El doping de la vida cotidiana

Esteban Wood

Es un mito que solo podemos utilizar el 10 % de nuestras capacidades cerebrales, que solo aprovechamos una pequeña parte de nuestros recursos mentales y físicos, y que existen ciertas barreras evolutivas que nos impiden conectarnos con todo nuestro potencial. Pero esta falacia, construida sobre una supuesta frase de Albert Einstein, no ha privado a escritores y directores cinematográficos de inspirarse en torno a un tema que mezcla ciencia ficción con realidad.

En la novela de Alan Glynn, Los campos oscuros, Eddie Spinola es un adicto a la droga MDT-48, una sustancia que le permite explotar todo el potencial del cerebro y alcanzar el éxito soñado. Una droga que explota al máximo las funciones cerebrales, que permite procesar la información recibida de una manera ultrarrápida para resolver cualquier tipo de problema, que ayuda a desarrollar una capacidad de aprendizaje infinita. Una droga que, en síntesis, lo vuelve excepcionalmente inteligente y distinto del resto.

Si esta droga existiera, y si nos fuera garantizado el éxito y la prosperidad bajo la improbada certeza de un nulo impacto sobre nuestra salud física y mental futura… ¿Nos arriesgaríamos a dar ese paso? La pregunta, con fuerte basamento ético, ya circula en muchos trabajos científicos publicados de un tiempo a esta parte alrededor del mundo.

En un análisis publicado recientemente, investigadores de la University of Oxford y de la Harvard Medical School trazaron un relevamiento de estudios efectuados desde enero de 1990 hasta diciembre del 2014, en el que se investigaban la acción cognitiva de la droga modafinilo (tradicionalmente usada para tratar trastornos de sueño). La conclusión a la que arribaron es tan sorprendente como temeraria: el modafinilo podría ayudar a las personas a tomar mejores decisiones, a planificar y a pensar mejor.

El estudio no parte de una hipótesis al azar. Sucede que el modafinilo, junto a otra batería de fármacos como el Concerta (metilfenidato) o el Adderall (sales anfetamínicas), han empezado a ser utilizadas por jóvenes y por adultos que, por fuera de toda indicación médica relacionada con el trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH), buscan incrementar su rendimiento académico y su productividad laboral. Ni el modafinilo ni el metilfenidato comparten la misma composición química. Sin embargo, sus efectos “benéficos” en el plano cognitivo son similares.

Las denominadas “drogas inteligentes” existen desde la década del cincuenta. Pero no fue hasta entrados los noventa que su comercialización explotó de forma exponencial. En este sentido, un relevamiento estadísticos efectuado en Estados Unidos dio cuenta de un fenómeno alarmante: solo 1,5 % de la población adulta comprendida entre los 26 y los 34 años estaba tomando alguna medicación por TDAH en 2008. Hacia 2012, el porcentaje se había casi duplicado.

Frente a la supuesta inocuidad del uso de este tipo de psicoestimulantes (que algunos relativizan comparando su efecto con el mismo malestar que provoca la ingesta de varias tazas de café), las estadísticas también arrojan otro enfoque basado en la evidencia empírica. De acuerdo con la Administración de Salud Mental y Abuso de Sustancias (conocida como SAMHSA por sus siglas en inglés), entre 2005 y 2011 el número de emergencias hospitalarias asociadas al uso no médico de estos estimulantes en población joven se triplicó. Algunos estudios científicos han demostrado que el uso a largo plazo del modafinilo pueden afectar los patrones normales de sueño. Por su parte, en casos particulares y en dosis elevadas, los estimulantes como el Adderall han evidenciado indicios de psicosis.

No existe ficción en torno a la MDT-48 de la novela Los campos oscuros, ni fantasía cinematográfica detrás de la píldora NZT-48 que Eddie Morra ingiere en la película Sin límites. Estas “drogas inteligentes” existen y forman parte desde hace tiempo de esta sociedad ultramedicalizada en la que vivimos. El interrogante de origen, con fuerte basamento ético, es hasta dónde queremos llegar con todo esto.

Por la misma razón que están prohibidos los esteroides y otras drogas, algunas organizaciones deportivas han empezado a incluir a los psicoestimulantes utilizados para tratar el TDAH dentro de sus listados de sustancias vetadas. El doping es un engaño que se sanciona duramente. Para el espíritu del deporte es inadmisible el uso de drogas como forma artificial y deshonesta de mejorar el rendimiento físico y la performance.

¿La misma posición adoptarían las empresas que buscan optimizar al máximo sus ganancias, minimizando pérdidas de rentabilidad e incorporando procesos que mejoren su productividad? ¿Podrían ser los fármacos una nueva forma de inescrupulosa maximización de ganancias en el ámbito laboral? ¿Se sancionará a aquellos empleados que logren rendimientos de hasta 16 horas continuas gracias al uso de estimulantes, o será una cualidad más que bienvenida, como ya sucede con los parámetros de eficiencia establecidos en algunas multinacionales?

Muy pronto, sin darnos cuenta, podríamos estar encerrados en un laberinto sin salida, compitiendo en una carrera alocada por potenciar nuestras habilidades intelectuales, por obtener mejores calificaciones académicas, por acceder a más títulos, por obtener el mejor empleo, por incrementar nuestra productividad laboral, por generar más ingresos y por trepar en la escala social apelando a una trampa química que nos torne exitosos, que nos haga felices…

Una realidad tan tenebrosamente similar a la ficción que imaginó Aldous Huxley.