Sin voluntad de entendimiento no habrá salida

Daniel Muchnik

A esta altura de las noticias, en medio de la sangre vertida en París y la gran manifestación pública de repudio contra la violencia en la capital francesa en la que la Argentina no estuvo representada, el “Manifiesto por la Paz”, publicado a página entera o a texto completo en los más importantes medios de comunicación de la Argentina, es un importantísimo llamado de atención. Muchos son los motivos para calificarlo de esa manera.

En primer lugar, fue firmado por políticos, figuras públicas varias y periodistas. Entre tantos colegas, yo también lo hice y con todo mi compromiso. No firmaron funcionarios del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Es una importante convocatoria para que sin distinción de pertenencias religiosas, confesionales, políticas o étnicas, la sociedad entera se juegue por la libertad de comunicación y el derecho a vivir de nuestras creencias. Un mensaje piadoso, de alto grado de humanidad.

Libertad de comunicación sí, aclara el Manifiesto, pero en el marco de la responsabilidad y el respeto. O sea: la comunicación tiene un límite y es no vulnerar los derechos y las creencias diferentes a las nuestras. Hay que condenar, por sobre todas las cuestiones y siguiendo las palabras del Papa Francisco, aquello que “viole la dignidad de las personas”.

Otra frase es importantísima: “Creemos fielmente que todos los hombres tienen el derecho de expresar y comunicar en paz sus ideas y que las divergencias deben resolverse con el diálogo y la reflexión”.

El Manifiesto es, de algún modo, el mismo mensaje que viene trasmitiendo el “Diálogo Interreligioso”, un “puente” entre distintas religiones creado a instancias de Jorge Bergoglio desde la Catedral en el 2002, cuando el país se hundía en el caos, la rapiña y la posibilidad de la desintegración. Formó parte del “Diálogo Ciudadano”, donde trabajaron con ímpetu representantes de todos los sectores pero que terminó diluyéndose, como tantas buenas iniciativas en el país.

Desde entonces el “Diálogo Interreligioso” estuvo representado por Omar Abboud (de la comunidad musulmana), el rabino Daniel Goldman (por el mundo judío) y el sacerdote Horacio Marcó, representante de la corriente religiosa más importante del país e interlocutor diario de Bergoglio. Se sumaron instituciones protestantes, evangélicas y de otra fe. Desde el 2002 pusieron todo su empeño para frenar, con un muro de contención humanista, todos los enfrentamientos entre comunidades representadas en el Diálogo en otros lugares del mundo. Los conflictos en Medio Oriente no se tradujeron en agresiones en la Argentina.

Hace pocos meses, cuando el Papa Francisco viajó a Israel y al mundo árabe, fue acompañado por una delegación de instituciones judías, por el rabino Abraham Skorka, delegados de distintas religiones vinculadas históricamente a esa región y, por sobre todo, por Omar Abboud, en nombre de los musulmanes argentinos. Quedó una foto histórica, donde el Papa abraza, conmovido, a Skorka y Abboud en Tierra Santa.

Generalizar el “Diálogo Interreligioso” y otras sugerencias del Papa Francisco sería esencial en tiempos de odio, en especial en Europa. La islamofobia es enfermante y, de alguna manera, ha recrudecido con virulencia el antisemitismo con fuerza. No sólo en Francia, también en los países bajos, en las liberales naciones nórdicas, en Hungría, en Alemania. La señora Merkel, la primera figura política de Alemania, no sólo participó en París en homenaje al terrible atentado contra la revista “Charlie Hebdo” sino que pregonó para organizar en su país una marcha similar contra la islamofobia. Y marchó, con entusiasmo y pidió que se repitan las manifestaciones de paz y convivencia.

Todos los especialistas han hecho conocer sus reflexiones al respecto. La islamofobia como reacción frente al crecimiento vertiginoso de la población de ese origen y el antisemitismo como búsqueda del chivo expiatorio de la crisis económica decisiva en el viejo continente. Todos son víctimas del prejuicio y la intolerancia extrema. Y en esa actitud férrea no hay posibilidad de distinciones. Los que atacaron matando a “Charlie Hebdo” son inmigrantes musulmanes de segunda o de tercera generación, jóvenes sin trabajo que buscan en el fundamentalismo la justificación de la violencia total. No en vano se viene advirtiendo desde hace meses en el prensa europea que miles de jóvenes franceses y europeos varios de familias musulmanas sin marcos de referencia partieron para pelear en Siria y en Irak o fueron entrenados en el Yemen.

Sin voluntad de entendimiento entre las distintas comunidades y creencias no habrá salida. Considerar que la primera generación de musulmanes que llegaron a Europa, después que cesara el hambre de posguerra en la década del cincuenta, lo hicieron para ser usados en la limpieza de los baños y en las tareas pesadas, como un castigo del viejo colonialismo, no sirve de mucho para poder reflexionar con seriedad. Europa era el paraíso del trabajo y del vivir con cierta decencia para esos colonizados desposeídos. Entonces no hubo prejuicios por parte de franceses o alemanes. Si emergieron cuando no pudieron dar trabajo a los hijos y nietos de aquellos inmigrantes, cuando los arrinconaron en barrios periféricos a las grandes ciudades. Acabado el socialismo como alternativa, con el fracaso de las administraciones en sus países, a algunos no les quedó otra tentación que el extremismo religioso.

Revertir esta pesada carga necesitará un gran esfuerzo de todos.