Una vida entregada a Dios y a su pueblo

Fabián Báez

Carlos Mugica siempre fue un hombre apasionado. Una vez, siendo ya cura y estando en París por estudios, “se escapó” y viajó hasta Glasgow en Escocia sólo para ver al equipo del que era fanático -Racing Club- que jugaba por la Copa Intercontinental contra el Celtic. También se cuenta otra anécdota que refleja ese espíritu apasionado. Siendo joven sacerdote enseñaba teología en la Universidad del Salvador, y cierta vez se enteró que un colega profesor en la misma casa de estudios criticaba duramente al Papa de aquel momento, Pablo VI, de quien Mugica era un ferviente admirador. Así que un día decidió enfrentarlo y recriminarle duramente a la salida de las clases la actitud hostil al Papa. Aquel colega al que increpó fue luego ministro de Economía de la Nación durante la dictadura. Se trataba de José Alfredo Martínez de Hoz.

En el Padre Carlos Mugica convergen las realidades más fuertes de la reciente y compleja historia nacional: la clase poderosa (a la que pertenecía por nacimiento), la Iglesia Católica (por su fe cristiana y su condición de sacerdote), los más pobres de la sociedad (su trabajo pastoral se desempeñó fundamentalmente en las villas) y las convulsiones políticas e ideológicas de cuyos desencuentros finalmente fue víctima fatal. Reivindicar su figura hoy, cuarenta años después de su muerte, parece ser lo políticamente correcto. Sin embargo creo que se cometería un trágico error metodológico si se interpretara al Padre Mugica al margen de su condición de sacerdote católico, y fuera del momento concreto que le tocó vivir.

Es necesario aclarar las veces que haga falta que él no fue montonero, y menos en el sentido que adquiere en la actualidad esa expresión: él nunca quiso ni la violencia ni la lucha armada. Son famosas sus expresiones: “Como cristiano, y más aún como sacerdote, repudio todo crimen, sea contra quien fuere”, o aquella otra: “Estoy dispuesto a que me maten pero no estoy dispuesto a matar”. También se hace necesario tratar de entender su pertenencia al peronismo en aquel momento de la historia. Más que una opción partidaria, para él era una concreción histórica del mensaje cristiano de inclusión de los más pobres. Decía el Padre Mugica: “Yo sé por el Evangelio, por la actitud de Cristo, que tengo que mirar la historia humana desde los pobres. Y en nuestro país, la mayoría de los pobres son peronistas.” En su idealismo, identificarse con el peronismo fue principalmente ponerse del lado del más débil.

No se puede entender la muerte de Mugica sin conocer y entender su vida, y no se puede entender su vida sin conocer el mensaje cristiano y la situación social y eclesial de la circunstancia histórica que le tocó vivir. Sólo se puede comprender acabadamente al Padre Mugica desde sus convicciones religiosas de sacerdote católico, ya que trató de vivir –equivocadamente o no- pero hasta las últimas consecuencias, el Evangelio tal como entendió que lo enseña el magisterio eclesial, cuya doctrina social marcó profundamente su vida y su pensamiento. No se puede entender la Doctrina Social de la Iglesia si no se entiende que la opción por los pobres es ante todo una cuestión religiosa y teologal: Dios está de parte de los pobres y es defensor del excluido. Jesucristo no se entiende si no es desde la Pascua, y la Pascua no se entiende si no es desde la opresión y la esclavitud del mal, de la que quiere liberarnos Dios. “Los únicos que han cambiado el mundo son los idealistas; el más grande de todos los idealistas ha sido Jesucristo que soñó que un día todos los hombres íbamos a dejar de ser pecadores, y dio la vida por ello” decía el Padre Mugica en un programa de televisión. El enemigo es el pecado y no el que piensa distinto.

El Padre Mugica no fue un hombre perfecto ni un sacerdote sin errores, pero sí fue alguien que se dejó interpelar a fondo por Cristo y el Evangelio, y prefirió perder la vida antes que traicionar a los pobres, porque entendió que traicionarlos sería traicionar al mismo Jesús.

Los mártires son los que mueren como testigos de sus creencias a causa del odio a esa fe de quienes le causan la muerte. Muchos piensan que el Padre Mugica no fue simplemente un líder político o un revolucionario, sino que sobre todo fue un mártir de la fe cristiana. Un sacerdote que asumió hasta las últimas consecuencias su compromiso de vida según lo que en conciencia entendió que le pedía Cristo y la Iglesia a través del magisterio: estar con las más débiles y trabajar incansablemente por la dignidad de sus hermanos.

El 11 de mayo de 1974 el Padre Carlos Mugica fue acribillado a balazos a la salida de misa en el barrio de Mataderos. Pocas horas después murió. “Ahora más que nunca hay que estar cerca del pueblo”, le escuchó decir su amigo y sacerdote Jorge Vernazza en los momentos finales de su agonía. Allí se entiende el deseo más profundo de Mugica: hay que estar siempre cerca del pueblo, porque Dios se hizo hombre para poder abrazarnos, para poder estar cerca de todos y trasmitirnos su misma vida divina. Carlos Mugica vivió y murió como sacerdote, absolutamente convencido de que la opción por los pobres lejos de cualquier cuestión ideológica, respondía a la maravillosa realidad del amor de Dios por su pueblo.