Impuestos y sociedad: cómo compensar la concentración económica

Christian Joanidis

Allá por los noventa irrumpieron en la vida de los argentinos las grandes cadenas. De supermercados, de restaurantes, de lo que fuera. Un modelo exclusivamente sajón que se instaló lentamente en nuestro país.

Hoy son cada vez más y adicionalmente crecen en fortaleza. Quedaron lejos aquellos tiempos en los que se entendía que esta concentración económica implicaba un beneficio para los consumidores. Hoy todos lo sabemos, sobre todo quienes que nos dedicamos a los negocios: la finalidad de una empresa es ganar dinero y cuanto más dinero pueda ganar, entonces mejor. Por otro lado, es cierto que la concentración implica menores costos para quien es dueño de una gran cantidad de negocios, pero eso no significa que como consecuencia de ello les cobre menos a sus clientes. Cuando las grandes empresas bajan sus costos, no bajan sus precios, sólo aumentan sus márgenes. Para ponerlo blanco sobre negro: los dueños de las cadenas no se preocupan porque los consumidores paguen menos, sino por ganar más dinero.

Que las empresas estén para obtener un beneficio económico es algo lógico y esperado, para eso existen. Es incluso sano, porque de esa forma se dinamiza la economía. Aunque no guste admitirlo, la ambición personal sigue siendo, junto con el temor, una de las motivaciones más grandes de la humanidad. En la Argentina se suele ver con malos ojos al que hace dinero, pero la verdad es que es sano que haya gente ambiciosa que empuje para adelante, que esté motivada y que genere innovación, porque sin esa ambición la innovación no existiría. Por más que nos cueste aceptarlo, el altruismo no ha sido el motor de la mayoría de los adelantos que tuvo la humanidad.

No se espera de los empresarios otra cosa que el afán por hacer dinero. Pero en los modernos estados de derecho el Estado debe asegurarse que lo hagan dentro de límites que no perjudiquen a nadie. Incluso si el Estado está gobernado sabiamente esta ambición empresaria se encauza y entonces favorece al bien común.

En este sentido, es válido preguntarse si las cadenas entonces son buenas para todos. La respuesta es que no. Se suele argumentar que venden más barato, pero ya vimos que no es así: sólo ganan más dinero.

Las consecuencias negativas de que existan grandes cadenas es que se va percudiendo el tejido social: porque hay unos pocos que tienen un negocio suculento y el resto son empleados. Esto implica que cuanta más concentración haya, menos negocios pequeños habrá y son justamente estos pequeños negocios los que dinamizan la economía: el dinero no se concentra y entonces hay más gente que vive mejor. Además generan más empleo y por lo tanto tienen un mayor impacto en la tasa de desempleo. Las cadenas hacen todo lo contrario.

Otro aspecto importante de esta gran concentración es que, al destruir a los pequeños locales, generan espacios vacíos en las calles y esto afea la ciudad. Los pequeños negocios tienen vida, tienen personalidad, mientras que las cadenas son estandarizadas. La ciudad, al llenarse de cadenas, pierde identidad y una esquina es siempre igual a la otra, porque están los mismos negocios. Este fenómeno es típico en las ciudades sajonas (Inglaterra, Estados Unidos y Australia): todas las ciudades son iguales, no hay diferencia, porque los locales del centro pertenecen a los mismos grandes negocios.

Otro gran problema que tienen las cadenas es que forman un oligopolio. Esto significa que tienen una posición dominante y que por lo tanto son las que determinan qué se ofrece en el mercado y a qué precio. Mientras que los pequeños comercios amplían la variedad y por lo tanto generan una competencia genuina, que redunda en un esfuerzo por atraer a los clientes. Las cadenas no tienen que hacer ningún esfuerzo, porque se convierten, con el tiempo, en la única opción, imponiendo así su voluntad.

Yo no creo que haya que prohibirlas, porque a menos que se trate de algo realmente intolerable, no hay que prohibir nada. Pero también es cierto que estas cadenas no son necesarias, no benefician a la población en general, y creo que podemos tolerarlas si de alguna forma remedian el daño que causan. Y esta remediación la pueden hacer pagando algún impuesto adicional, por eso es que yo quisiera que todas las cadenas contribuyan de manera especial. Cuanto más grandes son, más perjuicio causan. Por eso es que la mejor forma de estructurar un impuesto a las cadenas es que paguen un canon mensual proporcional a los metros cuadrados y la cantidad de bocas.

Este impuesto tiene una gran ventaja: no se puede evadir. Contrario a lo que sucede en los casos de ganancias o ingresos brutos, es imposible tergiversar la declaración de aquello que está vinculado a cuestiones físicamente observables y de acceso público (todos sabemos que en determinado lugar hay un local de una cadena). Este impuesto a las cadenas es una excelente forma para que los gobiernos locales puedan recaudar fácilmente y que con ese dinero puedan, por ejemplo, eximir del pago de ingresos brutos a los pequeños negocios.

No es necesario que las cadenas dejen de existir, pero tiene que contribuir adicionalmente para remediar el daño que causan. Un impuesto a las cadenas nos puede ayudar a que se redistribuya la rentabilidad adicional que tienen para transferírsela a los pequeños comercios, que dan vida y personalidad a una ciudad.