La responsabilidad del Tribunal Supremo

Fernando H. Cardoso

Sólo cuando me instan los periodistas he opinado sobre el proceso en Brasil llamado de las “mensualidades”, o “mensalão” (el uso ilegal de fondos públicos para comprar votos en el Congreso durante el régimen anterior). Y no entro en ese campo que es propio de los jueces: qué acusados deben ser absueltos o condenados y, en ese caso, a cuántos años. En lo personal no me mueven impulsos punitivos ni mucho menos vengativos.

La mayoría de los acusados (los parlamentarios detenidos) no se cruzaron conmigo en la vida pública; en general, sus modos de actuar y sus puntos de vista políticos no coinciden con los míos. Mantuve, es verdad, una relación cordial con los que tuvieron un mandato parlamentario. Pero aunque entiendo las reacciones de indignación de los que piden un rápido castigo, me parece que no debería unir mi voz a ese coro.

Es obvio que existe en las calles un sentimiento de duda, cuando no de indignación, con los resultados todavía inciertos del juicio. A fin de cuentas, para la mayoría de los brasileños se trata de una de las pocas veces en las que los habitantes que “andaban con ventaja”, como se les califica en el habla actual, están en la picota.

Ahora, cuando ya ha fluido buena parte de las aguas, se puede comentar de manera menos emotiva lo que aconteció en la fase casi final del juicio y sus posibles repercusiones. No cabe duda de que la sensación de impunidad que siente la mayoría de la gente se deriva menos de las decisiones que de la demora para terminar el proceso.

Hay varias explicaciones de dicha demora: la complejidad del juicio con personas de tanta responsabilidad política; el Supremo Tribunal Federal no está habituado y tal vez ni siquiera preparado para actuar de instancia penal originaria; los códigos de proceso dan lugar a un sinnúmero de recursos, etcétera. Pero para el pueblo, nada de eso es comprensible ni justificable. ¿Por qué tardan tanto?

En la primera fase, la competencia del ministro-relator, al encadenar los pasos y los grupos de implicados en un enredo de lógica comprensible, y la minucia con la que los jueces debatieron el caso, demostraron con claridad que hubo desvío de fondos públicos y privados, no solo para cubrir los gastos de campaña, como afirmó el ex presidente Lula da Silva, sino también para obtener la lealtad de partidos y congresistas mediante la entrega de dinero.

La dosimetría, en la jerga legalista, la atribución de penas específicas a los inculpados, escapó a la atención del pueblo. El punto culminante de la primera fase del juicio fue determinar quiénes fueron los autores intelectuales. Independientemente de la doctrina del dominio de hecho, o sea, quién era sabedor de los actos ilícitos que pudiera mandar seguir adelante o detenerlos, se formó en la opinión pública la convicción de que los personajes más notorios, pese a no haber dejado rastros, sí fueron responsables.

Incluso sin conocimiento jurídico, la mayoría de la gente se formó un juicio condenatorio. Las decisiones de los jueces confirmaron el veredicto popular: culpables, en general por votación de 9-2, 8-3 o, raras veces, 7-4, cuando no por unanimidad. La opinión pública pasó a exigir el castigo. La decisión de postergar todavía más la conclusión del proceso, gracias a la aceptación de los “embargos infractores”, recurso que sólo los más doctos recordaban y sabían decir en qué consistía, cayó como cubetazo de agua fría. Por más que el voto del ministro Celso de Mello, decano del Tribunal, haya estado jurídicamente bien fundamentado, resaltando que el fin de los embargos infractores en el STF fue revocado por la Cámara de Diputados, cuando se examinó el proyecto de ley que suprimió esos embargos en los demás tribunales, en la opinión pública quedó cristalizada la percepción de que se abrió una oportunidad para reducir las penas impuestas.

Ese ablandamiento implicará un cambio de régimen carcelario sólo a los miembros del “núcleo político”. Si llegara a confirmarse esa hipótesis, quedará confirmada la percepción popular de que “los de arriba” son inmunes y “los de abajo” van a chirona. Lo que a las personas más afectas a las garantías de los derechos individuales y menos movidas por los deseos de venganza puede parecer razonable, para la mayoría de la población parece simplemente una maniobra para postergar el juicio, para que nunca termine y el crimen quede sin castigo. Tanto más cuanto que la mitad del Tribunal Supremo encontró argumentos para negar la vigencia de los embargos infractores en esa corte.

Es un hecho notorio, además, que todo el edificio jurídico-constitucional se construyó sobre realidades políticas. La designación de dos nuevos miembros del STF por el gobierno, después de tantos rumores de conversaciones con candidatos para comprometerlos con un comportamiento blando en el juicio de las mensualidades y la infausta tentativa de Lula de pedirle a un ministro que no votara inmediatamente en el proceso, ejemplifican la contaminación de la pureza jurídica por las presiones políticas.

El último voto sobre los embargos infractores, sin que esa fuera la intención del ministro que lo profirió, dio la sensación de que habrá un ablandamiento de las penas. Esta sensación se refuerza cuando los jueces recién nombrados advierten que, de haber un nuevo juicio, podrían opinar de manera contraria a la del fallo anterior.

Reitero: Personalmente no me complazco en ver a nadie tras las rejas. Pero eso vale para todos, no solo para los políticos o para los que “andan con ventaja”. Y hay casos en los que sólo el ejemplo protege a la sociedad de la repetición del crimen.

La última decisión del tribunal agravará la atmósfera de descrédito y desánimo con las instituciones. En una sociedad ya tan escéptica de sus dirigentes, con un sistema político formado por más de 30 partidos, en un ambiente corroído por la corrupción, con un gobierno con 40 ministerios, una burocracia cada vez más lenta y penetrada por los intereses partidarios, ¿no hubiera sido mejor evitar las postergaciones que han reforzado el descrédito de la justicia?

Al aceptar los embargos infractores, el STF asumió una responsabilidad redoblada. Al juzgarlos, sin eximirse de ser sustancial, el tribunal deberá procurar decidir con rapidez y evitar la percepción popular de que todo esto no pasó de ser un artificio para liberar a los poderosos de la prisión.