Delincuentes a la mar

Fernando Morales

Estoy convencido de que los estimados lectores deberán necesariamente coincidir conmigo en al menos una cosa: nuestro país es una usina permanente de sorpresas. Si hubiera un ranking de países creadores de situaciones atípicas, la pole position no nos la quita nadie.

Cualquier compatriota que supere ligeramente los 50 años atravesó en su existencia desde una pseudo guerra entre dos bandos de nuestro ejército (Azules y Colorados) pasando por la nefasta década del 70, luego una guerra con Inglaterra ubicada entre dos campeonatos mundiales, algún que otro Nobel y un par de Oscar, hasta última perla de la colección, un Papa.

Sería extenso detallar, los muy variados avatares económicos, las privatizaciones y estatizaciones sucesivas de distintos servicios, los cambios de moneda, los diversos y siempre fracasados cepos al dólar, las patentes pares e impares,  los cortes programados de energía, la maravillosa idea de crear el sistema de jubilación privada , votado por casi los mismos diputados y senadores que luego tuvieron la no menos maravillosa idea de abolirlo, el corralito, el corralón, el que depositó dólares recibirá dólares ….. ¿sigo?  Mejor no; para qué…

Pero, como vamos por más, hoy es noticia una nueva genialidad surgida en alguna brillante mente pagada con fondos del erario público y que bien podría llamarse, “Delincuentes a la mar” o “Piratas con carnet”.

La idea no es nueva: el 30 de mayo de 1264 el Rey Alfonso X declara admisibles para tripular los buques a todos los delincuentes. Claro que Don Alfonso sólo se animó a permitirlo para  aquellos que estuvieran privados de su libertad en virtud de no haber pagado sus deudas.

Pero, acorde a los nuevos tiempos, seguramente  ahora los delincuentes encarcelados  por nimiedades tales como quemar viva a su pareja, matar en ocasión de robo, violar o zonceras por el estilo, podrán acceder al fascinante mundo de la navegación.

El lector que, atraído por esta nota y tratando de buscar un futuro mejor, se sienta tentado a reunir sus petates y hacerse a la mar, ¿qué debe hacer? Al margen de felicitarlo como marino que soy por la decisión, le digo que deberá enfrentarse a un largo y sumamente complejo camino, mucho más si opta por ser oficial, dado que hablamos de años de estudio. Pero ya el solo hecho de ser tripulante raso implica unos cuantos meses de aprendizaje marinero, de unas para nada sencillas pruebas de aptitud física y síquica, y algunos cursos que la legislación marítima impone para quien quiera tripular un buque mercante, sea de carga, de pasajeros o de pesca.

Una vez cumplidos todos los requisitos, deberá conseguir alguna empresa naviera que lo reclute para, luego de seis meses de embarco continuado, el sindicato de obreros marítimos lo afilie y de esta manera ingrese a la bolsa de trabajo gremial.

Claro que si el aspirante se encuentra detenido o recluido, podremos obviar las cuestiones gremiales. Para que tenga idea el lector con ansias de aventura marítima,  le comento además que en el proceso de formación, capacitación y habilitación de un marino mercante , intervienen áreas de gobierno dependientes de los ministerios de  Defensa, Seguridad, Interior y Transportes, Trabajo y, según el caso, Cancillería.

Ah, me olvidaba: un requisito fundamental y excluyente (no intente hacer nada sin esto) es la obtención del vulgarmente denominado Certificado de Buena conducta, algo relativamente lógico, si pensamos que se va a tripular un buque que se hace a la mar y que, eventualmente y aunque no estuviere programado, puede entre otras cosas salir de la jurisdicción de las autoridades del país.

Otra cosa a tener en cuenta es que la vida del navegante es tremendamente rígida y verticalista; un barco sea mercante o militar, funciona de una sola manera,  cumpliendo cada uno con su tarea y reconociendo que están los que mandan y los que obedecen. Si el capitán dice  “timón a babor” no se le ocurra llevarle la contra.

Los espacios son normalmente reducidos, la paga es buena y siempre bromeamos entre nosotros que somos como presos voluntarios a sueldo. Bromeábamos, en realidad, hasta hoy…

El capitán de un buque tiene por ley la delegación del poder de policía del Estado cuyo pabellón enarbola el buque. Esto lo hace un poco juez, un poco notario y un poco funcionario, desde que se hace a la mar hasta que regresa a puerto. Es por lo tanto responsable de todo lo que ocurre en su nave, con los límites que el sentido común impone.  Sus oficiales y tripulantes son rigurosamente chequeados antes que la Prefectura Naval Argentina les extienda la “Libreta de Embarco” documento sin el cual no se puede subir a un barco para trabajar en él.

Imaginemos un buque con 15 tripulantes de los cuales 5 son convictos condenados, tengamos presente que toda esa enorme autoridad con la que la ley reviste al Capitán está sostenida solamente en base al respeto y la subordinación que le profesan sus subalternos, ya que no porta armas ni tiene más poder de coerción que su palabra.

Imaginemos entonces que en alta mar, en medio de la dura faena marinera que no distingue entre días de sol o noches de mar embravecido, un tripulante decida insubordinarse, amotinarse o simplemente no cumplir con lo que se le pide. No hay posibilidad de recambio, ni tiempo para llamados a la reflexión; si el rebelde consigue la adhesión de cuatro más, prefiero no pensar en lo que puede llegar a ocurrir a bordo.

Hachas, arpones, pistolas lanza señales, martillos, mazas, pinzas, alicates, cuchillos y tenedores de metal. Todos estos elementos están vedados a un recluso en prisión,  todos ellos son de uso corriente a bordo de un buque… ¿me explico? ¿O les hago un croquis?

Recuerdo los cuentos y películas sobre Alcatraz, la Isla prisión con el natural cerco protector del agua que reducía a cero el peligro de fuga. Los tiempos cambian: ahora les daremos buques a los presos. Previamente, si las autoridades del Servicio Penitenciario pretenden cumplir con la ley, deberán enseñarles a nadar y muy bien, para que pasen las pruebas de supervivencia en el mar que tornan a un hombre apto para sobrevivir muchas horas en el agua y baja temperatura.  Muchas horas; tal vez más que las necesarias para bracear rumbo a una temprana e inmerecida libertad.