Argentina. Repetimos: Australia pudo alcanzar el éxito mientras el mundo seguía con el suyo. Eventualemente, ambos se encontraron y se beneficiaron mutuamente de tal circunstancia. Pero el desarrollo no es binario; no deja de suceder en un lado porque sucede en otro: puede ocurrir en ambos lugares a la vez, si en ambos rigen el tipo de instituciones que lo hacen posible.

Con todo lo lamentable que es confirmar que la mandataria de una nación tiene un pensamiento tan irreal, lo más inquietante sería saber cómo es el pensamiento medio de la sociedad argentina respecto de estas cuestiones. Aunque si en la última década nos llamaron a votar seis veces y lo hicimos de la manera que lo hicimos, algunos indicios podríamos tener como para ayudarnos a saber cuál puede ser nuestro rumbo futuro.