Y Petro creó… el caos

Darío Acevedo Carmona

Se quitó la máscara de la democracia, que era eso y no otra cosa, con la que cubrió su faceta de revolucionario y agitador de multitudes en los últimos 22 años.

En su afán de convertirse en mártir en vida de las “oscuras fuerzas del fascismo”, Gustavo Petro arrasó, con grandilocuencia retórica, su compromiso con la paz y con la institucionalidad. Aunque acudió a la tutela, vía legítima, no desactivó la presión de calle. Se le olvidó que para ser demócrata hay que serlo y parecerlo.

En circunstancias que ameritan un interesante debate jurídico (destacable el espacio dedicado por El Tiempo al análisis) Petro reaccionó apelando a un tendencioso juego de palabras en el que se confunden amenazas e incitaciones a la rebeldía con declaraciones de fe en la democracia.

En sus discursos y abusando de su cargo, puesto que aún es alcalde, fue muy poco lo que dedicó a explicar su conducta sobre el tema de las basuras. Se limitó a insinuar que lo castigaban porque les quitó el negocio a los ricos dando a entender que el interés privado y el principio de libre empresa, reconocidos en nuestra constitución, son perniciosos y espúreos.

Dejándose llevar por el entusiasmo de la multitud congregada en la Plaza Bolívar, dijo palabras que no pueden pasar desapercibidas para la opinión pública. Se comparó con Gaitán y con Galán, retomó el viejo discurso de la izquierda de los años 70 y 80 consistente en señalar a la “oligarquía” de todos los males y de todos los crímenes contra el “pueblo” por el que él ha luchado con las armas y sin ellas. Cual Gaitán, puso su destino en manos del “pueblo”. Partió la historia de Colombia, que ya ha sido partida en diez, cien y mil veces por los marxistas colombianos, al declarar que ahora se iniciaba “un gran movimiento histórico”. Típico complejo de Adán e ideal mesiánico que tanto les critican a otros dirigentes.

Hizo todo tipo de malabares para cambiar el sentido del problema haciéndoles creer a las gentes que es víctima de persecución por ser de izquierda, por gobernar a favor de los débiles, por apoyar la educación pública, etcétera. Acusó al procurador de golpear en materia grave el proceso de paz, como si en la mesa de La Habana, desde donde Petro ha recibido fuertes aguijonazos, se tuvieran que ventilar o poner a consideración los procesos judiciales y disciplinarios del país.

En medio del griterío de la multitud azuzada, las palabras de este personaje soberbio, autoritario, pedante y prepotente, ondearon banderas del M-19 como para significar que él, Petro, y los suyos, están dispuestos a ir “hasta las últimas consecuencias”, “hasta donde ustedes me digan”. El mensaje que deja es oportunista: la democracia es buena si me sirve, si gano, si me da cobertura jurídica, si me permite hacer lo que yo quiera, si me blinda ante cualquier investigación o causa judicial.

Les advirtió a sus hermanos cubanos, al régimen más dictatorial del continente, el más oprobioso con la libertad, para que se cuiden del fascismo colombiano. Y a sus viejos compañeros de armas para que no se bajen del bus de la paz ante lo sucedido, para que opten por la movilización de las masas, por la agudización de la lucha de clases, porque el destino es de todos los luchadores.

Utilizó la noción de democracia y el anhelo de paz como manto protector de sus graves infracciones. Recogió el viejo discurso del mamertismo que pretende vendernos la “verdad histórica” de unas “guerrillas heroicas y justicieras” enfrentadas a un “régimen dictatorial” y a una “oligarquía asesina”. Ese discurso que su invitada a la tribuna, Aída Abella, recitó de memoria en impúdico regreso al pasado.

Sus delirios de grandeza alcanzaron para llamar a los pueblos del mundo y de América a solidarizarse con su causa, que es -otro adefesio y abuso a la realidad- la de los indignados. Esa desesperada identificación con todo lo que suene a protesta, a movilización, a lucha, por lo que sea, fue incorporada a su retórica, aunque ni los indignados de España ni los de la plaza Tharir tengan algo que ver con su problema.

Estamos pues notificados los colombianos que el camino que Petro nos invita a seguir es el mismo que transitamos con tanto dolor en el pasado, el del caos, el de la protesta total, el de la insubordinación ante la ley. ¿Qué tal que todos los funcionarios públicos que sienten que se cometió una injusticia contra ellos por parte de un juez, llámese corte, tribunal, procurador o fiscal, adopten ese método de desacato y rebeldía contra la Justicia?

El tema de los poderes omnímodos del procurador que debe ser abordado a la luz del derecho constitucional y por la vía de la reforma civilizada se ha trocado por un estado de paroxismo populista. Si vamos a colocar las cosas en su justo punto, pues echemos mano de la historia reciente. Es en la Constitución del 91, diseñada entre otros por constituyentes del M-19, donde está el problema de los superpoderes de la Procuraduría, que también los tiene la Corte Suprema de Justicia que ha juzgado a funcionarios de elección popular. Tanto la Procuraduría como la CSJ no admiten segunda instancia. Todos los procuradores desde 1991 han destituido alcaldes, gobernadores y congresistas y oficiales de las fuerzas armadas. Maya Villazón, por ejemplo, destituyó 460 funcionarios elegidos por voto popular, 1 senador, 2 representantes a la Cámara, 428 alcaldes y 29 gobernadores. A su vez, Ordóñez ha destituido a 331 funcionarios: 9 senadores, 3 representantes a la Cámara, 288 alcaldes y 31 gobernadores y ha sancionado funcionarios de todos los partidos, incluido Andrés Felipe Arias, estrella ascendente del conservatismo uribista.

Pero esta discusión ha sido tirada por la borda gracias a su demagogia, a su narcisismo napoleónico y a su delirio de grandeza, comparable con el del ordinario Maduro. Ya recibió voces de apoyo de las FARC que carecen de autoridad moral para bendecir al alcalde que antes vituperaban.