No queremos otra tragedia en el río… ¿o sí?

Fernando Morales

Las imágenes desgarradoras de familiares llorando la evitable muerte de sus seres queridos, tanto en Cromañón como en la tragedia de la estación Once del Ferrocarril Sarmiento, nos van a acompañar durante buena parte de nuestra vida.

Hechos completamente diferentes en tiempo, espacio y circunstancia, terminan de la misma manera: sensación de profunda impotencia, ansias de justicia y la siempre presente desidia de los responsables de controlar el funcionamiento de algo, sea un tren, un micro o un boliche bailable.

El 12 de mayo de 2012, un hecho tan grave para los afectados, como las dos grandes tragedias que reseñamos en los párrafos anteriores, fue rápidamente “digerido” por la opinión pública al ritmo de la vorágine informativa de los tiempos que corren.

El buque de bandera Paraguaya “Ave Payagua” embestía en una mala maniobra náutica al arenero de bandera Argentina “Río Turbio”. El hundimiento de la nave se cobró la vida de siete tripulantes.

No fueron 194 las familias destruidas, ni 52; sólo siete. Pero estas siete historias son tan dolorosas como cualquiera que se refiera a pérdidas inútiles y por sobre todo evitables. Muy poca masa crítica para generar impacto mediático y mucho menos político, pero más que suficiente para tornar intolerable lo que ha ocurrido hace apenas unas horas

En la madrugada del 25 de febrero, el buque de la empresa argentina National Shipping “Erria Maria” surcaba el río Paraná a la altura del kilómetro 148 aguas arriba. ¿Su carga? Nada menos que 2.500.000 litros de nafta super (el equivalente a unos 50.000 automóviles con el tanque lleno).

En sentido contrario, el portacontenedores paraguayo “Doña Cholita” navegaba rumbo a Buenos Aires. La zona de cruce de ambas naves es la llamada “Vuelta del Romero”, una zona habilitada por la Prefectura Naval para el cruce de embarcaciones, que obviamente se hacen previa coordinación de las maniobras necesarias entre los capitanes de cada barco.

De manera casi idéntica que lo ocurrido en 2012, el barco paraguayo inexplicablemente alteró su curso proyectándose contra el tanquero argentino.

La diferencia entre el hecho que el lector esté tomando conocimiento de este accidente en una columna de opinión de un portal digital y no por intermedio de las principales cadenas informativas de radio y televisión, se debe a una sola cosa. La pericia del capitán argentino, que rápidamente transformó una colisión segura en un roce menor sin consecuencias, las que a la luz de la carga que llevaba en sus tanques hubieran sido inimaginables.

Un solo hombre acaba de evitar que veamos desfilar deudos destrozados por el dolor, marchas de familiares enardecidos (con razón) y sobre todo funcionarios intentando explicar lo inexplicable.

 

¿Qué es lo que está pasando en nuestra principal vía fluvial?

Tal vez el lector recordará un slogan utilizado en los primeros tiempos de la actual gestión gubernamental: “Argentina, un país en serio”.

Debemos reconocer que en materia de transporte fluvial y marítimo, y más precisamente si nos referimos a la autoridad marítima de la Nación (la Prefectura Naval Argentina), estamos en presencia de uno de los organismos de mayor nivel de profesionalismo y prestigio de la región y uno de los mejores del mundo.

Debemos reconocer también que obtener la menor de las habilitaciones requeridas por las reglamentaciones nacionales para tripular un buque mercante en nuestro país es una tarea cuando menos tediosa. Si hablamos de integrar la oficialidad de una embarcación, estaríamos hablando de un nivel de exigencia que deja en el camino a muchos aspirantes a marino.

La Argentina cumple con exceso toda la normativa internacional: cualquier tripulante marítimo local invierte buena parte de su tiempo libre en cumplimentar los requisitos -académicos, físicos y administrativos- que un complejo sistema de formación, titulación y habilitación le impone y que involucra a los Ministerios de Defensa, Seguridad, Trabajo, Cultura y Educación y hasta la propia Cancillería.

Y, entonces, ¿de qué nos quejamos?

El río Paraná es, hoy por hoy, el tramo troncal fundamental de la llamada “Hidrovía Paraná-Paraguay”, un corredor fluvial compartido por Uruguay, Argentina, Paraguay, Brasil y Bolivia, y que constituye una vía importantísima para el comercio exterior de la región. En el tramo comprendido entre Buenos Aires y Asunción, más de las dos terceras partes de la vía fluvial están bajo control y responsabilidad de las autoridades argentinas.

El creciente aumento del tráfico fluvial corresponde fundamentalmente a la bandera paraguaya; la realidad viene demostrando que los estándares de formación y capacitación de nuestros vecinos no obedecen a los mismos parámetros que se exigen a nuestros marinos. Argentina ha apostado desde hace años a una formación y capacitación teórica muy fuerte con la posterior práctica profesional. Al parecer el país vecino pone mayor énfasis en la habilitación de “idóneos” obtenidos a través de la práctica abordo.

Nuestra autoridad marítima puede a lo sumo verificar la validez de los documentos de embarco de los tripulantes de naves de cualquier bandera que ingresan a nuestras aguas, pero de ninguna manera puede cuestionar la metodología con que han sido extendidas por terceros países. (Así como le pasa al lector cuando en una ruta extranjera le piden su licencia de conductor).

La estadística es abrumadora: la mayoría de los accidentes fluviales siempre tienen en nuestros vecinos a los principales responsables.

 

¿Qué hacer para evitar que un día el río nos depare una tragedia de proporciones?

Curiosamente todo lo atinente al transporte marítimo y fluvial tiene en la Secretaría de Transporte de la Nación a su máximo responsable político, de la misma manera que para el caso de los ferrocarriles, los colectivos y los aviones.

Es cierto que la Prefectura Naval y en menor grado la Armada Argentina intervienen según se trate de tareas de verificación, habilitación y formación de tripulantes y/o buques, pero las cuestiones internacionales caen indefectiblemente en la esfera política.

Resulta perentorio, por lo tanto, que la Argentina asuma un rol mucho más activo para eliminar las graves asimetrías que hoy por hoy hacen que profesionales de carrera naveguen sus buques en las mismas aguas que “idóneos” poco aptos para resolver con criterio profesional las diversas alternativas a los que una navegación tan riesgosa como la fluvial los expone.

Ninguna integración será posible si aceptamos igualar para abajo, la precarización del trabajo marítimo del otro lado de nuestra frontera tiene muchas aristas, pero en este caso la capacidad profesional es la que más nos perjudica.

Las entidades profesionales argentinas han planteado reiteradamente que una solución al menos provisoria sería implementar un sistema de “pilotaje” obligatorio para toda nave extranjera que ingrese a aguas argentinas y que garantice que las naves sean conducidas con asesoramiento de nuestros marinos. Obviamente esto implica un sobrecosto que las navieras no están dispuestas a soportar.

Como sea, el río nos está reclamando atención. Las tragedias marinas o fluviales son rápidamente borradas de nuestros ojos, por el agua que succiona los restos náufragos y desaparece a las víctimas. No se borran tan fácilmente de nuestras mentes y nuestros corazones. Hace un año fueron siete, no esperemos a que sean 70 o 700 para reaccionar. El río nos está llamando, atendamos su llamado antes que sea demasiado tarde.